Caminos laicales de perfección
P. José María Iraburu
Diversos compromisos personales
Puede el hombre comprometerse con otros hombres, y lo hace por medio de contratos, en el vínculo matrimonial, en tratados internacionales, etc. De este modo, un solo acto, largamente preparado, y realizado con especial conciencia y fuerza de libertad, condiciona toda una serie de actos sucesivos, orientándolos en una dirección constante.
También puede el hombre comprometerse con Dios, por medio de votos, de otros vínculos sagrados semejantes, o por la misma adscripción a una cierta asociación, que implica ciertos deberes en sus miembros; y de este modo, consciente y libremente, se obliga a cumplir ciertas obras o a seguir unas normas de vida.
Todas las religiones han conocido la emisión de ciertos votos -budismo, Egipto, Mesopotamia, Grecia, Roma, etc.-, y les han dado una gran variedad de nombres y de formas. Y también, dentro del gran pacto de la Alianza Antigua entre Yavé y el pueblo de Israel, los judíos piadosos establecen con frecuencia ciertos votos o pactos privados con Dios.
Unas veces los votos son condicionales: «Si Yavé me concede... Yo haré o le entregaré...» (Jacob, Gén 28, 20; Israel, Núm 21, 2; Jefté, Jue 11, 29-30; Ana, 1 Sam 1, 11; Absalón, 2 Sam 15, 7-8); otras veces incondicionales (Núm 6, 1-21; Lev 27). Y en todo caso, si el voto implica una ofrenda, ésta ha de ser perfecta y sin tacha alguna, pues otra cosa sería ofender a Dios (Lev 22, 23; Mal 1, 14).
Por lo demás, los votos han de cumplirse al Señor con toda fidelidad. Deben ser cumplidos por fidelidad moral jurídica, pues de otro modo hubiera sido mejor no hacerlos: que «nada te impida cumplir pronto un voto, no esperes a la muerte para cumplirlo. Antes de hacer un voto, míralo bien, no seas como quien tienta al Señor» (Eclo 18, 22). Pero, sobre todo, deben cumplirse los votos por fidelidad de amor al Señor, y por tanto, con alegría: «Haced votos al Señor y cumplidlos» (Sal 75, 12; 49, 14).
Es notable, en este sentido, la alegría que los Salmos reflejan en el cumplimiento de los votos, muchas veces realizado en el Templo de modo solemne, «en presencia de todo el pueblo» (Sal 115, 5. 9; 22, 26). Es la alegría de lo que se hace por amor : «Oh Dios, tú mereces un himno en Sión, y a ti se te cumplen los votos» (64, 2). «Yo tañeré siempre en tu honor, y cumpliré mis votos día tras día» (60, 9; 22, 26; 65, 13-15).
El voto en la Iglesia
«El voto, es decir, la promesa deliberada y libre hecha a Dios acerca de un bien posible y mejor, debe cumplirse por la virtud de la religión» (Código c. 1191; Catecismo 2101-2103, 2135). Es un acto religioso sumamente grato a Dios, y que, por supuesto, es accesible igualmente a los laicos, como a los sacerdotes o los religiosos.
Hay votos condicionales, como hemos visto, en los que se ofrece y promete algo a Dios a cambio de un cierto don: «si recupera la salud tal enfermo, haré tal donación a los pobres». Otros son incondicionales -de éstos trato aquí-, y van ordenados a proteger y estimular la vida espiritual cristiana. Por los votos el cristiano se obliga libremente con una especie de nueva ley personal, que se añade a las leyes generales de la Iglesia.
Unos votos son públicos, es decir, aceptados por la Iglesia, como es el caso de los votos religiosos; otros son privados, formulados individualmente, a veces con el consejo del director o la admisión de una asociación de fieles.
De todos los modos de establecer vínculos con Dios, son los votos los que en la Iglesia tienen más tradición y prestigio (San Pablo, Hch 18, 18; 21, 23-24). Y la formulación más perfecta de los votos se da, sin duda, en los religiosos (Catecismo 2103). El texto que sigue, que va referido en concreto a la vida religiosa, muestra cómo la Iglesia considera los votos como la forma más alta de comprometerse a algo con Dios:
«El cristiano, mediante los votos u otros vínculos sagrados -por su propia naturaleza semejantes a los votos-, con los que se obliga a la práctica de los tres consejos evangélicos, hace una total consagración de sí mismo a Dios..., de manera que se ordena al servicio de Dios y a su gloria por un título nuevo y especial. Ya por el bautismo había muerto al pecado y estaba consagrado a Dios; sin embargo, para extraer de la gracia bautismal fruto más copioso, pretende, por la profesión de los consejos evangélicos, liberarse de los impedimentos que podrían apartarle del fervor de la caridad y de la perfección del culto divino, y se consagra más íntimamente al servicio de Dios. La consagración será tanto más perfecta, cuanto, por vínculos más firmes y más estables, represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Iglesia» (Vat. II, LG 44a).
Como no es posible estudiar aquí cada uno de los modos posibles de establecer vínculos nuevos con Dios, me limitaré ahora a hacer algunas consideraciones sobre los votos, que serán aplicables, guardadas las proporciones, a esos «otros vínculos sagrados, que por su propia naturaleza son semejantes a los votos». En adelante, pues, al hablar de votos, me referiré a éstos o a otros vínculos análogos.
Materia del voto
La materia de los votos puede ser muy variada. Unos hay que obligan a un deber positivo: «rezaré el Rosario diariamente», en tanto que el contenido de otros es negativo: «no beberé nada alcohólico».
Pueden los votos referirse a una regla de vida, es decir, a todo un conjunto de objetos y prácticas, que obligan a un individuo o a una asociación. Es posible hacer votos para obligarse personalmente a una o a varias materias diversas, como ir a Misa diariamente, obedecer a alguien, dar limosna, privarse de algo, hacer un servicio de caridad o de apostolado, etc. Pío XII, por ejemplo, elogia a quienes hacen voto privado de virginidad (enc. Sacra virginitas 25-III-1954, 3).
Pero sobre todo son los tres consejos evangélicos -pobreza, castidad, obediencia-, o la tríada penitencial -oración, ayuno, limosna-, los campos que dan amplia materia para emitir votos muy valiosos en orden al crecimiento espiritual. En el capítulo 5 veremos este tema más ampliamente.
Obligación
Todo voto obliga al que lo hizo por la virtud de la religión, que es la más alta de todas las virtudes, después de las teologales, pues tiene por objeto nuestras obligaciones morales con el mismo Dios.
