Caminos laicales de perfección
P. José María Iraburu
Hemos recordado antes cómo los religiosos, para mantener toda su vida orientada hacia Dios por el amor, se ayudan con una Regla de vida; en tanto que los laicos, por un cierto desorden hasta cierto punto inevitable de sus vidas, suelen verse desprovistos de este auxilio providencial. Pues bien, consideremos ahora en qué medida es aconsejable que los laicos se ayuden también con algún plan o regla de vida.
Es natural atenerse a una regla
Cuando un hombre pretende algo con verdadero interés —estudiar una carrera, aprender un idioma, ejercitarse en un deporte, sacar adelante un oficio o una profesión laboral, etc.—, en seguida sujeta su vida a regla en esa dirección: adquiere y ordena los medios que sean necesarios, organiza un horario, asegurando bien la protección diaria de ciertos tiempos, y se fija un calendario, de tal modo que su empeño cobre así estabilidad y constancia, y no se vea abandonado a las ganas personales, tan cambiantes, o a las circunstancias exteriores, más cambiantes todavía. De otro modo, es evidente, no saldrá adelante con su intento. Una persona, por ejemplo, que quiera aprender a tocar la guitarra, y en ratos sueltos, cuando no tiene otra cosa que hacer o cuando le viene en gana, se entretiene en rasguear sus cuerdas, nunca aprenderá a tocar decentemente ese instrumento. Para ello habría de dedicarse con más constancia y regularidad.
Pues bien, la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona y la eleva. Sin duda «es Dios quien da el crecimiento» espiritual (1 Cor 3, 7), por medio de la gracia divina. Pero la acción de la gracia no prescinde de los modos propios de ejercitarse la naturaleza humana, sino que, por el contrario, los suscita, los perfecciona y eleva. Hay gracias, ya lo sabemos, que Dios da al hombre en la vida mística al «modo divino», sin que éste colabore a ellas activamente, es decir, ejercitándose en ellas según sus modos naturales propios, con su pensamiento y voluntad. Pero en la fase ascética del camino de la perfección, que es en la que se halla la mayoría de los cristianos, el modo normal por el que Dios actúa en la persona es el «modo humano», en el que la gracia sobrenatural suscita la actividad del entendimiento (por la fe) y de la voluntad (por la caridad) en sus modos propios de ejercicio.
Según esto, no parece excesivo concluir que no pretenden seriamente la perfección evangélica aquellos cristianos que no se sujetan a una cierta disciplina, es decir, que no dan al intento de su voluntad la ayuda de un cierto plan o regla de vida.
Andando sin camino
Es posible, desde luego, que una persona vaya andando hacia una ciudad sin sujetarse a camino alguno. Pero el intento le resultará mucho más lento, y sumamente fatigoso, pues con frecuencia habrá de atravesar por barrancos, lugares cercados, zonas pantanosas y bosques. Es muy probable que se extravíe más de una vez, que dé muchos rodeos innecesarios, que se pierda totalmente, o que incluso acabe por seguir caminando, pero ya sin intentar mantener una orientación continua hacia la meta que en un principio pretendía.
En la vida espiritual, éstos son los cristianos que rezan de vez en cuando, más o menos, según cómo se sienten, según vaya su devoción. La frecuencia de sus confesiones es muy cambiante, pues depende sobre todo de las circunstancias. Dan limosnas o ejercitan su caridad hacia el prójimo, pero normalmente en respuesta ocasional a los estímulos que eventualmente reciben, cuando los reciben. Quizá leen un libro espiritual, si alguien se lo recomienda con entusiasmo, pero pueden pasar luego meses sin que apenas lean ningún escrito cristiano...
Al paso de los días, las ganas (la carne) y las circunstancias (el mundo) -y con ellas la acción callada del Maligno-, irán dejando sin fruto las semillas preciosas sembradas por la Palabra divina en el corazón de estos cristianos (Mt 13, 1-23). A los que así van se les puede asegurar que, si no cambian, ciertamente no llegarán a la santidad.
Esta situación de anomía (anomía, es decir, sin norma, anomos), llevada al extremo, equivale ya simplemente a una vida de pecado, es decir, a una vida frecuentemente desviada de su orientación de amor hacia Dios (Rom 2, 12). Y de ahí es, precisamente, de donde ha de salir todo cristiano, si quiere reorientar y convertir toda su vida hacia Dios.
En efecto, «mientras fuimos niños vivíamos en servidumbre, bajo los elementos del mundo» (Gál 4, 3), o por decirlo de otro modo, a merced de las ganas y circunstancias cambiantes. «Hubo un tiempo -dice San Pablo- en que estábais muertos por vuestros delitos y pecados, cuando seguíais la corriente del mundo presente, bajo el príncipe que manda en esta zona inferior, el espíritu que ahora actúa contra Dios en los rebeldes [el demonio]. Antes procedíamos también nosotros así, siguiendo los deseos de la carne, obedeciendo los impulsos de la carne y de la imaginación. Y naturalmente estábamos destinados a la reprobación, como los demás» (Ef 2, 1-3).
Conviene andar por un camino
Por el contrario, cuando se anda por un camino, se consigue, con mucho menos esfuerzo mental, volitivo y físico, un avance incomparablemente más rápido y seguro. Y si son varios los que andan juntos por el mismo camino, unos se animan a otros, ayudándose mutuamente, y también el camino les ayuda a mantenerse unidos y a acrecentar esa unidad amistosa. Tanto facilita un camino el avance del caminante, que suele decirse: «Este camino lleva a tal lugar».
Pues bien, si todos los cristianos hemos de realizar un Éxodo espiritual, saliendo del mundo -Egipto-, y atravesando el Desierto, hacia la Tierra Prometida -es decir, saliendo del pecado a la gracia, y avanzando hacia la perfecta santidad-, en esa travesía una norma de vida será para nosotros como un camino, que facilite nuestro progreso y asegure siempre la dirección.
Todo esto es, realmente, bastante obvio, tanto en la consideración teórica como en la comprobación práctica de la experiencia. ¿Por qué hoy, sin embargo, al menos en las naciones ricas descristianizadas, se comprueba la existencia de una aversión generalizada a toda ley que ayude la vida del espíritu? Se trata, sin duda, de una enfermedad de época, cuyos orígenes más definidos podrían hallarse en el luteranismo y el liberalismo.
La alergia luterana a la ley
Puede decirse que, en el siglo XVI, es Lutero quien introduce en la Iglesia el odio a la ley, tanto en los teólogos, como en el pueblo que se sujeta a su influjo. Según su doctrina, existe entre la Ley religiosa y el Evangelio de Cristo un abismo infranqueable, pues justamente «para que fuésemos libres, Cristo nos libró de la maldición de la ley» (Gál 3, 13). La Ley es judía, pertenece al Antiguo Testamento, y nada puede hacer para salvarnos. El Evangelio, en cambio, es la gracia, que nos libera del pecado por la pura fe en Jesús. Hay entre Ley y Espíritu un antagonismo irreconciliable: sencillamente, donde está operante la constricción externa de la Ley, está ausente la acción interior del Espíritu. En efecto, la Ley espera la salvación del cumplimiento de unas ciertas obras por ella prescritas, y hace que el hombre ponga en éstas su esperanza; pero la salvación no es por las obras, sino puramente por la fe en Cristo Salvador: es decir, por pura gracia. Por tanto, la ley eclesial -en cualquiera de sus formas: normas eclesiásticas, generalmente conciliares, que regulen la vida del clero o de los laicos, o Reglas religiosas de vida perfecta- es algo abominable, es una judaización del cristianismo, una falsificación perversa del mismo.
Otros protestantes clásicos -Melanchton, Calvino- o modernos -Barth- no acompañaron a Lutero en ese radicalismo anómico. Pero ya desde entonces el espíritu de la anomía quedó inoculado, si no como tesis, al menos como tentación e inclinación, en el cuerpo eclesial de las antiguas naciones cristianas. De hecho, como es sabido, allí donde arraigó el luteranismo, desapareció la vida religiosa sujeta a Reglas y votos.
La alergia liberal a la ley
La Ilustración del siglo XVIII y el Liberalismo del XIX agudizan la aversión a la ley, enfatizando ahora la autonomía subjetivista del hombre, que sólo en sí mismo ha de hallar su norma de vida. Éstos son ya planteamientos de orientación en el fondo atea, muy diversos de los luteranos, pero que, de hecho, difunden más y más en el antiguo Occidente cristiano un cierto espíritu semejante, que desprecia e incluso odia toda sujeción a ley.
Si el hombre ha de crecer en forma auténtica, ha de verse libre de toda norma fija objetiva, que limite y condicione su desarrollo. Ha de estar siempre disponible a nuevas y muchas veces imprevisibles incitaciones de la vida. La libertad personal sólo puede adquirirse prescindiendo de las ataduras de cualquier regla o atadura de compromiso perpetuo. No tiene sentido, más aún, es una agresión a la dignidad del hombre, todo compromiso definitivo -el matrimonio para siempre, los votos religiosos o los compromisos sacerdotales, entendidos como ataduras insoltables-. La persona únicamente debe ser fiel a sí misma, no a normas exteriores, que pretenden aprisionar su vida y su conducta. Según esto, si en el planteamiento cristiano todo el desarrollo perfectivo del hombre ha de fundamentarse en la verdad -«santifícalos en la verdad» (Jn 17, 17); «la verdad os hará libres» (8, 32)-, en este planteamiento del liberalismo la verdad se ve cambiada por el valor supremo de la autenticidad. Y un hombre es auténtico en la medida en que obra por sí mismo (autós, uno mismo). Ésta es la atmósfera espiritual que necesariamente envuelve a todo hombre que vive en el siglo XX.
La difusión de este error -de este mal espíritu- ha sido tan grande, sobre todo en los últimos decenios, que una buena parte del pueblo cristiano se ha visto inficcionado. Entre aquellos cristianos, incluso, que de verdad tienden a la perfección, se da con frecuencia una clara repugnancia para obligarse a una cierta disciplina de vida, que tanto podría contribuir a liberar en ellos su caridad, haciéndoles superar las trabas que aún les sujetan en alguna medida a carne, mundo y demonio. Es indudable también que la agudísima carencia actual de vocaciones religiosas se explica en buena parte por esta aversión a sujetar y orientar la propia vida en el Espíritu con la ayuda de una Ley. Y a muchos religiosos actuales, por su parte, les cuesta mucho -no sólo volitiva, sino también mentalmente- buscar la perfección a través de la observancia fiel y cuidadosa de una Regla -y en la obediencia a un superior-.
Pues bien, de modo semejante, hoy es patente en muchos laicos, incluso en los mejores, una cierta aversión instintiva a toda manera de regular su vida con normas que prescriban ciertas obras -o a sujetarla sinceramente a la guía de un director espiritual-. Estamos pues, evidentemente, ante un mal de siècle, hecho sobre todo de soberbia, y al que sólo escapan completamente unos pocos cristianos: aquellos que están más sujetos al Espíritu Santo, aquellos que de verdad buscan con todas sus fuerzas la santidad, aquellos que quieren sobre todas las cosas morir del todo a sí mismos, para vivir plenamente de Cristo.
