martes, 31 de mayo de 2011

Wilhelm Reich sigue “educando” - Carlos Daniel Lasa

Wilhelm Reich sigue “educando”
Carlos Daniel Lasa


El Ministerio de Educación de la Nación acaba de publicar una revista de educación sexual dentro del Programa de educación sexual integral que patrocina. En la misma tapa de la revista se lee este apotegma: «Cuanto más sepan, mejor». La primera pregunta que nos surge es: ¿qué será aquello mejor a que nos conduzca el saber más acerca de las cuestiones referidas a la sexualidad humana?. La respuesta es sencilla: la mejor información permitirá hacer del sexo un mejor instrumento ordenado al placer, al goce sensual. Por eso la revista afirma que «La masturbación es un acto íntimo, es una de las formas que tenemos las personas de conocernos y darnos placer[1]».

Más allá de toda consideración de tipo moral, cabe preguntarse: ¿qué posición antropológica se esconde detrás de la propuesta de la revista del Ministerio de Educación en materia de educación sexual? Ciertamente que una concepción del hombre reducido a la dimensión sensible, lo cual equivale a un rechazo al valor de la filosofía entendida como búsqueda de la verdad y del bien. La única preocupación social y personal, en consecuencia, debe ser la de conservar e incrementar la vida puramente biológica. En la revista del Ministerio de Educación se consigna en letras de molde: «Necesidad de experimentar», y a continuación se expresa: «Para tener en cuenta: Muchas familias retamos a chicos y chicas cuando los descubrimos masturbándose, porque eso fue lo que nos enseñaron. De esta manera, sin darnos cuenta, transmitimos que el placer es algo malo, impuro y peligroso, cuando en realidad es parte de nuestra intimidad y un aspecto más de nuestra sexualidad»[2].

En realidad, el documento no expresa aquello que está en la base del mismo y que es señalado con toda claridad por Wilhelm Reich: «Los sentidos del animal humano, en el ámbito de sus funciones vitales, se despiertan de un sueño milenario»[3]. Y más adelante expresa: «El núcleo de la felicidad en la vida es la felicidad sexual»[4]. Como acertadamente señala Del Noce, esta antropología es la exacta inversión del platonismo en el sentido de la afirmación del primado del alma concupiscible.

Ahora bien, para que el hombre alcance el bienestar físico y psicológico deberá liberarse de todo aquello que se oponga a la plena expresión de la vitalidad y a la absoluta actuación de los instintos. Y esos enemigos son, principalmente, la metafísica y la religión las cuales, en nombre de principios inmutables, anulan la espontaneidad de los instintos.

Como podrá advertirse, esta liberación supone llevar adelante una revolución. En este sentido, Wilhelm Reich consideró que la revolución marxista había sido insuficiente por cuanto había permeado sólo en el ámbito socio–político pero no en el ámbito individual. Hasta ese momento, el hombre, a nivel individual, conservaba su relación con una realidad trascendente. Para hacer la revolución total era menester llevar adelante una revolución sexual que afectara también al individuo convirtiéndolo en un ser ocupado sólo de satisfacer sus impulsos vitales y, en consecuencia, situado en la periferia de toda cuestión acerca del más allá. Refería Reich: «La tarea de un movimiento revolucionario es, de una manera general, liberar y satisfacer las necesidades biológicas antes reprimidas»[5].

Para ello, es decir, para que el nuevo orden de la vida sexual se ponga en marcha, será imprescindible «comenzar por una diferente educación del niño», lo cual supondrá, al propio tiempo, «reeducar a los educadores»[6]. Para Reich, el movimiento revolucionario crea, en primer término, una «ideología favorable a la sexualidad y poniéndola después en práctica por medio de una legislación y un nuevo orden de la vida sexual»[7]. Estos pasos, como puede advertirse, son seguidos a pie juntillas en Argentina.

Finalmente, para ejercer un control sobre la ejecución de esta revolución sexual será preciso seguir contando con aquella «República de las letras» del cual Pierre Bayle fue su mentor en pleno esplendor iluminista. Esta República, organizada en el siglo XVIII, ha alcanzado una presencia real mediante sus leyes, su ejercicio de real censura, su distribución de premios, etc. Luego de 1945, esta República reaparece bajo diversas denominaciones como «frente de la cultura», «organización de los intelectuales», «política de la cultura», etc. Era esta nueva República la encargada de cristalizar la revolución sexual y, simultáneamente, la de disciplinar a todo aquel que osara ponerla en cuestión. Esta República, para constituirse, tenía necesidad de un adversario. No sería ya el infame religioso sino el fascista. Pero, ¿qué sentido tendría este término?. Ciertamente que no se aplicará al fascismo histórico, el cual no es otra cosa que el producto de una renovación dentro del marxismo; el término fascismo será aplicado a una esencia, a una categoría dentro de la cual habrá de condensarse todo el mal de la historia. La categoría, esencialmente ambigua, será aplicada a todo aquel que ose desafiar la ideología reinante de la inversión total a través de la revolución sexual.

La revolución cultural en Argentina se viene cumpliendo hace ya mucho tiempo, de modo sistemático y sin pausa. La Argentina se ha convertido en una sociedad permisiva que nos está conduciendo, sin duda alguna, a perder toda instancia edificante en orden a la constitución de un hombre de excelencia. La familia, como núcleo fundamental en el que la persona va adquiriendo los rasgos propiamente humanos, está siendo herida de muerte y, con ella, la misma sociedad en la que vivir será una instancia altamente traumática (algo totalmente contrario al deseo que la Lic. Mara Brawer expresa al final de la Revista del Ministerio de Educación de la Nación).




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Notas
[1] Revista de Educación Sexual del Ministerio de Educación de la Nación, p. 21.
[2] Ibidem, p. 21.
[3] Ibidem, p. 16.
[4] Wilhelm Reich. La Revolución sexual. Para una estructura de carácter autónoma del hombre. Barcelona, Planeta–Agostini, 1993, p. 23.
[5] Ibidem, p. 248.
[6] Ibidem, p. 267.
[7] Ibidem, p. 23.







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