Así lo explica el padre Royo Marín: «Su quebrantamiento supone un sacrilegio (ciertamente en el voto público de castidad) o, al menos, un pecado contra la virtud de la religión, grave o leve según la materia del voto y la intención del que lo hizo.
«La circunstancia del voto hay que declararla siempre en confesión, porque supone un pecado distinto del que pueda llevar ya consigo la materia del voto quebrantado. Y así, v. gr., el que quebranta el voto de castidad (aunque sea puramente privado) comete dos pecados: uno contra esa virtud y otro contra la religión. Pero téngase en cuenta lo siguiente:
-De suyo, el voto obliga gravemente en materia grave y levemente en materia leve. Sin embargo, no hay inconveniente en hacerlo bajo pecado venial, aunque se trate de una materia de suyo grave.
-Por el contrario, una cosa en sí leve no puede prometerse bajo obligación grave.
-Si no consta la intención del que hace el voto, se presume obligación grave en materia grave y leve en materia leve» (Teología moral... I, 389).
Una alianza sagrada
Como la profesión de un plan o regla de vida, según ya vimos, el voto es una alianza pactada entre Dios y el hombre. El hombre hace voto de una obra buena, porque ha llegado al convencimiento de que Dios quiere dársela hacer, para ayudarse a cumplirla con fidelidad. Es decir, si se compromete con voto a cierto bien posible y mejor, es porque cree prudentemente que también Dios, antes y más, se compromete a asistirle con su gracia en ese intento. Por tanto, en el pacto del voto la parte más preciosa, firme y santificante es, por supuesto, la que corresponde a Dios, la que no se ve.
Esto ya lo entendía así, en el año 529, el concilio II de Orange: «Nadie haría rectamente ningún voto al Señor, si no hubiera recibido de él mismo lo que ha ofrecido en voto; según se lee: "Lo que de tu mano hemos recibido, esto te damos" (1 Crón 29, 14)» (Dz 381).
Los tres valores fundamentales del voto
Siguiendo la doctrina de la tradición patrística, tal como fue formulada por Santo Tomás de Aquino (STh II-II, 88,6), apreciamos en los votos tres valores fundamentales.
1. -El voto es un acto de la virtud de la religión, que inclina al hombre a dar a Dios el culto debido. Es la principal de las virtudes morales. Así la obra buena, cumplida bajo el imperio de la virtud de la religión, dobla su mérito: por ser buena y por ser ofrendada como un acto de culto espiritual. Y en este sentido, la idea del voto y la de consagración se aproximan notablemente, bajo el impulso de la misma virtud de la religión. Por eso el Catecismo dice que «el voto es un acto de devoción en el que el cristiano se consagra a Dios o le promete una obra buena. Por tanto, mediante el cumplimiento de sus votos, entrega a Dios lo que le ha prometido y consagrado» (2102).
2. -El voto aumenta el mérito de la obra buena, pues el hombre, en la obra buena prometida con voto, no sólo ofrece a Dios la obra, sino la misma potencialidad optativa de hacerla o no. Como dice Santo Tomás en el lugar citado, «más se entrega a un hombre al que se le da un árbol con sus frutos, que si se le dan los frutos solamente».
3. -El voto «afirma fijamente la voluntad en el bien», señala el mismo Doctor. Esta fijación de la voluntad, que el voto afirma en un objeto bueno, podemos contemplarla por ejemplo en el matrimonio. La alianza conyugal es, por decirlo así, un voto solemne y perpetuo, por el que dos personas prometen amarse y permanecer unidas para siempre. En adelante, ya cada uno de los cónyuges deberá evitarse toda pregunta acerca de si se propone o no seguir amando a la otra persona: el voto, en este caso sacramental, del matrimonio le asegura que esto, diariamente, es querido y posibilitado por la gracia de Dios. ¿Qué duración, y más aún, qué calidad tiene el amor mutuo de dos personas que no deciden unirse para siempre por ese acto decisivo del matrimonio, y que mantienen su unión amorosa abierta indefinidamente a una separación posible?
El voto inaugura una fuente que manará continuamente
Es propio de la persona humana, después de reflexión suficiente, realizar actos decisivos, que serán seguidos de otros semejantes, en una dirección continua. Un contrato laboral, un vínculo conyugal, y tantos otros, son actos fuertes, profundos, intensos, meditados, que predeterminan todo un conjunto de actos subsiguientes, orientados siempre en una misma dirección. Esto, que introduce en las relaciones entre los hombres un factor valiosísimo de estabilidad previsible, que libera a la persona de la veleidad de la gana o de las continuas vicisitudes circunstanciales, y que abre la posibilidad de obras grandes y duraderas, es introducido por el voto en las relaciones del hombre con Dios. Es privilegio de la persona humana la previsión inteligente de los hechos futuros y la responsabilidad libre para establecer vínculos obligatorios, como también es prerrogativa suya, de una inmensa calidad espiritual, la capacidad de sujetarse a ellos con una fidelidad perseverante, aunque cambien las circunstancias, y aun a costa en ocasiones de grandes sufrimientos personales.
Cumpliendo lo prometido, perseverando día a día en el voto comprometido, la persona lejos de disminuir su libertad, la perfecciona en grado sumo. La obligación, libremente contraída -como sucede en el matrimonio-, da lugar precisamente a los actos humanos más intensamente voluntarios, más libres y perfectos, aquellos que son fruto de una fidelidad perseverante.
Siendo ésta la verdad ¿no querrá el cristiano «hacer votos al Señor», dedicando a su Príncipe y Salvador estos actos tan preciosos, tan seguros y constantes, tan protegidos del mundo y de la fragilidad humana? ¿No se los merece el Señor? ¿O es que no los necesita el hombre para amarle y servirle con fidelidad? Los religiosos cristianos sí conocen y se unen a Dios con votos. Pero los cristianos laicos apenas conocen hoy esta maravilla de liberación y de santificación en la gracia divina.
Los actos buenos que han de hacerse uno a uno
Para realizar una obra buena -o para evitar una mala, viene a ser lo mismo- es preciso que el hombre piense, elija y realice. Y este proceso mental-volitivo-ejecutivo, que muchas veces ha de ser realizado con prisa y bajo múltiples presiones circunstanciales, viene a ser como un camino sumamente vulnerable a los engaños y ataques del diablo, que se cierne sobre el caminante como un salteador. Por eso fracasan una y otra vez tantas de aquellas obras buenas, que han de ir decidiéndose en cada caso, una a una. Cien fallos en el discernimiento, más o menos conscientes, y mil demoras en la ejecución, más o menos deliberadas, van abortando innumerables veces el nacimiento de las buenas obras que Dios quería realizar en el cristiano.
