martes, 14 de septiembre de 2010

John Henry Newman, “el gran doctor de la Iglesia”

John Henry Newman, “el gran doctor de la Iglesia”


A pocos días de la beatificación del Cardenal John Henry Newman, presentamos nuestra traducción del importante discurso pronunciado por el Cardenal Joseph Ratzinger en 1991 con ocasión del centenario de la muerte del gran cardenal inglés, a quien el actual Papa definió entonces como “un gran doctor de la Iglesia”.


Yo no me siento competente para hablar de la figura o la obra de John Henry Newman, pero tal vez puede ser interesante que me detenga un poco sobre mi acercamiento personal a Newman, en el que se refleja también algo de la actualidad de este gran teólogo inglés en las controversias espirituales de nuestro tiempo.

Cuando en enero de 1946 pude comenzar mi estudio de la teología en el seminario de la diócesis de Freising, que finalmente había vuelto a abrir sus puertas después de los desastres de la guerra, se decidió que nuestro grupo tuviera como prefecto a un estudiante más veterano, que ya antes de empezar la guerra había comenzado a trabajar en una disertación sobre la teología de la conciencia de Newman. Durante los años de su ocupación en la guerra no había abandonado este tema, que ahora volvía a retomar con nuevo entusiasmo y nuevas energías. Desde el primer momento nos unió una amistad personal, que se concentraba completamente alrededor de los grandes problemas de la filosofía y la teología. No hace falta decir que Newman estaba siempre presente en este intercambio. Alfred Läpple, él era el prefecto antes mencionado, publicó luego en 1952 su disertación, con el título “El individuo en la Iglesia”.

La doctrina de Newman sobre la conciencia se convirtió entonces para nosotros en el fundamento de aquel personalismo teológico que nos atrajo a todos con su encanto. Nuestra imagen del hombre, así como nuestra concepción de la Iglesia, se vieron marcadas por este punto de partida. Habíamos experimentado la pretensión de un partido totalitario que se consideraba la plenitud de la historia y que negaba la conciencia del individuo. Hermann Goering había dicho de su jefe: “¡Yo no tengo ninguna conciencia!. Mi conciencia es Adolf Hitler”. La inmensa ruina del hombre que derivó de esto, estaba ante nuestros ojos.

Por eso, para nosotros era un hecho liberador y esencial saber que el “nosotros” de la Iglesia no se basaba en la eliminación de la conciencia sino que sólo podía desarrollarse a partir de la conciencia. Precisamente porque Newman explicaba la existencia del hombre a partir de la conciencia, es decir, en la relación entre Dios y el alma, era también claro que este personalismo no representaba ninguna concesión al individualismo y que el vínculo con la conciencia no significaba ninguna concesión a la arbitrariedad – más aún, que se trataba precisamente de lo contrario.

De Newman aprendimos a comprender el primado del Papa: la libertad de conciencia – así nos enseñaba Newman con la Carta al Duque de Norfolk – no se identifica, de hecho, con el derecho de “dispensarse de la conciencia, de ignorar al Legislador y Juez, y de ser independientes de los deberes invisibles”. De este modo, la conciencia, en su significado auténtico, es el verdadero fundamento de la autoridad del Papa. De hecho, su fuerza viene de la Revelación, que completa la conciencia natural iluminada de manera sólo incompleta, y “su raison d'être es la de ser el campeón de la ley moral y de la conciencia”.

Esta doctrina sobre la conciencia se ha vuelto para mí cada vez más importante en el desarrollo sucesivo de la Iglesia y del mundo. Me doy cuenta, cada vez más, de que sólo se manifiesta de modo completo haciendo referencia a la biografía del Cardenal, la cual supone todo el drama espiritual de su siglo.

Newman, como hombre de la conciencia, se transforma en un converso; fue su conciencia que lo condujo desde los antiguos vínculos y las antiguas certezas dentro del mundo para él difícil e inusual del catolicismo. Pero precisamente esta vía de la conciencia es algo distinto a una vía de la subjetividad que se afirma a sí misma: es, en cambio, una vía de la obediencia a la verdad objetiva.

El segundo paso del camino de conversión que duró toda la vida de Newman fue, de hecho, la superación de la posición del subjetivismo evangélico en favor de una concepción del cristianismo basada en la objetividad del dogma. Al respecto, siempre encuentro muy significativa, pero particularmente hoy, una formulación tomada de una de sus prédicas de la época anglicana:

“El verdadero cristianismo se demuestra en la obediencia, y no en un estado de conciencia. Así, todo el deber y el trabajo de un cristiano se organiza en torno a estos dos elementos: la fe y la obediencia; «mira a Jesús» (Heb. 2, 9)… y actúa según su voluntad. Me parece que hoy corremos el peligro de no dar el peso que deberíamos a ninguno de los dos elementos. Consideramos cualquier verdadera y cuidadosa reflexión sobre el contenido de la fe como estéril ortodoxia, como sutileza técnica. En consecuencia, hacemos consistir el criterio de nuestra piedad en la posesión de una así llamada disposición de ánimo espiritual”.