El amor católico a la ley
El error consiste muchas veces en no conciliar extremos aparentemente contrapuestos. Lutero, ante los binomios gracia/libertad, fe/obras, justicia/misericordia, etc., renuncia a un extremo, y afirma solamente el otro. Y concretamente, como hemos visto, en el tema ley/gracia, él suprime la ley y afirma la gracia. Pero la verdad de Dios se halla en el misterio de la Iglesia Católica, que, enseñada siempre por el Espíritu Santo, afirma juntamente gracia-libertad, fe-obras, justicia-misericordia, ley-espíritu. Ella sabe, en cuanto al tema que nos ocupa, que Cristo no ha venido «para abrogar la Ley, sino para consumarla» (Mt 5, 17). Y por eso da a sus hijos ley y gracia: no les da sólo ley, pero tampoco sola gratia.
La Iglesia, efectivamente, desde sus primeros Concilios, ha sido siempre consciente del poder que Cristo le ha dado de «atar y desatar» (Mt 16, 19; 18, 18), y ha reconocido, como dice el Vaticano II, que tiene «el sagrado derecho, y ante Dios el deber, de legislar sobre sus súbditos» (LG 27a). Ella sabe muy bien que no hay contraposición entre ley y gracia, pues la ley eclesial es una gracia del Señor: es un camino, que Dios ofrece, para que por él anden sus hijos, bajo la moción de la gracia, con más seguridad, facilidad y prontitud. Y de igual modo, siempre la Iglesia católica, lo mismo en Oriente que en Occidente, ha prestado una indudable veneración hacia las Reglas de vida religiosa, viendo en ellas verdaderos caminos de perfección, y las ha bendecido, reconociendo así con su autoridad que quien ajusta a ellas su vida llegará ciertamente a la santidad.
Procede en esto la Iglesia como una madre en la educación de sus hijos. Una madre, por ejemplo, que quiere inculcar en su hijo la higiene, procura transmitirle el espíritu de la limpieza, que cuando el niño es muy pequeño no está en condiciones de entender. Por eso la madre, no espera a que su hijo tenga el espíritu de la higiene para que entonces se lave por espontáneo impulso, sino que desde el primer momento, antes incluso de que el niño posea ese espíritu, le obliga a cumplir ciertas leyes familiares de higiene. Y el hijo, sujetándose a las prácticas de higiene exigidas por esas normas familiares, va creciendo en el espíritu higiénico. Así llega un tiempo en el que la madre no tiene ya que recordarle al hijo las normas externas de la higiene, pues él mismo, ya humanamente crecido, se lava por la interior exigencia de su espíritu.
De modo semejante, la Santa Madre Iglesia Católica educa a sus hijos dándoles juntamente espíritu y ley, al menos en algunas cuestiones más fundamentales -la misa dominical, la confesión y comunión anual, las penitencias cuaresmales, etc.-. En el precepto eclesiástico de la misa dominical, por ejemplo, se educa a los cristianos para que vivan de la Eucaristía, dándoles no solamente espíritu (catequesis, predicación, ejemplo, etc.), sino también ley (obligación de la misa dominical: Código c. 1246-1247). De este modo, así como San Pablo dice de los judíos que «la Ley fue nuestro pedagogo para llevarnos a Cristo» (Gál 3, 24), así también para los cristianos cumple la ley una función pedagógica, que conduce a la plenitud del Espíritu. En efecto, en el pleno crecimiento espiritual, ya el cristiano sólo se mueve por amor, y no por ley: ya «para el justo no hay ley». Pero advirtamos que, precisamente, sólo la ley es cumplida con perfección cuando el cristiano vive ya de la plenitud del Espíritu. Su vida va entonces mucho más allá de las obras prescritas por la ley. El que posee plenamente, por ejemplo, el espíritu de la Eucaristía, no va a misa solamente los domingos -la ley siempre exige únicamente mínimos vitales-, sino todos los días que puede.
Según esto, la función de la ley va teniendo una importancia cada vez menor en las diversas edades espirituales del cristiano. Pero recordemos aquí que todos los santos, es decir, los cristianos más crecidos en el Espíritu, han dado siempre ejemplo de amor y veneración por las leyes y cánones de la Iglesia -«qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia», decía Santa Teresa (Vida 31, 4)-, y tratándose de santos religiosos, como en seguida veremos, han guardado observancia fidelísima de la Regla de su orden, y han encarecido su obediencia con todo entusiasmo. Y nunca han planteado enfrentamientos esquizoides entre ley y gracia, entre ley y amor, entre norma y Espíritu, pues han entendido que precisamente la fidelidad a las normas va conduciendo hacia la plenitud del Espíritu.
Los religiosos buscan la perfección sujetándose a una Regla
Desde que hacia el siglo IV comienza a organizarse la vida religiosa comunitaria, la Iglesia ha bendecido siempre las Reglas de vida por las que caminan los religiosos, asegurándoles así que su cumplimiento les ayuda a alcanzar la perfección de la caridad. Más aún, la Iglesia nunca ha aprobado como «camino de perfección» un movimiento que solamente diera espíritu, pero que no lo concretara por ciertas leyes, en unas exigencias estimulantes claramente prescritas, como obligación de conciencia.
La Iglesia sabe que en un río es agua y cauce. Lo más valioso y vivificante es el agua (el espíritu); pero ha querido siempre que esa agua discurra por un cauce bien concreto (la regla). Y si normalmente es la misma agua la que se forma su propio cauce, en todo caso no tendremos un río si no hay más que un cauce sin agua, o un agua dispersa sin cauce. Un río es agua que discurre por un cauce. Y la vida religiosa hace discurrir un espíritu determinado por un cauce cierto, en el que todos los que la profesan coinciden y avanzan.
Por otra parte, todos los santos fundadores han dado suma importancia a la virtualidad santificante de sus Reglas religiosas, y no las han considerado meras orientaciones aconsejables. Ellos sabían perfectamente que la perfección solamente está en la caridad, y que la Regla sólo impulsa obras mínimas; pero también creían que era imposible llegar a la perfección de la caridad sin guardar fidelísimamente la Regla profesada. Por otra parte, no han considerado que daba más o menos lo mismo que la Regla fuera así o de otro modo. Al contrario, han procurado con enorme empeño la aprobación eclesial de su Regla, tal como el Señor se la había inspirado, y han puesto sumo empeño en que no se modificaran por relajación, sino que se guardaran fielmente.
Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, insiste con sorprendente insistencia en que sus carmelitas guarden con absoluta fidelidad todas las normas de la Orden, que «no las han fundado los hombres... sino la mano poderosa de Dios» (Fundaciones 27, 11). Y muestra la Santa un celo sumamente enérgico para que en la fidelidad a las leyes del Carmelo reformado, que tanto ha costado establecer y que tan buenos frutos van dando, «en ninguna manera se consienta en nada relajación. Mirad que de muy pocas cosas se abre puerta para muy grandes, y que sin sentirlo se os irá entrando el mundo» (ib). Es significativo que la Santa hiciera muy poco antes de morir esta última exhortación: «Hijas mías y señoras mías, por amor de Dios les pido tengan gran cuenta con la guarda de la Regla y Constituciones, que si la guardan con la puntualidad que deben, no es menester otro milagro para canonizarlas» (Mª de S. Francisco).
En fin, baste con esto para que recordemos cómo los grandes espirituales cristianos han dado siempre una gran importancia a la observancia de ciertas reglas de vida, ordenadas todas ellas a conservar y llevar a plenitud la vida de la caridad, en la que consiste la santidad.
La regla de vida en los laicos
A la vista de lo anteriormente expuesto, podemos ya preguntarnos: si los religiosos no pueden buscar la perfección de la caridad sin la ayuda de una regla, a la que se obligan por unos votos, ¿podrán los laicos aspirar a la santidad sin ayudarse de cierto plan o regla de vida, al que de uno u otro modo se obligan en conciencia? Dejo para el próximo capítulo la segunda parte de esta cuestión, y atiendo ahora a la primera. Es una cuestión compleja, que, como veremos, no admite una respuesta única y simple.
Pero antes, una distinción de términos. Por plan de vida entiendo aquí un conjunto de propósitos, firmemente establecido por una o más personas, aunque revisable, no propiamente obligatorio en conciencia. Con el término regla de vida me refiero a un plan de vida al que la persona, sola o con otras, se obliga en conciencia, con promesa, voto u otras formas de compromiso. Y cuando hablo de vivir según normas, ajustándose a una disciplina, o empleando otras fórmulas equivalentes, me refiero indistintamente, como podrá apreciarse por el contexto, al plan o a la regla de vida.
-1. La Iglesia da a todos los laicos cristianos ciertas leyes, cuyo cumplimiento, por supuesto, es necesario para la perfección. Ya las he aludido antes. Versan sobre cuestiones de suma importancia -eucaristía, confesión, comunión, penitencia, antes diezmos, etc.-, y son llamativamente poco numerosas. Esto último se explica porque «la ley mira la generalidad», y es tal la diversidad de situaciones y de edades espirituales en los fieles laicos, que resulta prácticamente imposible establecer para todos ellos unas leyes que les sean espiritualmente favorables. Consiguientemente, la Iglesia se abstiene de hacerlo, y solamente legisla acerca de lo más imprescindible.
Incluso la Iglesia es consciente de que dar una ley universal no está exento de ciertos peligros, habiendo muchos cristianos carnales, sumamente incipientes. Puede dar ocasión, por ejemplo, a problemas innecesarios de conciencia o a cumplimientos sacrílegos. Viniendo a un caso bien grave: ¿está generalmente en condiciones de comulgar con fruto aquel cristiano que no comulgaría en todo un año si la Iglesia no se lo mandara?... Apunto sólo el problema.
-2. No parece imprescindible para la santificación de los laicos un camino de vida bien trazado. Si no, la Iglesia lo recomendaría vivamente, y no lo hace. No parece tampoco que todos los laicos puedan tenerlo, pues en no pocos casos su vida, inevitablemente, es completamente imprevisible. Sí será necesaria, en un sentido más general, una cierta ordenación de su vida, si de verdad han de tender a la perfección. El orden conduce a Dios («ordo ducit ad Deum», dice San Agustín). Ahora bien, esta ordenación no es sino una finalización de todos los aspectos de la vida hacia Dios, por amor y servicio; sin que implique necesariamente un conjunto de propósitos o de normas bien determinado.
-3. En todo caso, sin un cierto plan de vida no parece viable la búsqueda de la perfección. Aunque sea un plan muy elemental. Ya vimos que es natural a todo intento humano de importancia procurarlo con un cierto plan bien ordenado. O dicho en otras palabras: quien pretende sinceramente la santidad sujeta su vida a una disciplina adecuada a sus circunstancias personales, y no permite que el intento falle una y otra vez, en buena parte por estar abandonado a los discernimientos eventuales de cada ocasión. En la práctica, y dado lo que es el ser humano, muchas veces la búsqueda de la perfección quedará así a merced de su gana interior o de las circunstancias exteriores, cambiantes unas y otras de cada día.
-4. El laico ha de considerar el seguimiento de una regla de vida, a la que se obliga en conciencia, como un gran don de Dios, es decir, como algo sumamente aconsejable. Y aún más deseable, en principio, es que esa regla de vida sea seguida al mismo tiempo por varios laicos, unidos en un solo espíritu. De hecho, ya desde antiguo, terciarios, cofrades, penitentes, como también los miembros de los modernos movimientos o asociaciones de fieles, han protegido y estimulado su caridad ajustando su vida a ciertas reglas, comúnmente profesadas.