Y aunque así van pasando los años, en interminables experiencias de propósitos incumplidos, el cristiano muchas veces no se resuelve a «tomar una decisión de una vez por todas». Prefiere mantener su vida libre de lazos obligatorios, siempre abierta a las invitaciones y solicitaciones del mundo o de su propia gana. O dicho en otras palabras, prefiere «conservar su propia vida»...
Pero la verdad de Jesús es ésta: «El que quiere salvar su vida, la perderá; en cambio, el que pierda su vida por amor a mí, la salvará» (Lc 9, 24). Cuando un cristiano, religioso o laico, se obliga ante Dios con un voto, prometiéndole una obra buena, pierde libertad para ganarla, se obliga para ser más libre, obra de un modo muy grato a Dios, y da un disgusto tremendo al diablo, que ve su labor de engañador y tentador grandemente dificultada.
Es cierto que los actos -positivos o negativos- prometidos en un voto no tienen asegurada su existencia por una inercia automática y necesaria: es preciso que la libertad de la persona, guardando fidelidad a la promesa del voto, los realice. Pero el establecimiento por el voto de una opción fundamental, de un acto-fuente, de un acto-decisivo y pre-determinante, facilita y asegura en gran medida el flujo de los actos subsiguientes.
Un ejemplo nos ayudará a entenderlo con más claridad. Un cristiano tiene habitualmente el propósito (no el pósito) de ayudar a los pobres, pero deja que la realización de su propósito no se ajuste a una forma predeterminada, sino que prefiere sea eventual y cambiante. Pasa el tiempo y, de hecho, da poco y pocas veces, menos de lo que en conciencia quisiera. Pero un día, después de pensarlo y decidirlo bien en la presencia del Señor, realiza un acto decisivo, un acto-predeterminante, pone un acto-fuente: da orden en su Banco de que realicen mensualmente una transferencia en favor de unos pobres o de una cierta Obra. En adelante, el flujo de esta donación no va a ser intermitente, eventual, tantas veces fallida e insuficiente. Y para lograr este portento, antes nunca conseguido, no va a necesitar colosales esfuerzos de su voluntad. Basta, simplemente, que su voluntad -dejándose así mover con toda certeza por la voluntad de Dios- no-retracte su acto decisivo, para que esa caridad suya hacia los pobres continúe manando como una fuente: «hasta nueva orden en contrario».
Las necesidades materiales del mundo son infinitamente apremiantes -miles y miles de personas que se están muriendo de hambre, de enfermedades curables, de frío-, y aún son más indecibles las carencias espirituales del mundo -tantas y tantas personas completamente sumidas en las tinieblas del error, esclavizadas por el demonio y el mundo, totalmente perdidos en este mundo, y caminando derechamente hacia su perdición eterna-... Y al mismo tiempo, los bienes materiales y espirituales que Dios quiere hacer a la humanidad por Jesucristo -un Reino de gloria, de unidad, de luz verdadera- exceden todo lo que podamos imaginar, desear o decir.
Pero, sin embargo, los hombres, los cristianos, no acaban de abrir sus vidas a la plena potencia del amor de Dios Salvador. Aun los más bienintencionados, son muy flojos, cambiantes, siempre atentos a las solicitudes diarias del mundo, y siempre tardos a las invitaciones del Reino (es la eterna parábola de «los invitados descorteses», Lc 14, 15-24).
Por eso, no puede uno menos de preguntarse: ¿no querrán los cristianos laicos, concretamente, fortalecer con la gracia de Dios sus propósitos buenos, tantas veces ineficaces, sujetándolos a regla, obligándose con votos, en aquellos aspectos de su vida más decisivos, en aquellos que más claramente requieren esas ayudas?
Algunas observaciones complementarias
-El buen propósito del voto debe ser concebido en la más intensa luz de Dios, cuando la fe y el amor son mayores: en una fiesta litúrgica, al final de unos ejercicios espirituales, leyendo la Biblia, etc. Con un ejemplo: Un hombre camina perdido en un bosque inmenso. Sube a lo más alto de un árbol, divisa desde allí la ciudad a la que se dirige, baja del árbol y, ya sin ver nada, camina en la buena dirección que descubrió desde la altura.
-Conviene formular un voto cuando alguien ve que Dios quiere ciertamente darle hacer algo bueno, y una y otra vez comprueba que por pereza, por olvido o por lo que sea, falla a esa gracia y la pierde.
Una persona, por ejemplo, tiene experiencia, y muy positiva, por cierto, de que durante un año, fue capaz de rezar el Rosario cada día, pues, con ocasión de una enfermedad o de lo que fuere, había hecho promesa de rezarlo. Ahora ya, libre de su promesa, también intenta rezarlo cada día, pero más veces falla que lo consigue. Y, sin embargo, no se decide a renovar su promesa. Dada, pues, esa experiencia personal, claramente favorable, podemos nosotros preguntarnos: ¿de verdad ese cristiano quiere ahora rezar diariamente el Rosario, si al mismo tiempo no quiere comprometerse a ello? Parece claro que no. Querría, pero realmente no quiere.
Otra persona me dice: «Yo quisiera que la Iglesia nos obligara en más cosas; por ejemplo, que así como nos manda ir a misa los domingos, nos mandara entregar un diezmo -en el modo y cantidad que fuese-. Creo, de verdad, que yo cumpliría ese mandato. Pero también sé que sin el mandato, no hago esa buena obra, al menos con seguridad y constancia». (De hecho, la ley de los diezmos, en una u otra forma, ha estado vigente en la Iglesia casi diecinueve siglos, y el hecho de que ahora no exista es más bien una excepción a la tradición secular, de origen apostólico; algo que requeriría una justificación). Pues bien, a esa persona yo le podría decir: «¿Y por qué no te obligas tú mismo con voto a unos ciertos diezmos, si ves que, sin ese vínculo obligatorio, tu buena intención de caridad queda tantas veces estéril, y no estás haciendo lo que tú ves en conciencia que deberías hacer?»
-Conviene, en principio, procurar los vínculos más fuertes y eficaces. El compromiso que se adquiere con Dios, dice el Vaticano II, «será tanto más perfecto cuanto por vínculos más firmes y estables» se haya establecido (LG 44a). En principio, pues, unos votos públicos han de preferirse a otros privados; unos vínculos perpetuos han de ser estimados más que otros temporales.