En este contexto, se han vuelto para mí importantes algunas frases del libro “Los arrianos del siglo IV”, que a primera vista me han parecido más bien sorprendentes: “el principio puesto por la Escritura como fundamento de la paz es reconocer que la verdad en cuanto tal debe guiar tanto la conducta política como la privada… y que el celo, en la escala de las gracias cristianas, tiene la prioridad por sobre la benevolencia”.

Para mí es siempre fascinante darme cuenta y reflexionar cómo precisamente así, y sólo así, a través del vínculo a la verdad, a Dios, la conciencia recibe valor, dignidad y fuerza. En este contexto, quisiera añadir sólo otra expresión tomada de la “Apología pro vita sua”, que demuestra el realismo de esta concepción de la persona y de la Iglesia: “Los movimientos vivos no nacen de comités”.

Quisiera volver una vez más brevemente al hilo autobiográfico. Cuando en 1947 proseguí mis estudios en Munich, encontré en el profesor de teología fundamental, Gottlieb Söhngen, mi verdadero maestro en teología, un culto y apasionado seguidor de Newman. Él nos inició en la “Gramática del Asentimiento” y, con ella, en la modalidad específica y la forma de certeza propia del conocimiento religioso.

Aún más profundamente actuó sobre mí la contribución que Heinrich Fries publicó con ocasión del Jubileo de Calcedonia: allí encontré el acceso a la doctrina de Newman sobre el desarrollo del dogma, que considero, junto a su doctrina sobre la conciencia, su contribución decisiva a la renovación de la teología. Con esto, puso en nuestras manos la clave para insertar en la teología un pensamiento histórico, o más bien, nos enseñó a pensar históricamente la teología y, precisamente de ese modo, a reconocer la identidad de la fe en todos los cambios. Debo abstenerme de profundizar, en este contexto, tal idea. Me parece que la contribución de Newman no ha sido todavía aprovechada del todo en las teologías modernas. Ella aún contiene en sí posibilidades fructíferas que esperan ser desarrolladas.

En este momento, sólo quisiera volver una vez más al trasfondo biográfico de esta concepción. Es sabido cómo la concepción de Newman sobre la idea del desarrollo ha marcado su camino hacia el catolicismo. Sin embargo, no se trata aquí sólo de un desarrollo carente de ideas. En el concepto de desarrollo está en juego la misma vida personal de Newman. Pienso que esto se hace evidente en su conocida afirmación, contenida en el famoso ensayo sobre “El desarrollo de la doctrina cristiana”: “aquí sobre la tierra vivir es cambiar, y la perfección es el resultado de muchas transformaciones”. Newman ha sido, a lo largo de toda su vida, alguien que se ha convertido, alguien que se ha transformado, y de este modo ha seguido siendo siempre él mismo y ha llegado a ser cada vez más él mismo.

Aquí me viene a la mente la figura de san Agustín, tan cercana a la figura de Newman. Cuando se convirtió en el jardín de Casiciacum, Agustín había comprendido la conversión según el esquema del venerado maestro Plotino y de los filósofos neoplatónicos. Pensaba que la vida pasada de pecado estaba ahora definitivamente superada; el convertido sería de ahora en más una persona completamente nueva y diversa, y su camino sucesivo habría consistido en un continuo ascenso hacia las alturas cada vez más puras de la cercanía de Dios, algo parecido a lo que describió Gregorio de Nisa en De vita Moysis: “Así como los cuerpos, apenas han recibido el primer impulso hacia abajo, se hunden por sí mismos sin ulteriores impulsos… así, pero en sentido contrario, el alma que se ha liberado de las pasiones terrenas, se eleva constantemente con un veloz movimiento de ascenso… en un vuelo que apunta siempre hacia lo alto”.

Pero la experiencia real de Agustín era otra: tuvo que aprender que ser cristiano significa, más bien, recorrer un camino cada vez más fatigoso, con todos sus altibajos. La imagen de la ascensión es sustituida por la de un camino, en cuyas fatigosas asperezas nos consuelan y sostienen los momentos de luz que de vez en cuando podemos recibir. La conversión es un camino, un camino que dura toda una vida. Por eso, la fe es siempre desarrollo y, precisamente de este modo, maduración del alma hacia la Verdad, que “es más íntima a nosotros que nosotros mismos”.

Newman expuso en la idea del desarrollo la propia experiencia personal de una conversión nunca dada por concluida, y así nos ha ofrecido la interpretación no sólo del camino de la doctrina cristiana sino también de la vida cristiana. El signo característico del gran doctor de la Iglesia es, en mi opinión, que él no enseña sólo con su pensamiento y sus discursos sino también con su vida, ya que en él pensamiento y vida se compenetran y se determinan recíprocamente. Si esto es cierto, entonces realmente Newman pertenece a los grandes doctores de la Iglesia porque, al mismo tiempo, él toca nuestro corazón e ilumina nuestro pensamiento.






No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...