En efecto, la profesión fiel de una regla de vida da al laico -como al religioso- una constante orientación hacia la santidad, le facilita grandemente la realización de ciertas obras buenas, y le libra al mismo tiempo de muchos discernimientos aislados, que al haberse de realizar para cada acto, se ven con frecuencia sujetos al error, por atenerse de hecho a los cambiantes estados de ánimo o a las circunstancias. De este modo, obligarse en conciencia a una regla de vida puede ayudar notablemente al cristiano laico para vencer juntamente la debilidad de la carne, los condicionamientos adversos del mundo y los engaños del demonio. Volveré sobre todo esto.
-5. No siempre, sin embargo, será posible o aconsejable para un laico sujetarse en conciencia a una regla comunitaria de vida. Esta afiliación a un cierto camino espiritual concreto, realizada en forma asociada, es una gracia que no siempre quiere Dios conceder a todos. Los religiosos sí que pueden obligarse en conciencia al cumplimiento de una regla bien determinante, pues habiendo «dejado el mundo», es decir, estando plenamente descondicionados de trabajos, familia y ambiente social, pueden constituir libremente entre sí, con la gracia de Dios y sin especiales problemas, un medio homogéneo de vida, en el que coinciden tanto en los fines como en los medios. Pero los laicos, viviendo normalmente al interior de una familia, y viéndose en unas situaciones sociales y labores, que en buena parte les vienen impuestas y escapan a su dominio, experimentan para esto con frecuencia dificultades especiales.
-6. Una regla individual de vida, obligatoria en conciencia, será en cambio muchas veces posible y aconsejable para el laico. Por lo demás, siendo personal, será siempre una regla revisable, si así lo requieren los cambios individuales o circunstanciales, o si así lo aconsejara el director espiritual.
Obligatoria en conciencia. Del contenido de esta expresión, que he utilizado varias veces, trataré en el próximo capítulo.
Por la regla de vida se establece una alianza con Dios
Cuando, por gracia divina, un cristiano profesa una cierta regla de vida religiosa o laical, establece con Dios una alianza personal. Según el lado visible de esa alianza, el cristiano se obliga en conciencia a la práctica de ciertas obras buenas. Pero el lado más importante de la alianza es invisible: es, si así puede decirse, el compromiso que Dios adquiere para asistir al cristiano en el cumplimiento de esa regla de vida que Él, por su gracia, le ha concedido profesar.
Y toda alianza debe ser guardada con fidelidad. Las obras en ella acordadas entre Dios y el hombre deben ser hechas con obstinada constancia, sean cuales fueren las ganas que el cristiano sienta o las circunstancias de cada momento. Son obras acerca de las cuales el cristiano normalmente no debe ejercitar discernimientos particulares; simplemente, debe hacerlas, pues la misma alianza le asegura que Dios quiere moverle a ellas por su gracia. Solamente si, en un momento determinado, mandan otra cosa la caridad, la prudencia o la obediencia, deberá omitir toda o parte de la obra acordada.
Y por otra parte, cuando un cristiano religioso o laico profesa una regla común de vida espiritual, establece también una alianza con otros hermanos, que han recibido de Dios también la misma gracia de profesarla. En adelante, por amorosa providencia de Dios, unos y otros se ayudarán a recorrer el mismo camino. Y también aquí la gracia asume la naturaleza, pues es natural al hombre, aunque no necesario, recorrer su camino acompañado y ayudado por otros.
La victoria sobre los tres enemigos
La semilla divina de las buenas intenciones, según enseña el Señor, puede quedar infecunda en el corazón del hombre por la flaqueza de su carne, que es voluble e inconstante, y cede fácilmente ante las dificultades (lo sembrado en tierra pedregosa); por las incesantes fascinaciones del mundo, asuntos propios, seducciones, riquezas (lo sembrado entre espinas); o por la acción del Maligno, que arrebata, como un pájaro perverso, la semilla celeste (lo sembrado en el camino) (Mt 13, 1-23).
Pues bien, el cristiano se sujeta a un plan de vida o a una regla, con la gracia de Dios, para poder vencer mejor a sus tres enemigos:
—1. Para librarse de la carne. Quisiera el cristiano, por ejemplo, entregar a Dios diariamente en la oración una hora de las veinticuatro que Él le da con amor cada día. Pero si no está guiado en esto por una norma, consciente y libremente asumida en su momento, si cada vez que va a la oración ha de formular un discernimiento justo en la fe, y ha de impulsar en la caridad un acto volitivo que le lleve a ella y en ella le mantenga, será muy difícil que guarde con fidelidad constante su buen propósito. Una y otra vez fallará el discernimiento de su mente y desfallecerá así el esfuerzo de su voluntad. Un día se dirá «hoy me viene muy mal»; otro decidirá «ahora no, porque estoy muy cansado; después», pero después surgirá otra cosa que lo hará imposible, etc. Y así una y otra vez. «El espíritu está pronto, pero la carne es flaca» (Mt 26, 41). La debilidad de nuestro amor se ve confortada no poco por la fidelidad a la ley.
-Los sacerdotes, por ejemplo, que estamos obligados al rezo de las Horas en conciencia, vamos a ellas sin mayores esfuerzos de discernimiento y decisión: nuestra conciencia impulsa una y otra vez esa oración bajo el imperativo directo de una gracia claramente entendida: «debo rezar esta Hora» -Dios lo quiere, Dios ciertamente me lo quiere dar-. Tiene que haber serias causas, que no se dan muchas veces, para que en un momento dado hayamos de pensar lo contrario, y renunciemos al rezo de una Hora. Y así se afirma en nuestra vida una costumbre, mejor, un hábito virtuoso, una virtud, que nos facilita alabar al Señor cada día, y cada día interceder por los hombres. ¿Qué sería en nosotros de las Horas litúrgicas si el rezo de cada Hora quedara condicionado en cada ocasión al discernimiento o al impulso devocional del momento?
-Y los religiosos, del mismo modo, están obligados también a la oración privada y litúrgica, de tal modo que, cuando llega la hora, van a la oración con ganas o sin ellas, lo mismo si durmieron bien o si tuvieron insomnio, sin discernimientos previos innecesarios. Van porque tienen claro que deben ir; mejor aún, van porque saben que Dios, por la alianza de la regla, les quiere dar su gracia para realizar, en compañía de su hermanos, esa buena obra que la regla prescribe.
-¿Y los laicos? ¿No querrá Dios fomentar la oración en la vida de los laicos cristianos mediante compromisos análogos, aunque no idénticos? Es tan grande el desgaste energético de la voluntad, valga la expresión, para ir impulsando en cada ocasión, aquí y ahora, una obra buena, que muchas veces queda ésta sin realizarse, paralizada por discernimientos falsos o demorada a otra ocasión, que no llegará a darse. La norma de vida, por el contrario, da a las buenas obras un impulso sostenido, el propio de la virtud, que es un hábito bueno. Por eso, mientras el cristiano no logre para la oración, la lectura espiritual, la misa y la confesión frecuente, etc. un estatuto volitivo tan firme y estable como el que le asiste para ir a trabajar, a comer o a dormir, las prácticas religiosas de su vida espiritual serán normalmente escasas, intermitentes, crónicamente insuficientes.
Esos ejercicios de la vida interior, la más profunda y explícitamente arraigada en Dios, serán siempre el pariente pobre en el conjunto de los asuntos de su vida, y cualquier otra cosa será suficiente para desplazarla. Parece entonces como si todas las cosas del mundo secular -trabajo, comida, sueño, diversión- tuvieran un derecho indiscutible en la vida de los laicos; en tanto que las cosas más vinculadas a Dios sólo con el permiso de todas las demás cosas profanas pudieran lograr un espacio eventual, vergonzante, normalmente escaso -muy medido- y siempre amenazado. Y ésa es una miseria que mantiene a muchos cristianos seglares, año tras año, en una crónica mediocridad.
—2. Para librarse del mundo. Un camino de vida ha de orientar permanentemente la existencia del cristiano a la luz de la fe y de la caridad. Este camino, que se ha trazado, partiendo de la experiencia, en una hora de especial lucidez espiritual, ha de ser defendido de las innumerables llamadas del mundo, muchas veces fascinantes y sumamente persuasivas, que invitan a dejar el camino -¡por una vez, al menos!, que en realidad serán muchas-, y a caminar por otras direcciones. Es así como la fidelidad al camino trazado en Cristo no solamente conforta la debilidad de la carne, sino también libera de la esclavitud embrutecedora del mundo.
—3. Para liberarse del demonio. Éste, «padre de la mentira» (Jn 8, 44), separa de Dios a los cristianos sirviéndose normalmente de la complicidad de la carne y del mundo. Por eso, si una norma de vida, personal o comunitaria, nos ayuda a vencer carne y mundo, nos ayuda también a vencer las insidias continuas del demonio.
Planes y reglas de vida personales o comunitarios
-Cada uno haga en estas cosas lo que Dios le dé hacer, no más, ni menos, ni otra cosa. Si Dios le da comprometerse solamente a una o dos obras fundamentales, bien está. Mejor aún, en principio, si le concede vivir según un plan completo de vida, o incluso si el don de Dios le lleva a ajustarse con voto a una regla. Todas estas alternativas y otras posibles son buenas, y se trata únicamente de hacer lo que Dios quiera para cada persona. «Cada uno ande según el Señor le dio y le llamó» (1 Cor 7, 17; 20. 24).
-Trácese el plan o regla personal de vida en la hora de mayor luz espiritual, en unos Ejercicios espirituales, después de mucha oración, tratando del tema con el director espiritual. Y una vez trazado el camino, sígase después siempre con toda fidelidad, especialmente cuando se camina con poca luz, y más aún cuando llega la hora diabólica y «el poder de las tinieblas» (Lc 22, 53). Entonces es justamente cuando perseverar en el camino que Dios nos dio muestra todo su valor espiritual. Caminamos a oscuras, guardando la dirección establecida en la hora de luz.
-Si un conjunto de cristianos laicos es bastante heterogéneo, no pretenda vivir según una norma común bien determinada, pues lo que a unos conviene a otros les perjudica. Siga cada uno un camino, eso sí, pero que sea el propio. Y si a pesar de todo pretenden caminar juntos, oblíguense solamente a ciertas obras comunes, pocas y de segura aceptación unánime: el rezo del Rosario, por ejemplo, los Ejercicios anuales, etc.
-Una norma de vida ofrece ciertas ventajas y desventajas según sea personal o comunitaria. Y habrá que evaluar esto con prudencia en cada caso. Si es personal, puede ser más concreta y determinante, y ajustarse más a la condición de la persona y a su gracia peculiar. Si es común, habrá de ser más amplia y general, pero su seguimiento favorece la unión fraterna de caridad, facilita las mutuas ayudas, y hace posible ciertas actividades, quizá muy valiosas, que de otro modo apenas serían viables.
-En todo caso, suelen convenir a los laicos normas de vida bien sencillas, de pocos y fundamentales preceptos. Ésta ha sido siempre la tradición evangélica y eclesial, como ya he señalado antes. «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros [los apóstoles] no imponeros ninguna carga más, fuera de éstas que son necesarias» (Hch 15, 28). Desde luego, un grupo de laicos muy homogéneo puede darse con provecho espiritual una ley de numerosos preceptos. Pero aún entonces tengan cuidado, y no olviden que todas las personas son distintas, y que cada una tiene su gracia peculiar.