-Conviene cierta gradualidad prudente en la formulación del voto. Una persona, por ejemplo, se compromete durante un mes a rezar Laudes y Vísperas; después, cuando ve que puede con ello y que le va bien -es decir, cuando comprueba que Dios se lo da-, promete hacerlo durante un año; y finalmente se obliga a todas las Horas de por vida. Perfecto.
-Conviene formular claramente las condiciones del voto -mejor por escrito-, para que el paso del tiempo no dé lugar a olvidos, dudas, escrúpulos de conciencia o infidelidades.
Modificaciones del voto
El voto puede cesar por sí mismo, una vez cumplido, o si la situación de la persona ha cambiado en forma decisiva. También puede ser anulado, dispensado o conmutado (Royo Marín, Teología moral... I, 390-398), y para ello, según los casos, conviene acudir a un confesor. Nunca, de todos modos, los hijos de Dios han de permitir que el voto se transforme en una pesada cadena (así entendían el voto Lutero, Molina y otros: Dz 2203, 3345), sino que ha de ser siempre un medio que ayude a recibir la gracia de Dios, y por tanto a liberarse de la flaqueza de la carne, de los condicionamientos negativos del mundo, y de los engaños del demonio.
Errores
Lutero aborrecía juntamente las reglas y los votos, como si fueran judaizaciones del cristianismo, que destruían la libertad de los cristianos; y donde arraigó su influjo, se acabó la vida religiosa. Por eso el concilio de Trento hubo de rechazar la doctrina de quienes «de tal modo dicen que hay que hacer recordar a los hombres el bautismo recibido, que entiendan que todos los votos que se hacen después del bautismo son nulos, en virtud de la promesa ya hecha en el mismo bautismo» (1547, Dz 865/1622). También la Iglesia rechaza como error la enseñanza de Miguel de Molinos, y de su camino interior, según el cual «los votos de hacer alguna cosa son impedimentos para la perfección» (1687, Dz 1223/2203).
Más recientemente, León XIII, al rechazar los errores del americanismo, señala en especial aquellos que llevan consigo «un desprecio de la vida religiosa». Concretamente, denuncia a los que enseñan que los votos religiosos «se apartan muchísimo del carácter de nuestro tiempo, ya que estrechan los límites de la libertad humana; son más propios de ánimos débiles que de fuertes; y no valen mucho para el aprovechamiento cristiano, ni para el bien de la sociedad humana, sino que más se oponen y dañan a lo uno y a lo otro» (1899. Dz 1973/3345)
Valoración actual de los votos
Para la Tradición católica, por el contrario, los votos son sin duda la forma más perfecta para establecer con Dios ciertos pactos personales, temporales o irrevocables. Y así piensa, también hoy, el Magisterio apostólico, como ya vimos (LG 44a).
Así las cosas, cuando los laicos pretenden la perfección de su vida cristiana han de estimar también a los votos como la forma, en principio, más perfecta de vincularse a Dios de un modo nuevo, en referencia a ciertas obligaciones concretas. Existen, ciertamente, «otros vínculos sagrados, semejantes a los votos», pero éstos, en principio, deben ser apreciados también por los laicos como los vínculos prototípicos, los más perfectos, de suyo, los más santificantes, los más gratos a Dios.
Afirmado esto, también hay que decir que en muchos casos, un prudente discernimiento puede llevar a los laicos a reafirmar su entrega a Dios por «otros vínculos» distintos de los votos, aunque semejantes a éstos. Pero si ese discernimiento ha de ser, como digo, prudente, habrá de partir de una valoración católica de los votos, y no de ciertos malentendidos o de falsas actitudes alérgicas.
Conviene, en efecto, advertir estas alergias, para vacunarse contra ellas mediante la doctrina bíblica y tradicional de la Iglesia Católica. Es un hecho que en ciertos institutos de perfección modernos se rehuyen los votos, y se prefieren otras formas de vinculación con Dios. Nada hay que objetar a esto, e incluso hemos ver en ello a veces un desarrollo en la variedad de los caminos de la perfección cristiana. Por el contrario, sí es de lamentar esa tendencia cuando procede de una cierta alergia, más o menos consciente, hacia los votos sagrados de la Tradición católica.
Y por supuesto, entre los laicos cristianos puede también apreciarse hoy, y con más frecuencia, una cierta alergia semejante hacia los votos -muchas veces inducida y poco consciente, pues suelen tener de ellos un conocimiento más bien escaso-. En unos ambientes, esta relativa aversión procede simplemente de una cierta hostilidad -de trasfondo luterano, molinista, americanista o liberal- hacia cualquier compromiso definitivo, y los votos suenan a ello -aunque, como es sabido, puedan ser temporales-. En otros ambientes, a veces próximos a los anteriores, pero otras veces muy diversos, ese recelo hacia los votos nace de un deseo, mal orientado, de distinguir bien la vocación laical de la vocación religiosa, contraponiendo en cierto modo una y otra, como si los votos hubieran de relacionarse con los religiosos y, por tanto, no con los laicos.
Estos dos recelos carecen de fundamento real, sin duda, pero resultan sumamente operativos, y privan hoy de hecho a muchos laicos de formular votos, esos lazos de oro maravillosos, los más perfectos que existen en el mundo cristiano de la gracia para establecer con Dios nuevos vínculos sobre materias concretas, en libre desarrollo del compromiso sacramental, bautismal y eucarístico.
Los santos ante las Reglas y votos privados
El ejemplo de los santos es siempre para la espiritualidad cristiana la exégesis más viva y cierta del Evangelio de Jesucristo. Y en nuestro tema actual de reglas y votos, el ejemplo de los santos da, también para los laicos, muy valiosas enseñanzas. He aquí algunos ejemplos.
Santa Margarita María de Alacoque sentía gran repugnancia a aceptar cargos, acudir al locutorio y escribir cartas: «sin embargo, fue preciso que me sacrificara a todo eso, y no tuve paz hasta que me obligué a ello con voto... Un voto, bien cumplido, es un arma poderosa para defenderse contra el enemigo de nuestra salvación» (Carta CXXXV, 17-I-1690). En 1686 hizo un voto por el que se obligaba en diecisiete puntos. San Pablo de la Cruz, a los 27 años, durante un largo retiro en el que concibió la fundación de los Pasionistas, hizo «voto de privar al cuerpo de todo gusto superfluo» (Diario espiritual 1-II-1721). Santa María Micaela del Santísimo Sacramento (+1865), cuando aún vivía como seglar en casa de su hermano, hizo voto de obedecer a su cuñada en todos los asuntos de la casa, sin que ésta lo supiera; lo que a ella le trajo muy grandes progresos en abnegación y caridad, y a la familia mucha paz (Autobiografía 106).
En este aprecio común de los santos por reglas y votos, destaca especialmente San Claudio La Colombière (+1682). «Hay un método particular de entrega a Dios que el Beato [hoy Santo] aprecia, y que ha practicado como punto central en su vida: es hacer voto a Dios, para vivir con mayor plenitud y firmeza la entrega que se le hace». Y así, observa el padre Igartua, «recomienda el voto de hacer oración, aunque con prudentes cautelas de seguridad (Carta LXXI)... Por supuesto, ha aconsejado, en las ocasiones en que lo veía posible y oportuno, el voto de castidad. Y estima tanto el voto que nos liga a Dios, que a propósito de los tres votos religiosos, compromiso con Dios, exclamará con alegría: "¡Oh, si pudiéramos, en lugar de tres, unirnos por un millón de cadenas a ese amable Esposo!"» (Igartua, Escritos... 69).
San Claudio, por su parte, emitió un voto realmente notable, como él mismo refiere. Durante los Ejercicios espirituales de 1674, después de haberlo meditado durante tres o cuatro años, escribe así: «me he entregado enteramente a Vos, oh Dios mío», haciendo voto de guardar todas las Reglas, sin excepción, para «reparar el daño que hasta este momento no he dejado de haceros al ofenderos». Se compromete, pues, con voto a guardar todas las reglas, las de la Compañía de Jesús, las de modestia, escritas por San Ignacio, las propias de todo sacerdote. Y está convencido de «que va a entrar al hacerlo en el reino de la libertad y de la paz».
Y realmente, mirando el conjunto de las obligaciones que contrae, se comprende que él mismo haya escrito en su Retiro de 1677: «Es del todo evidente que, sin una particular protección, sería casi imposible guardar este voto. Lo he renovado con todo mi corazón, y espero que Nuestro Señor no permitirá que jamás lo viole». Durante ese mismo año, en Londres, escribía: «La perfecta observancia de las reglas es una fuente de bendiciones. De mí sé decirle que mis reglas son mi tesoro... ¡Oh santas Reglas, bienaventurada el alma que ha sabido poneros en su corazón y conocer cuán provechosas sois!» (Carta 107; Escritos... 46-49).
Así es como este gran santo llegó a ser «servidor perfecto y amigo fiel» de Jesucristo. Lo que él pretendía alcanzar, atándose con tanta humildad y obligándose tan estrictamente, era precisamente la perfecta libertad del amor. Y por eso -como recordaba Juan Pablo II en la homilía de su canonización-, solía decir al fin de su vida: «Tengo un corazón libre».
Conveniencia ayer y hoy de reglas de vida y votos laicales
En tiempos de vida cristiana relativamente floreciente no son tan necesarias las ayudas espirituales que pueden hallarse en promesas y votos, planes y reglas de vida, asociaciones laicales, etc. Si también existen entonces estas ayudas complementarias a la vida común de la Iglesia local, existen como complementos perfectivos de una vida cristiana ya en sí relativamente sana y fuerte. Y es que cuando las prácticas de penitencia y de caridad fraterna, la misa y el rosario diario, la confesión frecuente, la austeridad de vida en vestidos, comidas, diversiones, están generalizadas, al menos entre las familias cristianas fervorosas, basta la costumbre, y no es tan necesaria la ley. Para la salud espiritual del pueblo cristiano, ciertamente, es mejor la buena costumbre que la buena ley. Una y otra trazan caminos de vida. Pero aún en tiempos de profunda vida cristiana, carne, mundo y demonio siguen siendo enemigos poderosos de la vida en Cristo, y también entonces tienen pleno sentido los votos, las promesas, las reglas de vida.
Ahora bien, normas de vida y compromisos personales se hacen «casi necesarios» para la perfección cristiana de los laicos cuando éstos han de vivir en Iglesias locales descristianizadas. De otro modo, sin costumbres populares cristianas, más aún, envueltos por todas partes en costumbres paganas, viven como a la intemperie, sin una casa espiritual en la que cobijarse, y se enfrían; caminan sin camino que les vaya llevando en la buena dirección, y se pierden; ven fallar una y otra vez sus buenos propósitos, al tener tan pocas ayudas y tantísimas dificultades. Eso explica, en buena parte, que en los últimos decenios hayan surgido en la Iglesia tan gran número de grupos y comunidades, movimientos y asociaciones laicales, que de un modo u otro se dan a sí mismos una regla de vida.
Por lo demás, tengamos claro que tiene una muy larga tradición en la Iglesia que los cristianos laicos busquen la perfección con ayuda de reglas de vida y vínculos obligatorios de uno u otro género. Es lo que, ya desde la Edad Media a nuestros días, han hecho tantas Ordenes terceras, Cofradías, hermandades de Penitentes, Oratorios, Congregaciones marianas, etc. San Vicente de Paul (+1660), por ejemplo, escribió un buen número de Reglas y Reglamentos para sacerdotes, religiosas y laicos.
San Luis María Grignion de Monfort (+1716), de modo semejante, con ocasión de las Misiones que predicaba al pueblo, elaboró diversos Reglamentos, que asegurasen una santa vida cristiana en las asociaciones de laicos que fundaba. Así compuso el Reglamento de las Cuarenta y Cuatro vírgenes, y también el Reglamento de los Penitentes Blancos, y otros varios. En ellos se dan normas sobre la oración, la frecuencia de misa y sacramentos, mortificaciones corporales, etc., y se proscriben lujos, pleitos judiciales, adornos vanidosos y ciertas costumbres indecentes.
Otras veces, son los directores espirituales los que dan a sus dirigidos un reglamento de vida, un conjunto de normas privadas, específicamente dispuestas para la persona en cuestión. Un conjunto de normas que, por supuesto, es estudiado con el dirigido, y que va cambiando con los años.