Siendo ésta la verdad, ¿cómo un conjunto de personas, por homogéneo que sea, pero integrado por personas tan diversas, se atreverá a darse una ley única, bien minuciosa y determinada?... Basta, además, con asegurar en la vida de los cristianos unos cuantos aspectos fundamentales de la vida espiritual, para que todos los demás se vean fortalecidos y reorientados hacia la santificación.
-Para que convenga sujetar a ley alguna obra de la vida cristiana han de darse estas condiciones, tanto se si trata de una norma personal o de otra comunitaria: 1.- que la experiencia muestre con claridad que sin la ayuda de la ley esa obra no se realiza con una constancia aceptable; 2.- que esa obra sea realmente importante para el crecimiento de la vida espiritual; 3.- que se espere con prudencia espiritual que Dios querrá conceder esa obra a la persona o al grupo; 4.- que haya alguna experiencia, propia o ajena, de que esa ley suele favorecer la realización en el Espíritu de tal obra.
En ocasiones una persona decidirá profesar una regla comunitaria no atendiendo tanto a su propio bien espiritual -pues quizá no vea en esa norma de vida especiales ayudas para ella-, sino al bien de otras personas que sí necesitan ayudarse con esa ley común.
Comprometerse personal o comunitariamente, por ejemplo, al rezo de algunas Horas litúrgicas o a la donación de un cierto diezmo, reúne sin duda, al menos en algunos casos, esas cuatro condiciones.
Fidelidad y flexibilidad
-Fidelidad. La fidelidad a la norma conduce a la plenitud del amor y del espíritu. Cumpliendo una norma fielmente, el cristiano descubre una nueva facilidad y seguridad para ejercitarse con sorprendente constancia en obras que, sin norma, durante años había intentado practicar sin conseguirlo. Ya he insistido suficientemente en ello. En efecto, la fidelidad a una norma de vida -que se ha adoptado como querida por Dios- produce grandísimos frutos de paz, perseverancia y fecundidad espiritual y apostólica, pues está hecha de humildad, de abnegación y de caridad. Un cristiano, es verdad, no puede mantenerse fiel a una práctica espiritual si no ejercita mucho, y a veces con heroísmo, la humildad -sin ésta, pronto se sacude la norma, pensando que, después de todo, no le es tan necesaria-, la abnegación de sí mismo, y la caridad a Dios y a los hermanos.
Como es obvio, una cierta disciplina de vida ayuda con tal de que se ponga un gran empeño en cumplirla fielmente. Por eso, según los casos, cuando en la vida concreta de un laico van siendo más frecuentes las excepciones a la norma que las observancias, habrá que pensar si no le convendrá dejar de atenerse a esa ley personal o, a veces, si es comunitaria, abandonar la asociación. Otras veces, en cambio, lo que deberá hacer es convertirse y volver a la fidelidad de la observancia. Un incumplimiento habitual de la norma es intolerable, pues trae muchos males. Por eso, en lo que se refiere a las carmelitas, Santa Teresa manda que se cambie a la priora y se dispersen las monjas en diversos conventos, si en esto de no guardar la Regla «hubiese ya costumbre -lo que Dios no quiera-» (Visitas 23).
-Flexibilidad. Aunque el laico esté sujeto con toda voluntad a un plan de vida personal o incluso a una regla de vida, es evidente que, por las condiciones cambiantes de su existencia secular, no siempre podrá observar las normas concretas por las que quiere regir su vida. Un día irá de viaje, otro día tendrá que estar pendiente de un enfermo o le reclaman de su lugar de trabajo, en ocasiones habrá de plegarse por caridad -¡y por prudencia!- a las exigencias del cónyuge, más o menos razonables... Así las cosas, es claro que un apego inflexible a la norma sería algo carnal, no procedente del Espíritu Santo. Sería buscar más la propia justificación en las obras, que en la fe, la confianza y el amor. Podría equivaler, efectivamente, a una judaización del cristianismo, en la que se olvidara que «Cristo nos redimió de la maldición de la ley» (Gál 3, 13). Esta tentación, es cierto, queda muy lejos del espíritu de época hoy predominante; pero debe ser conocida.
Quienes viven en la gracia de Cristo, deben guardar fidelidad a las normas de la Iglesia o a las que ellos mismos han profesado por iniciativa propia, pero deben hacerlo siempre con la peculiar «libertad de los hijos de Dios» (Rm 8, 21). Desde el bautismo, participamos ya del señorío de nuestro Señor Jesucristo, y a Él le ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Por eso, si los cristianos nos acogemos humildemente a la observancia de leyes y normas de vida, no por eso hemos de olvidar que nuestra ley suprema es la docilidad al Espíritu Santo, que está por encima de todas las leyes, siendo al mismo tiempo Él quien las ha inspirado, suscitándolas como ayudas en nuestro camino de perfección.
Siempre la Iglesia ha enseñado que sus leyes positivas «no obligan con grave inconveniente (grave incommodo)». Y con más razón ha de decirse esto de otras normas personales o asociativas que puedan asumirse por iniciativa personal. Por eso los cristianos laicos, en conciencia, deberán suspender la observancia de un precepto positivo, siempre que ello venga aconsejado 1.- por la caridad, 2.- por la obediencia, o 3.- por la prudencia; o que por las circunstancias 4.- venga a hacerse imposible. «Nadie está obligado a lo imposible (ad impossibilia nemo tenetur)».
«En todo es muy necesario discreción», dice Santa Teresa una y otra vez (Vida 19, 13; 11, 16; 13, 1; 29, 9). Y esa discrecionalidad en lo referente a las normas de vida ha de darse, sin duda, con mucha más frecuencia en la vida seglar que en la de los religiosos. Si éstos, en el caso de una observancia especialmente difícil, se atienen al juicio del superior, que puede dar la dispensa prudente de la norma, de modo semejante, los laicos pueden ser dispensados por su confesor o director espiritual, o en el caso concreto, por ellos mismos. Y aunque no sea para ellos estrictamente necesaria esta consulta, puede ser aconsejable en determinadas circunstancias personales. En todo caso, el cristiano religioso o laico habrá de mantenerse siempre atento al Espíritu Santo, y sólo a su luz podrá discernir con verdad, sin trampas, cuándo es la hora de la fidelidad a la norma, aunque cueste mucho, y cuándo es la de una flexibilidad respecto de ella, aconsejada por la caridad, la obediencia y la prudencia, o impuesta por la imposibilidad.
Fidelidad a la norma y santo abandono
Algunos cristianos recelan sujetar sus vidas a unas normas, temiendo que eso disminuya en ellos el santo abandono a la acción del Espíritu Santo. «El espíritu sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo nacido del Espíritu» (Jn 3, 8).
Sin embargo, ya desde San Francisco de Sales, la espiritualidad providencial del santo abandono se ha formulado siempre en forma binaria: fidelidad y abandono. Es significativo, en este sentido, el título de la obra del P. Réginald Garrigou-Lagrange, La Providence et la confiance en Dieu: fidélité et abandon (1953). En efecto, lejos de haber contraposición alguna entre fidelidad y abandono, ambas actitudes se complementan, buscando siempre lo mismo: conocer y realizar la voluntad de Dios, que es lo único necesario.
La fidelidad a lo que Dios quiere nos lleva a adherirnos cada día, nos agrade o nos duela, a la voluntad de Dios, claramente significada en sus mandamientos, en los preceptos de la Iglesia o en aquellas normas que Él nos ha concedido adoptar, individual o comunitariamente, para el más libre y constante crecimiento de nuestra vida espiritual.
El abandono a lo que Dios quiera nos lleva, a su vez, a adherirnos a esa voluntad de la divina Providencia, que día a día se nos va manifestando en las circunstancias cambiantes de nuestra vida. Si el plan o regla de vida es sin duda un camino divino, también éste constituye ciertamente un camino diario misterioso, por el cual Dios, a través de las pequeñas cosas de la vida nos va conduciendo, si nos dejamos llevar, por donde su amor dispone.
No hay contrariedad alguna entre fidelidad y abandono. Por ejemplo, el pleno y absoluto abandono de San Claudio La Colombière al libre beneplácito de la divina Providencia jamás dificultó en él su extrema fidelidad a las reglas de la Compañía de Jesús.
Modificación de las normas
Las Reglas comunitarias de vida no deben modificarse fácilmente, pues ellas conducen a muchas personas. Sólo por graves razones y en los modos convenientes -en un capítulo, en una asamblea- podrán ser modificadas.
Pero los planes o reglas de vida personales sí deben a veces modificarse, a medida que se desarrolla la persona espiritualmente, o si cambian las circunstancias de su vida. También los vestidos de una persona deben ir haciéndose nuevos en las diversas fases de su crecimiento.
Téngase en cuenta en esto que las normas exigen siempre deberes mínimos -ir a misa tres veces por semana, al menos-, y por eso mismo, en la medida en que Dios va dando el crecimiento espiritual, deben ser modificadas y llevadas a más -ir a misa todos los días-. De otro modo, la sujeción a ciertos planes o reglas de vida espiritual llevaría en sí el peligro de frenar el crecimiento, cuando en realidad se han dispuesto solamente para estimularlo.
Andar sin camino
Es indudable que el cristiano carnal suele sentir repugnancia a sujetar su vida a normas, y ve con recelo todo lo que sea plan o regla de vida, por muy modificables que sean. Él prefiere vivir con «más libertad» (?), haciendo nacer sus obras buenas una a una, según su ánimo y el momento. Es la tentación más común.
Pero también existe la tentación contraria. Es indudable que el cristiano carnal tiende a apoyarse en sí mismo, procura controlar su propia vida espiritual, y pretende -con la mejor voluntad (?)- avanzar en ella según sus propias ideas sobre la vida cristiana y según su temperamento personal. En vez de perderse de sí mismo, dejándose conducir por Dios, muchas veces a ciegas, a él le gusta caminar con mapa, por un camino claro y previsible. Pues bien, también esta tentación debe ser conocida por aquellos que pretenden ayudar su espíritu con ciertas leyes personales o comunitarias.
Conviene, pues, saber en esto que algunas veces dispone Dios que ciertos hijos suyos vayan conducidos día a día por su mano, sin un camino bien trazado, en completa disponibilidad a su gracia providente, lo que implica un despojamiento personal no pequeño. Quizá estos cristianos pretenden clarificar y asegurar sus vidas encauzándolas por ciertos caminos bien determinados. Pero si eso no está de Dios, al menos por ahora, y ellos son realmente de los que «obran la verdad» (Jn 3, 21), acabarán por entender y aceptar que el Señor no quiere para ellos camino cierto, al menos por ahora, y que pretenderlo, asumiendo, por ejemplo, un buen conjunto de normas, sería contrariar su bendita voluntad. ¡Qué más querrían que tener un camino bien trazado! Pero Dios no se los da. Sólo tienen a Cristo, que les dice: «yo mismo soy cada día vuestro Camino. ¿No os basto?».
Quédense, pues, estos cristianos con los diez mandamientos de Dios y los cinco de la Iglesia, y busquen con toda su alma la perfección evangélica, dejándose llevar por Dios, y no pretendan tomar sobre sí otras normas positivas más concretas, que a ellos no les serían ayuda sino estorbo.