San Pablo de la Cruz (+1775), que con motivo de sus muchos viajes apostólicos, hubo de llevar dirección espiritual de muchas personas por carta, escribiendo, por ejemplo, a un cierto Don Juan (1737), le envía un reglamento personal de vida, que incluye oración, misa, comunión, confesión, visitas al Santísimo, jaculatorias, ayunos y mortificaciones, recogimiento de la vista y moderación en las diversiones, concretando frecuencias, modos y maneras. Algo semejante hace en el Breve Reglamento Espiritual para doña María Juana Venturi, una señora casada (24-III-1737; siete reglas de vida para Lucrecia Bastiani, 9 de ... 1760). Y este gran misionero, que en sus cartas enviaba a veces estas reglas de vida a sus dirigidos, una y otra vez les exhortaba a que las cumpliesen: «Manténgase fiel a las santas reglas que le di» (A Inés Grazi 30-XII-1730).
Estos ejemplos nos certifican que santos pastores, al cultivar la vida perfecta de los laicos en el Evangelio, no les han dado únicamente espíritu, sino también reglas de vida, eventualmente profesadas con ciertos votos o vínculos semejantes.
P. José María Iraburu
5. Votos
Diversos compromisos personales
Puede el hombre comprometerse con otros hombres, y lo hace por medio de contratos, en el vínculo matrimonial, en tratados internacionales, etc. De este modo, un solo acto, largamente preparado, y realizado con especial conciencia y fuerza de libertad, condiciona toda una serie de actos sucesivos, orientándolos en una dirección constante.
También puede el hombre comprometerse con Dios, por medio de votos, de otros vínculos sagrados semejantes, o por la misma adscripción a una cierta asociación, que implica ciertos deberes en sus miembros; y de este modo, consciente y libremente, se obliga a cumplir ciertas obras o a seguir unas normas de vida.
Todas las religiones han conocido la emisión de ciertos votos -budismo, Egipto, Mesopotamia, Grecia, Roma, etc.-, y les han dado una gran variedad de nombres y de formas. Y también, dentro del gran pacto de la Alianza Antigua entre Yavé y el pueblo de Israel, los judíos piadosos establecen con frecuencia ciertos votos o pactos privados con Dios.
Unas veces los votos son condicionales: «Si Yavé me concede... Yo haré o le entregaré...» (Jacob, Gén 28, 20; Israel, Núm 21, 2; Jefté, Jue 11, 29-30; Ana, 1 Sam 1, 11; Absalón, 2 Sam 15, 7-8); otras veces incondicionales (Núm 6, 1-21; Lev 27). Y en todo caso, si el voto implica una ofrenda, ésta ha de ser perfecta y sin tacha alguna, pues otra cosa sería ofender a Dios (Lev 22, 23; Mal 1, 14).
Por lo demás, los votos han de cumplirse al Señor con toda fidelidad. Deben ser cumplidos por fidelidad moral jurídica, pues de otro modo hubiera sido mejor no hacerlos: que «nada te impida cumplir pronto un voto, no esperes a la muerte para cumplirlo. Antes de hacer un voto, míralo bien, no seas como quien tienta al Señor» (Eclo 18, 22). Pero, sobre todo, deben cumplirse los votos por fidelidad de amor al Señor, y por tanto, con alegría: «Haced votos al Señor y cumplidlos» (Sal 75, 12; 49, 14).
Es notable, en este sentido, la alegría que los Salmos reflejan en el cumplimiento de los votos, muchas veces realizado en el Templo de modo solemne, «en presencia de todo el pueblo» (Sal 115, 5. 9; 22, 26). Es la alegría de lo que se hace por amor : «Oh Dios, tú mereces un himno en Sión, y a ti se te cumplen los votos» (64, 2). «Yo tañeré siempre en tu honor, y cumpliré mis votos día tras día» (60, 9; 22, 26; 65, 13-15).
El voto en la Iglesia
«El voto, es decir, la promesa deliberada y libre hecha a Dios acerca de un bien posible y mejor, debe cumplirse por la virtud de la religión» (Código c. 1191; Catecismo 2101-2103, 2135). Es un acto religioso sumamente grato a Dios, y que, por supuesto, es accesible igualmente a los laicos, como a los sacerdotes o los religiosos.
Hay votos condicionales, como hemos visto, en los que se ofrece y promete algo a Dios a cambio de un cierto don: «si recupera la salud tal enfermo, haré tal donación a los pobres». Otros son incondicionales -de éstos trato aquí-, y van ordenados a proteger y estimular la vida espiritual cristiana. Por los votos el cristiano se obliga libremente con una especie de nueva ley personal, que se añade a las leyes generales de la Iglesia.
Unos votos son públicos, es decir, aceptados por la Iglesia, como es el caso de los votos religiosos; otros son privados, formulados individualmente, a veces con el consejo del director o la admisión de una asociación de fieles.
De todos los modos de establecer vínculos con Dios, son los votos los que en la Iglesia tienen más tradición y prestigio (San Pablo, Hch 18, 18; 21, 23-24). Y la formulación más perfecta de los votos se da, sin duda, en los religiosos (Catecismo 2103). El texto que sigue, que va referido en concreto a la vida religiosa, muestra cómo la Iglesia considera los votos como la forma más alta de comprometerse a algo con Dios:
«El cristiano, mediante los votos u otros vínculos sagrados -por su propia naturaleza semejantes a los votos-, con los que se obliga a la práctica de los tres consejos evangélicos, hace una total consagración de sí mismo a Dios..., de manera que se ordena al servicio de Dios y a su gloria por un título nuevo y especial. Ya por el bautismo había muerto al pecado y estaba consagrado a Dios; sin embargo, para extraer de la gracia bautismal fruto más copioso, pretende, por la profesión de los consejos evangélicos, liberarse de los impedimentos que podrían apartarle del fervor de la caridad y de la perfección del culto divino, y se consagra más íntimamente al servicio de Dios. La consagración será tanto más perfecta, cuanto, por vínculos más firmes y más estables, represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Iglesia» (Vat. II, LG 44a).
Como no es posible estudiar aquí cada uno de los modos posibles de establecer vínculos nuevos con Dios, me limitaré ahora a hacer algunas consideraciones sobre los votos, que serán aplicables, guardadas las proporciones, a esos «otros vínculos sagrados, que por su propia naturaleza son semejantes a los votos». En adelante, pues, al hablar de votos, me referiré a éstos o a otros vínculos análogos.
Materia del voto
La materia de los votos puede ser muy variada. Unos hay que obligan a un deber positivo: «rezaré el Rosario diariamente», en tanto que el contenido de otros es negativo: «no beberé nada alcohólico».
Pueden los votos referirse a una regla de vida, es decir, a todo un conjunto de objetos y prácticas, que obligan a un individuo o a una asociación. Es posible hacer votos para obligarse personalmente a una o a varias materias diversas, como ir a Misa diariamente, obedecer a alguien, dar limosna, privarse de algo, hacer un servicio de caridad o de apostolado, etc. Pío XII, por ejemplo, elogia a quienes hacen voto privado de virginidad (enc. Sacra virginitas 25-III-1954, 3).
Pero sobre todo son los tres consejos evangélicos -pobreza, castidad, obediencia-, o la tríada penitencial -oración, ayuno, limosna-, los campos que dan amplia materia para emitir votos muy valiosos en orden al crecimiento espiritual. En el capítulo 5 veremos este tema más ampliamente.
Obligación
Todo voto obliga al que lo hizo por la virtud de la religión, que es la más alta de todas las virtudes, después de las teologales, pues tiene por objeto nuestras obligaciones morales con el mismo Dios.
Así lo explica el padre Royo Marín: «Su quebrantamiento supone un sacrilegio (ciertamente en el voto público de castidad) o, al menos, un pecado contra la virtud de la religión, grave o leve según la materia del voto y la intención del que lo hizo.
«La circunstancia del voto hay que declararla siempre en confesión, porque supone un pecado distinto del que pueda llevar ya consigo la materia del voto quebrantado. Y así, v. gr., el que quebranta el voto de castidad (aunque sea puramente privado) comete dos pecados: uno contra esa virtud y otro contra la religión. Pero téngase en cuenta lo siguiente:
-De suyo, el voto obliga gravemente en materia grave y levemente en materia leve. Sin embargo, no hay inconveniente en hacerlo bajo pecado venial, aunque se trate de una materia de suyo grave.
-Por el contrario, una cosa en sí leve no puede prometerse bajo obligación grave.
-Si no consta la intención del que hace el voto, se presume obligación grave en materia grave y leve en materia leve» (Teología moral... I, 389).
Una alianza sagrada
Como la profesión de un plan o regla de vida, según ya vimos, el voto es una alianza pactada entre Dios y el hombre. El hombre hace voto de una obra buena, porque ha llegado al convencimiento de que Dios quiere dársela hacer, para ayudarse a cumplirla con fidelidad. Es decir, si se compromete con voto a cierto bien posible y mejor, es porque cree prudentemente que también Dios, antes y más, se compromete a asistirle con su gracia en ese intento. Por tanto, en el pacto del voto la parte más preciosa, firme y santificante es, por supuesto, la que corresponde a Dios, la que no se ve.
Esto ya lo entendía así, en el año 529, el concilio II de Orange: «Nadie haría rectamente ningún voto al Señor, si no hubiera recibido de él mismo lo que ha ofrecido en voto; según se lee: "Lo que de tu mano hemos recibido, esto te damos" (1 Crón 29, 14)» (Dz 381).
Los tres valores fundamentales del voto
Siguiendo la doctrina de la tradición patrística, tal como fue formulada por Santo Tomás de Aquino (STh II-II, 88,6), apreciamos en los votos tres valores fundamentales.
1. -El voto es un acto de la virtud de la religión, que inclina al hombre a dar a Dios el culto debido. Es la principal de las virtudes morales. Así la obra buena, cumplida bajo el imperio de la virtud de la religión, dobla su mérito: por ser buena y por ser ofrendada como un acto de culto espiritual. Y en este sentido, la idea del voto y la de consagración se aproximan notablemente, bajo el impulso de la misma virtud de la religión. Por eso el Catecismo dice que «el voto es un acto de devoción en el que el cristiano se consagra a Dios o le promete una obra buena. Por tanto, mediante el cumplimiento de sus votos, entrega a Dios lo que le ha prometido y consagrado» (2102).
2. -El voto aumenta el mérito de la obra buena, pues el hombre, en la obra buena prometida con voto, no sólo ofrece a Dios la obra, sino la misma potencialidad optativa de hacerla o no. Como dice Santo Tomás en el lugar citado, «más se entrega a un hombre al que se le da un árbol con sus frutos, que si se le dan los frutos solamente».
3. -El voto «afirma fijamente la voluntad en el bien», señala el mismo Doctor. Esta fijación de la voluntad, que el voto afirma en un objeto bueno, podemos contemplarla por ejemplo en el matrimonio. La alianza conyugal es, por decirlo así, un voto solemne y perpetuo, por el que dos personas prometen amarse y permanecer unidas para siempre. En adelante, ya cada uno de los cónyuges deberá evitarse toda pregunta acerca de si se propone o no seguir amando a la otra persona: el voto, en este caso sacramental, del matrimonio le asegura que esto, diariamente, es querido y posibilitado por la gracia de Dios. ¿Qué duración, y más aún, qué calidad tiene el amor mutuo de dos personas que no deciden unirse para siempre por ese acto decisivo del matrimonio, y que mantienen su unión amorosa abierta indefinidamente a una separación posible?
El voto inaugura una fuente que manará continuamente
Es propio de la persona humana, después de reflexión suficiente, realizar actos decisivos, que serán seguidos de otros semejantes, en una dirección continua. Un contrato laboral, un vínculo conyugal, y tantos otros, son actos fuertes, profundos, intensos, meditados, que predeterminan todo un conjunto de actos subsiguientes, orientados siempre en una misma dirección. Esto, que introduce en las relaciones entre los hombres un factor valiosísimo de estabilidad previsible, que libera a la persona de la veleidad de la gana o de las continuas vicisitudes circunstanciales, y que abre la posibilidad de obras grandes y duraderas, es introducido por el voto en las relaciones del hombre con Dios. Es privilegio de la persona humana la previsión inteligente de los hechos futuros y la responsabilidad libre para establecer vínculos obligatorios, como también es prerrogativa suya, de una inmensa calidad espiritual, la capacidad de sujetarse a ellos con una fidelidad perseverante, aunque cambien las circunstancias, y aun a costa en ocasiones de grandes sufrimientos personales.
Cumpliendo lo prometido, perseverando día a día en el voto comprometido, la persona lejos de disminuir su libertad, la perfecciona en grado sumo. La obligación, libremente contraída -como sucede en el matrimonio-, da lugar precisamente a los actos humanos más intensamente voluntarios, más libres y perfectos, aquellos que son fruto de una fidelidad perseverante.