P. José María Iraburu
4. Regla de vida
Hemos recordado antes cómo los religiosos, para mantener toda su vida orientada hacia Dios por el amor, se ayudan con una Regla de vida; en tanto que los laicos, por un cierto desorden hasta cierto punto inevitable de sus vidas, suelen verse desprovistos de este auxilio providencial. Pues bien, consideremos ahora en qué medida es aconsejable que los laicos se ayuden también con algún plan o regla de vida.
Es natural atenerse a una regla
Cuando un hombre pretende algo con verdadero interés —estudiar una carrera, aprender un idioma, ejercitarse en un deporte, sacar adelante un oficio o una profesión laboral, etc.—, en seguida sujeta su vida a regla en esa dirección: adquiere y ordena los medios que sean necesarios, organiza un horario, asegurando bien la protección diaria de ciertos tiempos, y se fija un calendario, de tal modo que su empeño cobre así estabilidad y constancia, y no se vea abandonado a las ganas personales, tan cambiantes, o a las circunstancias exteriores, más cambiantes todavía. De otro modo, es evidente, no saldrá adelante con su intento. Una persona, por ejemplo, que quiera aprender a tocar la guitarra, y en ratos sueltos, cuando no tiene otra cosa que hacer o cuando le viene en gana, se entretiene en rasguear sus cuerdas, nunca aprenderá a tocar decentemente ese instrumento. Para ello habría de dedicarse con más constancia y regularidad.
Pues bien, la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona y la eleva. Sin duda «es Dios quien da el crecimiento» espiritual (1 Cor 3, 7), por medio de la gracia divina. Pero la acción de la gracia no prescinde de los modos propios de ejercitarse la naturaleza humana, sino que, por el contrario, los suscita, los perfecciona y eleva. Hay gracias, ya lo sabemos, que Dios da al hombre en la vida mística al «modo divino», sin que éste colabore a ellas activamente, es decir, ejercitándose en ellas según sus modos naturales propios, con su pensamiento y voluntad. Pero en la fase ascética del camino de la perfección, que es en la que se halla la mayoría de los cristianos, el modo normal por el que Dios actúa en la persona es el «modo humano», en el que la gracia sobrenatural suscita la actividad del entendimiento (por la fe) y de la voluntad (por la caridad) en sus modos propios de ejercicio.
Según esto, no parece excesivo concluir que no pretenden seriamente la perfección evangélica aquellos cristianos que no se sujetan a una cierta disciplina, es decir, que no dan al intento de su voluntad la ayuda de un cierto plan o regla de vida.
Andando sin camino
Es posible, desde luego, que una persona vaya andando hacia una ciudad sin sujetarse a camino alguno. Pero el intento le resultará mucho más lento, y sumamente fatigoso, pues con frecuencia habrá de atravesar por barrancos, lugares cercados, zonas pantanosas y bosques. Es muy probable que se extravíe más de una vez, que dé muchos rodeos innecesarios, que se pierda totalmente, o que incluso acabe por seguir caminando, pero ya sin intentar mantener una orientación continua hacia la meta que en un principio pretendía.
En la vida espiritual, éstos son los cristianos que rezan de vez en cuando, más o menos, según cómo se sienten, según vaya su devoción. La frecuencia de sus confesiones es muy cambiante, pues depende sobre todo de las circunstancias. Dan limosnas o ejercitan su caridad hacia el prójimo, pero normalmente en respuesta ocasional a los estímulos que eventualmente reciben, cuando los reciben. Quizá leen un libro espiritual, si alguien se lo recomienda con entusiasmo, pero pueden pasar luego meses sin que apenas lean ningún escrito cristiano...
Al paso de los días, las ganas (la carne) y las circunstancias (el mundo) -y con ellas la acción callada del Maligno-, irán dejando sin fruto las semillas preciosas sembradas por la Palabra divina en el corazón de estos cristianos (Mt 13, 1-23). A los que así van se les puede asegurar que, si no cambian, ciertamente no llegarán a la santidad.
Esta situación de anomía (anomía, es decir, sin norma, anomos), llevada al extremo, equivale ya simplemente a una vida de pecado, es decir, a una vida frecuentemente desviada de su orientación de amor hacia Dios (Rom 2, 12). Y de ahí es, precisamente, de donde ha de salir todo cristiano, si quiere reorientar y convertir toda su vida hacia Dios.
En efecto, «mientras fuimos niños vivíamos en servidumbre, bajo los elementos del mundo» (Gál 4, 3), o por decirlo de otro modo, a merced de las ganas y circunstancias cambiantes. «Hubo un tiempo -dice San Pablo- en que estábais muertos por vuestros delitos y pecados, cuando seguíais la corriente del mundo presente, bajo el príncipe que manda en esta zona inferior, el espíritu que ahora actúa contra Dios en los rebeldes [el demonio]. Antes procedíamos también nosotros así, siguiendo los deseos de la carne, obedeciendo los impulsos de la carne y de la imaginación. Y naturalmente estábamos destinados a la reprobación, como los demás» (Ef 2, 1-3).
Conviene andar por un camino
Por el contrario, cuando se anda por un camino, se consigue, con mucho menos esfuerzo mental, volitivo y físico, un avance incomparablemente más rápido y seguro. Y si son varios los que andan juntos por el mismo camino, unos se animan a otros, ayudándose mutuamente, y también el camino les ayuda a mantenerse unidos y a acrecentar esa unidad amistosa. Tanto facilita un camino el avance del caminante, que suele decirse: «Este camino lleva a tal lugar».
Pues bien, si todos los cristianos hemos de realizar un Éxodo espiritual, saliendo del mundo -Egipto-, y atravesando el Desierto, hacia la Tierra Prometida -es decir, saliendo del pecado a la gracia, y avanzando hacia la perfecta santidad-, en esa travesía una norma de vida será para nosotros como un camino, que facilite nuestro progreso y asegure siempre la dirección.
Todo esto es, realmente, bastante obvio, tanto en la consideración teórica como en la comprobación práctica de la experiencia. ¿Por qué hoy, sin embargo, al menos en las naciones ricas descristianizadas, se comprueba la existencia de una aversión generalizada a toda ley que ayude la vida del espíritu? Se trata, sin duda, de una enfermedad de época, cuyos orígenes más definidos podrían hallarse en el luteranismo y el liberalismo.
La alergia luterana a la ley
Puede decirse que, en el siglo XVI, es Lutero quien introduce en la Iglesia el odio a la ley, tanto en los teólogos, como en el pueblo que se sujeta a su influjo. Según su doctrina, existe entre la Ley religiosa y el Evangelio de Cristo un abismo infranqueable, pues justamente «para que fuésemos libres, Cristo nos libró de la maldición de la ley» (Gál 3, 13). La Ley es judía, pertenece al Antiguo Testamento, y nada puede hacer para salvarnos. El Evangelio, en cambio, es la gracia, que nos libera del pecado por la pura fe en Jesús. Hay entre Ley y Espíritu un antagonismo irreconciliable: sencillamente, donde está operante la constricción externa de la Ley, está ausente la acción interior del Espíritu. En efecto, la Ley espera la salvación del cumplimiento de unas ciertas obras por ella prescritas, y hace que el hombre ponga en éstas su esperanza; pero la salvación no es por las obras, sino puramente por la fe en Cristo Salvador: es decir, por pura gracia. Por tanto, la ley eclesial -en cualquiera de sus formas: normas eclesiásticas, generalmente conciliares, que regulen la vida del clero o de los laicos, o Reglas religiosas de vida perfecta- es algo abominable, es una judaización del cristianismo, una falsificación perversa del mismo.
Otros protestantes clásicos -Melanchton, Calvino- o modernos -Barth- no acompañaron a Lutero en ese radicalismo anómico. Pero ya desde entonces el espíritu de la anomía quedó inoculado, si no como tesis, al menos como tentación e inclinación, en el cuerpo eclesial de las antiguas naciones cristianas. De hecho, como es sabido, allí donde arraigó el luteranismo, desapareció la vida religiosa sujeta a Reglas y votos.
La alergia liberal a la ley
La Ilustración del siglo XVIII y el Liberalismo del XIX agudizan la aversión a la ley, enfatizando ahora la autonomía subjetivista del hombre, que sólo en sí mismo ha de hallar su norma de vida. Éstos son ya planteamientos de orientación en el fondo atea, muy diversos de los luteranos, pero que, de hecho, difunden más y más en el antiguo Occidente cristiano un cierto espíritu semejante, que desprecia e incluso odia toda sujeción a ley.
Si el hombre ha de crecer en forma auténtica, ha de verse libre de toda norma fija objetiva, que limite y condicione su desarrollo. Ha de estar siempre disponible a nuevas y muchas veces imprevisibles incitaciones de la vida. La libertad personal sólo puede adquirirse prescindiendo de las ataduras de cualquier regla o atadura de compromiso perpetuo. No tiene sentido, más aún, es una agresión a la dignidad del hombre, todo compromiso definitivo -el matrimonio para siempre, los votos religiosos o los compromisos sacerdotales, entendidos como ataduras insoltables-. La persona únicamente debe ser fiel a sí misma, no a normas exteriores, que pretenden aprisionar su vida y su conducta. Según esto, si en el planteamiento cristiano todo el desarrollo perfectivo del hombre ha de fundamentarse en la verdad -«santifícalos en la verdad» (Jn 17, 17); «la verdad os hará libres» (8, 32)-, en este planteamiento del liberalismo la verdad se ve cambiada por el valor supremo de la autenticidad. Y un hombre es auténtico en la medida en que obra por sí mismo (autós, uno mismo). Ésta es la atmósfera espiritual que necesariamente envuelve a todo hombre que vive en el siglo XX.
La difusión de este error -de este mal espíritu- ha sido tan grande, sobre todo en los últimos decenios, que una buena parte del pueblo cristiano se ha visto inficcionado. Entre aquellos cristianos, incluso, que de verdad tienden a la perfección, se da con frecuencia una clara repugnancia para obligarse a una cierta disciplina de vida, que tanto podría contribuir a liberar en ellos su caridad, haciéndoles superar las trabas que aún les sujetan en alguna medida a carne, mundo y demonio. Es indudable también que la agudísima carencia actual de vocaciones religiosas se explica en buena parte por esta aversión a sujetar y orientar la propia vida en el Espíritu con la ayuda de una Ley. Y a muchos religiosos actuales, por su parte, les cuesta mucho -no sólo volitiva, sino también mentalmente- buscar la perfección a través de la observancia fiel y cuidadosa de una Regla -y en la obediencia a un superior-.
Pues bien, de modo semejante, hoy es patente en muchos laicos, incluso en los mejores, una cierta aversión instintiva a toda manera de regular su vida con normas que prescriban ciertas obras -o a sujetarla sinceramente a la guía de un director espiritual-. Estamos pues, evidentemente, ante un mal de siècle, hecho sobre todo de soberbia, y al que sólo escapan completamente unos pocos cristianos: aquellos que están más sujetos al Espíritu Santo, aquellos que de verdad buscan con todas sus fuerzas la santidad, aquellos que quieren sobre todas las cosas morir del todo a sí mismos, para vivir plenamente de Cristo.
El amor católico a la ley
El error consiste muchas veces en no conciliar extremos aparentemente contrapuestos. Lutero, ante los binomios gracia/libertad, fe/obras, justicia/misericordia, etc., renuncia a un extremo, y afirma solamente el otro. Y concretamente, como hemos visto, en el tema ley/gracia, él suprime la ley y afirma la gracia. Pero la verdad de Dios se halla en el misterio de la Iglesia Católica, que, enseñada siempre por el Espíritu Santo, afirma juntamente gracia-libertad, fe-obras, justicia-misericordia, ley-espíritu. Ella sabe, en cuanto al tema que nos ocupa, que Cristo no ha venido «para abrogar la Ley, sino para consumarla» (Mt 5, 17). Y por eso da a sus hijos ley y gracia: no les da sólo ley, pero tampoco sola gratia.
La Iglesia, efectivamente, desde sus primeros Concilios, ha sido siempre consciente del poder que Cristo le ha dado de «atar y desatar» (Mt 16, 19; 18, 18), y ha reconocido, como dice el Vaticano II, que tiene «el sagrado derecho, y ante Dios el deber, de legislar sobre sus súbditos» (LG 27a). Ella sabe muy bien que no hay contraposición entre ley y gracia, pues la ley eclesial es una gracia del Señor: es un camino, que Dios ofrece, para que por él anden sus hijos, bajo la moción de la gracia, con más seguridad, facilidad y prontitud. Y de igual modo, siempre la Iglesia católica, lo mismo en Oriente que en Occidente, ha prestado una indudable veneración hacia las Reglas de vida religiosa, viendo en ellas verdaderos caminos de perfección, y las ha bendecido, reconociendo así con su autoridad que quien ajusta a ellas su vida llegará ciertamente a la santidad.
Procede en esto la Iglesia como una madre en la educación de sus hijos. Una madre, por ejemplo, que quiere inculcar en su hijo la higiene, procura transmitirle el espíritu de la limpieza, que cuando el niño es muy pequeño no está en condiciones de entender. Por eso la madre, no espera a que su hijo tenga el espíritu de la higiene para que entonces se lave por espontáneo impulso, sino que desde el primer momento, antes incluso de que el niño posea ese espíritu, le obliga a cumplir ciertas leyes familiares de higiene. Y el hijo, sujetándose a las prácticas de higiene exigidas por esas normas familiares, va creciendo en el espíritu higiénico. Así llega un tiempo en el que la madre no tiene ya que recordarle al hijo las normas externas de la higiene, pues él mismo, ya humanamente crecido, se lava por la interior exigencia de su espíritu.
De modo semejante, la Santa Madre Iglesia Católica educa a sus hijos dándoles juntamente espíritu y ley, al menos en algunas cuestiones más fundamentales -la misa dominical, la confesión y comunión anual, las penitencias cuaresmales, etc.-. En el precepto eclesiástico de la misa dominical, por ejemplo, se educa a los cristianos para que vivan de la Eucaristía, dándoles no solamente espíritu (catequesis, predicación, ejemplo, etc.), sino también ley (obligación de la misa dominical: Código c. 1246-1247). De este modo, así como San Pablo dice de los judíos que «la Ley fue nuestro pedagogo para llevarnos a Cristo» (Gál 3, 24), así también para los cristianos cumple la ley una función pedagógica, que conduce a la plenitud del Espíritu. En efecto, en el pleno crecimiento espiritual, ya el cristiano sólo se mueve por amor, y no por ley: ya «para el justo no hay ley». Pero advirtamos que, precisamente, sólo la ley es cumplida con perfección cuando el cristiano vive ya de la plenitud del Espíritu. Su vida va entonces mucho más allá de las obras prescritas por la ley. El que posee plenamente, por ejemplo, el espíritu de la Eucaristía, no va a misa solamente los domingos -la ley siempre exige únicamente mínimos vitales-, sino todos los días que puede.
Según esto, la función de la ley va teniendo una importancia cada vez menor en las diversas edades espirituales del cristiano. Pero recordemos aquí que todos los santos, es decir, los cristianos más crecidos en el Espíritu, han dado siempre ejemplo de amor y veneración por las leyes y cánones de la Iglesia -«qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia», decía Santa Teresa (Vida 31, 4)-, y tratándose de santos religiosos, como en seguida veremos, han guardado observancia fidelísima de la Regla de su orden, y han encarecido su obediencia con todo entusiasmo. Y nunca han planteado enfrentamientos esquizoides entre ley y gracia, entre ley y amor, entre norma y Espíritu, pues han entendido que precisamente la fidelidad a las normas va conduciendo hacia la plenitud del Espíritu.
Los religiosos buscan la perfección sujetándose a una Regla
Desde que hacia el siglo IV comienza a organizarse la vida religiosa comunitaria, la Iglesia ha bendecido siempre las Reglas de vida por las que caminan los religiosos, asegurándoles así que su cumplimiento les ayuda a alcanzar la perfección de la caridad. Más aún, la Iglesia nunca ha aprobado como «camino de perfección» un movimiento que solamente diera espíritu, pero que no lo concretara por ciertas leyes, en unas exigencias estimulantes claramente prescritas, como obligación de conciencia.
La Iglesia sabe que en un río es agua y cauce. Lo más valioso y vivificante es el agua (el espíritu); pero ha querido siempre que esa agua discurra por un cauce bien concreto (la regla). Y si normalmente es la misma agua la que se forma su propio cauce, en todo caso no tendremos un río si no hay más que un cauce sin agua, o un agua dispersa sin cauce. Un río es agua que discurre por un cauce. Y la vida religiosa hace discurrir un espíritu determinado por un cauce cierto, en el que todos los que la profesan coinciden y avanzan.
Por otra parte, todos los santos fundadores han dado suma importancia a la virtualidad santificante de sus Reglas religiosas, y no las han considerado meras orientaciones aconsejables. Ellos sabían perfectamente que la perfección solamente está en la caridad, y que la Regla sólo impulsa obras mínimas; pero también creían que era imposible llegar a la perfección de la caridad sin guardar fidelísimamente la Regla profesada. Por otra parte, no han considerado que daba más o menos lo mismo que la Regla fuera así o de otro modo. Al contrario, han procurado con enorme empeño la aprobación eclesial de su Regla, tal como el Señor se la había inspirado, y han puesto sumo empeño en que no se modificaran por relajación, sino que se guardaran fielmente.
Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, insiste con sorprendente insistencia en que sus carmelitas guarden con absoluta fidelidad todas las normas de la Orden, que «no las han fundado los hombres... sino la mano poderosa de Dios» (Fundaciones 27, 11). Y muestra la Santa un celo sumamente enérgico para que en la fidelidad a las leyes del Carmelo reformado, que tanto ha costado establecer y que tan buenos frutos van dando, «en ninguna manera se consienta en nada relajación. Mirad que de muy pocas cosas se abre puerta para muy grandes, y que sin sentirlo se os irá entrando el mundo» (ib). Es significativo que la Santa hiciera muy poco antes de morir esta última exhortación: «Hijas mías y señoras mías, por amor de Dios les pido tengan gran cuenta con la guarda de la Regla y Constituciones, que si la guardan con la puntualidad que deben, no es menester otro milagro para canonizarlas» (Mª de S. Francisco).
En fin, baste con esto para que recordemos cómo los grandes espirituales cristianos han dado siempre una gran importancia a la observancia de ciertas reglas de vida, ordenadas todas ellas a conservar y llevar a plenitud la vida de la caridad, en la que consiste la santidad.
La regla de vida en los laicos
A la vista de lo anteriormente expuesto, podemos ya preguntarnos: si los religiosos no pueden buscar la perfección de la caridad sin la ayuda de una regla, a la que se obligan por unos votos, ¿podrán los laicos aspirar a la santidad sin ayudarse de cierto plan o regla de vida, al que de uno u otro modo se obligan en conciencia? Dejo para el próximo capítulo la segunda parte de esta cuestión, y atiendo ahora a la primera. Es una cuestión compleja, que, como veremos, no admite una respuesta única y simple.
Pero antes, una distinción de términos. Por plan de vida entiendo aquí un conjunto de propósitos, firmemente establecido por una o más personas, aunque revisable, no propiamente obligatorio en conciencia. Con el término regla de vida me refiero a un plan de vida al que la persona, sola o con otras, se obliga en conciencia, con promesa, voto u otras formas de compromiso. Y cuando hablo de vivir según normas, ajustándose a una disciplina, o empleando otras fórmulas equivalentes, me refiero indistintamente, como podrá apreciarse por el contexto, al plan o a la regla de vida.
-1. La Iglesia da a todos los laicos cristianos ciertas leyes, cuyo cumplimiento, por supuesto, es necesario para la perfección. Ya las he aludido antes. Versan sobre cuestiones de suma importancia -eucaristía, confesión, comunión, penitencia, antes diezmos, etc.-, y son llamativamente poco numerosas. Esto último se explica porque «la ley mira la generalidad», y es tal la diversidad de situaciones y de edades espirituales en los fieles laicos, que resulta prácticamente imposible establecer para todos ellos unas leyes que les sean espiritualmente favorables. Consiguientemente, la Iglesia se abstiene de hacerlo, y solamente legisla acerca de lo más imprescindible.
Incluso la Iglesia es consciente de que dar una ley universal no está exento de ciertos peligros, habiendo muchos cristianos carnales, sumamente incipientes. Puede dar ocasión, por ejemplo, a problemas innecesarios de conciencia o a cumplimientos sacrílegos. Viniendo a un caso bien grave: ¿está generalmente en condiciones de comulgar con fruto aquel cristiano que no comulgaría en todo un año si la Iglesia no se lo mandara?... Apunto sólo el problema.
-2. No parece imprescindible para la santificación de los laicos un camino de vida bien trazado. Si no, la Iglesia lo recomendaría vivamente, y no lo hace. No parece tampoco que todos los laicos puedan tenerlo, pues en no pocos casos su vida, inevitablemente, es completamente imprevisible. Sí será necesaria, en un sentido más general, una cierta ordenación de su vida, si de verdad han de tender a la perfección. El orden conduce a Dios («ordo ducit ad Deum», dice San Agustín). Ahora bien, esta ordenación no es sino una finalización de todos los aspectos de la vida hacia Dios, por amor y servicio; sin que implique necesariamente un conjunto de propósitos o de normas bien determinado.
-3. En todo caso, sin un cierto plan de vida no parece viable la búsqueda de la perfección. Aunque sea un plan muy elemental. Ya vimos que es natural a todo intento humano de importancia procurarlo con un cierto plan bien ordenado. O dicho en otras palabras: quien pretende sinceramente la santidad sujeta su vida a una disciplina adecuada a sus circunstancias personales, y no permite que el intento falle una y otra vez, en buena parte por estar abandonado a los discernimientos eventuales de cada ocasión. En la práctica, y dado lo que es el ser humano, muchas veces la búsqueda de la perfección quedará así a merced de su gana interior o de las circunstancias exteriores, cambiantes unas y otras de cada día.
-4. El laico ha de considerar el seguimiento de una regla de vida, a la que se obliga en conciencia, como un gran don de Dios, es decir, como algo sumamente aconsejable. Y aún más deseable, en principio, es que esa regla de vida sea seguida al mismo tiempo por varios laicos, unidos en un solo espíritu. De hecho, ya desde antiguo, terciarios, cofrades, penitentes, como también los miembros de los modernos movimientos o asociaciones de fieles, han protegido y estimulado su caridad ajustando su vida a ciertas reglas, comúnmente profesadas.
En efecto, la profesión fiel de una regla de vida da al laico -como al religioso- una constante orientación hacia la santidad, le facilita grandemente la realización de ciertas obras buenas, y le libra al mismo tiempo de muchos discernimientos aislados, que al haberse de realizar para cada acto, se ven con frecuencia sujetos al error, por atenerse de hecho a los cambiantes estados de ánimo o a las circunstancias. De este modo, obligarse en conciencia a una regla de vida puede ayudar notablemente al cristiano laico para vencer juntamente la debilidad de la carne, los condicionamientos adversos del mundo y los engaños del demonio. Volveré sobre todo esto.
-5. No siempre, sin embargo, será posible o aconsejable para un laico sujetarse en conciencia a una regla comunitaria de vida. Esta afiliación a un cierto camino espiritual concreto, realizada en forma asociada, es una gracia que no siempre quiere Dios conceder a todos. Los religiosos sí que pueden obligarse en conciencia al cumplimiento de una regla bien determinante, pues habiendo «dejado el mundo», es decir, estando plenamente descondicionados de trabajos, familia y ambiente social, pueden constituir libremente entre sí, con la gracia de Dios y sin especiales problemas, un medio homogéneo de vida, en el que coinciden tanto en los fines como en los medios. Pero los laicos, viviendo normalmente al interior de una familia, y viéndose en unas situaciones sociales y labores, que en buena parte les vienen impuestas y escapan a su dominio, experimentan para esto con frecuencia dificultades especiales.
-6. Una regla individual de vida, obligatoria en conciencia, será en cambio muchas veces posible y aconsejable para el laico. Por lo demás, siendo personal, será siempre una regla revisable, si así lo requieren los cambios individuales o circunstanciales, o si así lo aconsejara el director espiritual.
Obligatoria en conciencia. Del contenido de esta expresión, que he utilizado varias veces, trataré en el próximo capítulo.
Por la regla de vida se establece una alianza con Dios
Cuando, por gracia divina, un cristiano profesa una cierta regla de vida religiosa o laical, establece con Dios una alianza personal. Según el lado visible de esa alianza, el cristiano se obliga en conciencia a la práctica de ciertas obras buenas. Pero el lado más importante de la alianza es invisible: es, si así puede decirse, el compromiso que Dios adquiere para asistir al cristiano en el cumplimiento de esa regla de vida que Él, por su gracia, le ha concedido profesar.
Y toda alianza debe ser guardada con fidelidad. Las obras en ella acordadas entre Dios y el hombre deben ser hechas con obstinada constancia, sean cuales fueren las ganas que el cristiano sienta o las circunstancias de cada momento. Son obras acerca de las cuales el cristiano normalmente no debe ejercitar discernimientos particulares; simplemente, debe hacerlas, pues la misma alianza le asegura que Dios quiere moverle a ellas por su gracia. Solamente si, en un momento determinado, mandan otra cosa la caridad, la prudencia o la obediencia, deberá omitir toda o parte de la obra acordada.
Y por otra parte, cuando un cristiano religioso o laico profesa una regla común de vida espiritual, establece también una alianza con otros hermanos, que han recibido de Dios también la misma gracia de profesarla. En adelante, por amorosa providencia de Dios, unos y otros se ayudarán a recorrer el mismo camino. Y también aquí la gracia asume la naturaleza, pues es natural al hombre, aunque no necesario, recorrer su camino acompañado y ayudado por otros.
La victoria sobre los tres enemigos
La semilla divina de las buenas intenciones, según enseña el Señor, puede quedar infecunda en el corazón del hombre por la flaqueza de su carne, que es voluble e inconstante, y cede fácilmente ante las dificultades (lo sembrado en tierra pedregosa); por las incesantes fascinaciones del mundo, asuntos propios, seducciones, riquezas (lo sembrado entre espinas); o por la acción del Maligno, que arrebata, como un pájaro perverso, la semilla celeste (lo sembrado en el camino) (Mt 13, 1-23).
Pues bien, el cristiano se sujeta a un plan de vida o a una regla, con la gracia de Dios, para poder vencer mejor a sus tres enemigos:
—1. Para librarse de la carne. Quisiera el cristiano, por ejemplo, entregar a Dios diariamente en la oración una hora de las veinticuatro que Él le da con amor cada día. Pero si no está guiado en esto por una norma, consciente y libremente asumida en su momento, si cada vez que va a la oración ha de formular un discernimiento justo en la fe, y ha de impulsar en la caridad un acto volitivo que le lleve a ella y en ella le mantenga, será muy difícil que guarde con fidelidad constante su buen propósito. Una y otra vez fallará el discernimiento de su mente y desfallecerá así el esfuerzo de su voluntad. Un día se dirá «hoy me viene muy mal»; otro decidirá «ahora no, porque estoy muy cansado; después», pero después surgirá otra cosa que lo hará imposible, etc. Y así una y otra vez. «El espíritu está pronto, pero la carne es flaca» (Mt 26, 41). La debilidad de nuestro amor se ve confortada no poco por la fidelidad a la ley.
-Los sacerdotes, por ejemplo, que estamos obligados al rezo de las Horas en conciencia, vamos a ellas sin mayores esfuerzos de discernimiento y decisión: nuestra conciencia impulsa una y otra vez esa oración bajo el imperativo directo de una gracia claramente entendida: «debo rezar esta Hora» -Dios lo quiere, Dios ciertamente me lo quiere dar-. Tiene que haber serias causas, que no se dan muchas veces, para que en un momento dado hayamos de pensar lo contrario, y renunciemos al rezo de una Hora. Y así se afirma en nuestra vida una costumbre, mejor, un hábito virtuoso, una virtud, que nos facilita alabar al Señor cada día, y cada día interceder por los hombres. ¿Qué sería en nosotros de las Horas litúrgicas si el rezo de cada Hora quedara condicionado en cada ocasión al discernimiento o al impulso devocional del momento?
-Y los religiosos, del mismo modo, están obligados también a la oración privada y litúrgica, de tal modo que, cuando llega la hora, van a la oración con ganas o sin ellas, lo mismo si durmieron bien o si tuvieron insomnio, sin discernimientos previos innecesarios. Van porque tienen claro que deben ir; mejor aún, van porque saben que Dios, por la alianza de la regla, les quiere dar su gracia para realizar, en compañía de su hermanos, esa buena obra que la regla prescribe.
-¿Y los laicos? ¿No querrá Dios fomentar la oración en la vida de los laicos cristianos mediante compromisos análogos, aunque no idénticos? Es tan grande el desgaste energético de la voluntad, valga la expresión, para ir impulsando en cada ocasión, aquí y ahora, una obra buena, que muchas veces queda ésta sin realizarse, paralizada por discernimientos falsos o demorada a otra ocasión, que no llegará a darse. La norma de vida, por el contrario, da a las buenas obras un impulso sostenido, el propio de la virtud, que es un hábito bueno. Por eso, mientras el cristiano no logre para la oración, la lectura espiritual, la misa y la confesión frecuente, etc. un estatuto volitivo tan firme y estable como el que le asiste para ir a trabajar, a comer o a dormir, las prácticas religiosas de su vida espiritual serán normalmente escasas, intermitentes, crónicamente insuficientes.
Esos ejercicios de la vida interior, la más profunda y explícitamente arraigada en Dios, serán siempre el pariente pobre en el conjunto de los asuntos de su vida, y cualquier otra cosa será suficiente para desplazarla. Parece entonces como si todas las cosas del mundo secular -trabajo, comida, sueño, diversión- tuvieran un derecho indiscutible en la vida de los laicos; en tanto que las cosas más vinculadas a Dios sólo con el permiso de todas las demás cosas profanas pudieran lograr un espacio eventual, vergonzante, normalmente escaso -muy medido- y siempre amenazado. Y ésa es una miseria que mantiene a muchos cristianos seglares, año tras año, en una crónica mediocridad.
—2. Para librarse del mundo. Un camino de vida ha de orientar permanentemente la existencia del cristiano a la luz de la fe y de la caridad. Este camino, que se ha trazado, partiendo de la experiencia, en una hora de especial lucidez espiritual, ha de ser defendido de las innumerables llamadas del mundo, muchas veces fascinantes y sumamente persuasivas, que invitan a dejar el camino -¡por una vez, al menos!, que en realidad serán muchas-, y a caminar por otras direcciones. Es así como la fidelidad al camino trazado en Cristo no solamente conforta la debilidad de la carne, sino también libera de la esclavitud embrutecedora del mundo.
—3. Para liberarse del demonio. Éste, «padre de la mentira» (Jn 8, 44), separa de Dios a los cristianos sirviéndose normalmente de la complicidad de la carne y del mundo. Por eso, si una norma de vida, personal o comunitaria, nos ayuda a vencer carne y mundo, nos ayuda también a vencer las insidias continuas del demonio.
Planes y reglas de vida personales o comunitarios
-Cada uno haga en estas cosas lo que Dios le dé hacer, no más, ni menos, ni otra cosa. Si Dios le da comprometerse solamente a una o dos obras fundamentales, bien está. Mejor aún, en principio, si le concede vivir según un plan completo de vida, o incluso si el don de Dios le lleva a ajustarse con voto a una regla. Todas estas alternativas y otras posibles son buenas, y se trata únicamente de hacer lo que Dios quiera para cada persona. «Cada uno ande según el Señor le dio y le llamó» (1 Cor 7, 17; 20. 24).
-Trácese el plan o regla personal de vida en la hora de mayor luz espiritual, en unos Ejercicios espirituales, después de mucha oración, tratando del tema con el director espiritual. Y una vez trazado el camino, sígase después siempre con toda fidelidad, especialmente cuando se camina con poca luz, y más aún cuando llega la hora diabólica y «el poder de las tinieblas» (Lc 22, 53). Entonces es justamente cuando perseverar en el camino que Dios nos dio muestra todo su valor espiritual. Caminamos a oscuras, guardando la dirección establecida en la hora de luz.
-Si un conjunto de cristianos laicos es bastante heterogéneo, no pretenda vivir según una norma común bien determinada, pues lo que a unos conviene a otros les perjudica. Siga cada uno un camino, eso sí, pero que sea el propio. Y si a pesar de todo pretenden caminar juntos, oblíguense solamente a ciertas obras comunes, pocas y de segura aceptación unánime: el rezo del Rosario, por ejemplo, los Ejercicios anuales, etc.
-Una norma de vida ofrece ciertas ventajas y desventajas según sea personal o comunitaria. Y habrá que evaluar esto con prudencia en cada caso. Si es personal, puede ser más concreta y determinante, y ajustarse más a la condición de la persona y a su gracia peculiar. Si es común, habrá de ser más amplia y general, pero su seguimiento favorece la unión fraterna de caridad, facilita las mutuas ayudas, y hace posible ciertas actividades, quizá muy valiosas, que de otro modo apenas serían viables.
-En todo caso, suelen convenir a los laicos normas de vida bien sencillas, de pocos y fundamentales preceptos. Ésta ha sido siempre la tradición evangélica y eclesial, como ya he señalado antes. «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros [los apóstoles] no imponeros ninguna carga más, fuera de éstas que son necesarias» (Hch 15, 28). Desde luego, un grupo de laicos muy homogéneo puede darse con provecho espiritual una ley de numerosos preceptos. Pero aún entonces tengan cuidado, y no olviden que todas las personas son distintas, y que cada una tiene su gracia peculiar.
Siendo ésta la verdad, ¿cómo un conjunto de personas, por homogéneo que sea, pero integrado por personas tan diversas, se atreverá a darse una ley única, bien minuciosa y determinada?... Basta, además, con asegurar en la vida de los cristianos unos cuantos aspectos fundamentales de la vida espiritual, para que todos los demás se vean fortalecidos y reorientados hacia la santificación.
-Para que convenga sujetar a ley alguna obra de la vida cristiana han de darse estas condiciones, tanto se si trata de una norma personal o de otra comunitaria: 1.- que la experiencia muestre con claridad que sin la ayuda de la ley esa obra no se realiza con una constancia aceptable; 2.- que esa obra sea realmente importante para el crecimiento de la vida espiritual; 3.- que se espere con prudencia espiritual que Dios querrá conceder esa obra a la persona o al grupo; 4.- que haya alguna experiencia, propia o ajena, de que esa ley suele favorecer la realización en el Espíritu de tal obra.
En ocasiones una persona decidirá profesar una regla comunitaria no atendiendo tanto a su propio bien espiritual -pues quizá no vea en esa norma de vida especiales ayudas para ella-, sino al bien de otras personas que sí necesitan ayudarse con esa ley común.
Comprometerse personal o comunitariamente, por ejemplo, al rezo de algunas Horas litúrgicas o a la donación de un cierto diezmo, reúne sin duda, al menos en algunos casos, esas cuatro condiciones.
Fidelidad y flexibilidad
-Fidelidad. La fidelidad a la norma conduce a la plenitud del amor y del espíritu. Cumpliendo una norma fielmente, el cristiano descubre una nueva facilidad y seguridad para ejercitarse con sorprendente constancia en obras que, sin norma, durante años había intentado practicar sin conseguirlo. Ya he insistido suficientemente en ello. En efecto, la fidelidad a una norma de vida -que se ha adoptado como querida por Dios- produce grandísimos frutos de paz, perseverancia y fecundidad espiritual y apostólica, pues está hecha de humildad, de abnegación y de caridad. Un cristiano, es verdad, no puede mantenerse fiel a una práctica espiritual si no ejercita mucho, y a veces con heroísmo, la humildad -sin ésta, pronto se sacude la norma, pensando que, después de todo, no le es tan necesaria-, la abnegación de sí mismo, y la caridad a Dios y a los hermanos.
Como es obvio, una cierta disciplina de vida ayuda con tal de que se ponga un gran empeño en cumplirla fielmente. Por eso, según los casos, cuando en la vida concreta de un laico van siendo más frecuentes las excepciones a la norma que las observancias, habrá que pensar si no le convendrá dejar de atenerse a esa ley personal o, a veces, si es comunitaria, abandonar la asociación. Otras veces, en cambio, lo que deberá hacer es convertirse y volver a la fidelidad de la observancia. Un incumplimiento habitual de la norma es intolerable, pues trae muchos males. Por eso, en lo que se refiere a las carmelitas, Santa Teresa manda que se cambie a la priora y se dispersen las monjas en diversos conventos, si en esto de no guardar la Regla «hubiese ya costumbre -lo que Dios no quiera-» (Visitas 23).
-Flexibilidad. Aunque el laico esté sujeto con toda voluntad a un plan de vida personal o incluso a una regla de vida, es evidente que, por las condiciones cambiantes de su existencia secular, no siempre podrá observar las normas concretas por las que quiere regir su vida. Un día irá de viaje, otro día tendrá que estar pendiente de un enfermo o le reclaman de su lugar de trabajo, en ocasiones habrá de plegarse por caridad -¡y por prudencia!- a las exigencias del cónyuge, más o menos razonables... Así las cosas, es claro que un apego inflexible a la norma sería algo carnal, no procedente del Espíritu Santo. Sería buscar más la propia justificación en las obras, que en la fe, la confianza y el amor. Podría equivaler, efectivamente, a una judaización del cristianismo, en la que se olvidara que «Cristo nos redimió de la maldición de la ley» (Gál 3, 13). Esta tentación, es cierto, queda muy lejos del espíritu de época hoy predominante; pero debe ser conocida.
Quienes viven en la gracia de Cristo, deben guardar fidelidad a las normas de la Iglesia o a las que ellos mismos han profesado por iniciativa propia, pero deben hacerlo siempre con la peculiar «libertad de los hijos de Dios» (Rm 8, 21). Desde el bautismo, participamos ya del señorío de nuestro Señor Jesucristo, y a Él le ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Por eso, si los cristianos nos acogemos humildemente a la observancia de leyes y normas de vida, no por eso hemos de olvidar que nuestra ley suprema es la docilidad al Espíritu Santo, que está por encima de todas las leyes, siendo al mismo tiempo Él quien las ha inspirado, suscitándolas como ayudas en nuestro camino de perfección.
Siempre la Iglesia ha enseñado que sus leyes positivas «no obligan con grave inconveniente (grave incommodo)». Y con más razón ha de decirse esto de otras normas personales o asociativas que puedan asumirse por iniciativa personal. Por eso los cristianos laicos, en conciencia, deberán suspender la observancia de un precepto positivo, siempre que ello venga aconsejado 1.- por la caridad, 2.- por la obediencia, o 3.- por la prudencia; o que por las circunstancias 4.- venga a hacerse imposible. «Nadie está obligado a lo imposible (ad impossibilia nemo tenetur)».
«En todo es muy necesario discreción», dice Santa Teresa una y otra vez (Vida 19, 13; 11, 16; 13, 1; 29, 9). Y esa discrecionalidad en lo referente a las normas de vida ha de darse, sin duda, con mucha más frecuencia en la vida seglar que en la de los religiosos. Si éstos, en el caso de una observancia especialmente difícil, se atienen al juicio del superior, que puede dar la dispensa prudente de la norma, de modo semejante, los laicos pueden ser dispensados por su confesor o director espiritual, o en el caso concreto, por ellos mismos. Y aunque no sea para ellos estrictamente necesaria esta consulta, puede ser aconsejable en determinadas circunstancias personales. En todo caso, el cristiano religioso o laico habrá de mantenerse siempre atento al Espíritu Santo, y sólo a su luz podrá discernir con verdad, sin trampas, cuándo es la hora de la fidelidad a la norma, aunque cueste mucho, y cuándo es la de una flexibilidad respecto de ella, aconsejada por la caridad, la obediencia y la prudencia, o impuesta por la imposibilidad.
Fidelidad a la norma y santo abandono
Algunos cristianos recelan sujetar sus vidas a unas normas, temiendo que eso disminuya en ellos el santo abandono a la acción del Espíritu Santo. «El espíritu sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo nacido del Espíritu» (Jn 3, 8).
Sin embargo, ya desde San Francisco de Sales, la espiritualidad providencial del santo abandono se ha formulado siempre en forma binaria: fidelidad y abandono. Es significativo, en este sentido, el título de la obra del P. Réginald Garrigou-Lagrange, La Providence et la confiance en Dieu: fidélité et abandon (1953). En efecto, lejos de haber contraposición alguna entre fidelidad y abandono, ambas actitudes se complementan, buscando siempre lo mismo: conocer y realizar la voluntad de Dios, que es lo único necesario.
La fidelidad a lo que Dios quiere nos lleva a adherirnos cada día, nos agrade o nos duela, a la voluntad de Dios, claramente significada en sus mandamientos, en los preceptos de la Iglesia o en aquellas normas que Él nos ha concedido adoptar, individual o comunitariamente, para el más libre y constante crecimiento de nuestra vida espiritual.
El abandono a lo que Dios quiera nos lleva, a su vez, a adherirnos a esa voluntad de la divina Providencia, que día a día se nos va manifestando en las circunstancias cambiantes de nuestra vida. Si el plan o regla de vida es sin duda un camino divino, también éste constituye ciertamente un camino diario misterioso, por el cual Dios, a través de las pequeñas cosas de la vida nos va conduciendo, si nos dejamos llevar, por donde su amor dispone.
No hay contrariedad alguna entre fidelidad y abandono. Por ejemplo, el pleno y absoluto abandono de San Claudio La Colombière al libre beneplácito de la divina Providencia jamás dificultó en él su extrema fidelidad a las reglas de la Compañía de Jesús.
Modificación de las normas
Las Reglas comunitarias de vida no deben modificarse fácilmente, pues ellas conducen a muchas personas. Sólo por graves razones y en los modos convenientes -en un capítulo, en una asamblea- podrán ser modificadas.
Pero los planes o reglas de vida personales sí deben a veces modificarse, a medida que se desarrolla la persona espiritualmente, o si cambian las circunstancias de su vida. También los vestidos de una persona deben ir haciéndose nuevos en las diversas fases de su crecimiento.
Téngase en cuenta en esto que las normas exigen siempre deberes mínimos -ir a misa tres veces por semana, al menos-, y por eso mismo, en la medida en que Dios va dando el crecimiento espiritual, deben ser modificadas y llevadas a más -ir a misa todos los días-. De otro modo, la sujeción a ciertos planes o reglas de vida espiritual llevaría en sí el peligro de frenar el crecimiento, cuando en realidad se han dispuesto solamente para estimularlo.
Andar sin camino
Es indudable que el cristiano carnal suele sentir repugnancia a sujetar su vida a normas, y ve con recelo todo lo que sea plan o regla de vida, por muy modificables que sean. Él prefiere vivir con «más libertad» (?), haciendo nacer sus obras buenas una a una, según su ánimo y el momento. Es la tentación más común.
Pero también existe la tentación contraria. Es indudable que el cristiano carnal tiende a apoyarse en sí mismo, procura controlar su propia vida espiritual, y pretende -con la mejor voluntad (?)- avanzar en ella según sus propias ideas sobre la vida cristiana y según su temperamento personal. En vez de perderse de sí mismo, dejándose conducir por Dios, muchas veces a ciegas, a él le gusta caminar con mapa, por un camino claro y previsible. Pues bien, también esta tentación debe ser conocida por aquellos que pretenden ayudar su espíritu con ciertas leyes personales o comunitarias.
Conviene, pues, saber en esto que algunas veces dispone Dios que ciertos hijos suyos vayan conducidos día a día por su mano, sin un camino bien trazado, en completa disponibilidad a su gracia providente, lo que implica un despojamiento personal no pequeño. Quizá estos cristianos pretenden clarificar y asegurar sus vidas encauzándolas por ciertos caminos bien determinados. Pero si eso no está de Dios, al menos por ahora, y ellos son realmente de los que «obran la verdad» (Jn 3, 21), acabarán por entender y aceptar que el Señor no quiere para ellos camino cierto, al menos por ahora, y que pretenderlo, asumiendo, por ejemplo, un buen conjunto de normas, sería contrariar su bendita voluntad. ¡Qué más querrían que tener un camino bien trazado! Pero Dios no se los da. Sólo tienen a Cristo, que les dice: «yo mismo soy cada día vuestro Camino. ¿No os basto?».
Quédense, pues, estos cristianos con los diez mandamientos de Dios y los cinco de la Iglesia, y busquen con toda su alma la perfección evangélica, dejándose llevar por Dios, y no pretendan tomar sobre sí otras normas positivas más concretas, que a ellos no les serían ayuda sino estorbo.
Fuente: http://www.gratisdate.com/
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