Siendo ésta la verdad ¿no querrá el cristiano «hacer votos al Señor», dedicando a su Príncipe y Salvador estos actos tan preciosos, tan seguros y constantes, tan protegidos del mundo y de la fragilidad humana? ¿No se los merece el Señor? ¿O es que no los necesita el hombre para amarle y servirle con fidelidad? Los religiosos cristianos sí conocen y se unen a Dios con votos. Pero los cristianos laicos apenas conocen hoy esta maravilla de liberación y de santificación en la gracia divina.
Los actos buenos que han de hacerse uno a uno
Para realizar una obra buena -o para evitar una mala, viene a ser lo mismo- es preciso que el hombre piense, elija y realice. Y este proceso mental-volitivo-ejecutivo, que muchas veces ha de ser realizado con prisa y bajo múltiples presiones circunstanciales, viene a ser como un camino sumamente vulnerable a los engaños y ataques del diablo, que se cierne sobre el caminante como un salteador. Por eso fracasan una y otra vez tantas de aquellas obras buenas, que han de ir decidiéndose en cada caso, una a una. Cien fallos en el discernimiento, más o menos conscientes, y mil demoras en la ejecución, más o menos deliberadas, van abortando innumerables veces el nacimiento de las buenas obras que Dios quería realizar en el cristiano.
Y aunque así van pasando los años, en interminables experiencias de propósitos incumplidos, el cristiano muchas veces no se resuelve a «tomar una decisión de una vez por todas». Prefiere mantener su vida libre de lazos obligatorios, siempre abierta a las invitaciones y solicitaciones del mundo o de su propia gana. O dicho en otras palabras, prefiere «conservar su propia vida»...
Pero la verdad de Jesús es ésta: «El que quiere salvar su vida, la perderá; en cambio, el que pierda su vida por amor a mí, la salvará» (Lc 9, 24). Cuando un cristiano, religioso o laico, se obliga ante Dios con un voto, prometiéndole una obra buena, pierde libertad para ganarla, se obliga para ser más libre, obra de un modo muy grato a Dios, y da un disgusto tremendo al diablo, que ve su labor de engañador y tentador grandemente dificultada.
Es cierto que los actos -positivos o negativos- prometidos en un voto no tienen asegurada su existencia por una inercia automática y necesaria: es preciso que la libertad de la persona, guardando fidelidad a la promesa del voto, los realice. Pero el establecimiento por el voto de una opción fundamental, de un acto-fuente, de un acto-decisivo y pre-determinante, facilita y asegura en gran medida el flujo de los actos subsiguientes.
Un ejemplo nos ayudará a entenderlo con más claridad. Un cristiano tiene habitualmente el propósito (no el pósito) de ayudar a los pobres, pero deja que la realización de su propósito no se ajuste a una forma predeterminada, sino que prefiere sea eventual y cambiante. Pasa el tiempo y, de hecho, da poco y pocas veces, menos de lo que en conciencia quisiera. Pero un día, después de pensarlo y decidirlo bien en la presencia del Señor, realiza un acto decisivo, un acto-predeterminante, pone un acto-fuente: da orden en su Banco de que realicen mensualmente una transferencia en favor de unos pobres o de una cierta Obra. En adelante, el flujo de esta donación no va a ser intermitente, eventual, tantas veces fallida e insuficiente. Y para lograr este portento, antes nunca conseguido, no va a necesitar colosales esfuerzos de su voluntad. Basta, simplemente, que su voluntad -dejándose así mover con toda certeza por la voluntad de Dios- no-retracte su acto decisivo, para que esa caridad suya hacia los pobres continúe manando como una fuente: «hasta nueva orden en contrario».
Las necesidades materiales del mundo son infinitamente apremiantes -miles y miles de personas que se están muriendo de hambre, de enfermedades curables, de frío-, y aún son más indecibles las carencias espirituales del mundo -tantas y tantas personas completamente sumidas en las tinieblas del error, esclavizadas por el demonio y el mundo, totalmente perdidos en este mundo, y caminando derechamente hacia su perdición eterna-... Y al mismo tiempo, los bienes materiales y espirituales que Dios quiere hacer a la humanidad por Jesucristo -un Reino de gloria, de unidad, de luz verdadera- exceden todo lo que podamos imaginar, desear o decir.
Pero, sin embargo, los hombres, los cristianos, no acaban de abrir sus vidas a la plena potencia del amor de Dios Salvador. Aun los más bienintencionados, son muy flojos, cambiantes, siempre atentos a las solicitudes diarias del mundo, y siempre tardos a las invitaciones del Reino (es la eterna parábola de «los invitados descorteses», Lc 14, 15-24).
Por eso, no puede uno menos de preguntarse: ¿no querrán los cristianos laicos, concretamente, fortalecer con la gracia de Dios sus propósitos buenos, tantas veces ineficaces, sujetándolos a regla, obligándose con votos, en aquellos aspectos de su vida más decisivos, en aquellos que más claramente requieren esas ayudas?
Algunas observaciones complementarias
-El buen propósito del voto debe ser concebido en la más intensa luz de Dios, cuando la fe y el amor son mayores: en una fiesta litúrgica, al final de unos ejercicios espirituales, leyendo la Biblia, etc. Con un ejemplo: Un hombre camina perdido en un bosque inmenso. Sube a lo más alto de un árbol, divisa desde allí la ciudad a la que se dirige, baja del árbol y, ya sin ver nada, camina en la buena dirección que descubrió desde la altura.
-Conviene formular un voto cuando alguien ve que Dios quiere ciertamente darle hacer algo bueno, y una y otra vez comprueba que por pereza, por olvido o por lo que sea, falla a esa gracia y la pierde.
Una persona, por ejemplo, tiene experiencia, y muy positiva, por cierto, de que durante un año, fue capaz de rezar el Rosario cada día, pues, con ocasión de una enfermedad o de lo que fuere, había hecho promesa de rezarlo. Ahora ya, libre de su promesa, también intenta rezarlo cada día, pero más veces falla que lo consigue. Y, sin embargo, no se decide a renovar su promesa. Dada, pues, esa experiencia personal, claramente favorable, podemos nosotros preguntarnos: ¿de verdad ese cristiano quiere ahora rezar diariamente el Rosario, si al mismo tiempo no quiere comprometerse a ello? Parece claro que no. Querría, pero realmente no quiere.
Otra persona me dice: «Yo quisiera que la Iglesia nos obligara en más cosas; por ejemplo, que así como nos manda ir a misa los domingos, nos mandara entregar un diezmo -en el modo y cantidad que fuese-. Creo, de verdad, que yo cumpliría ese mandato. Pero también sé que sin el mandato, no hago esa buena obra, al menos con seguridad y constancia». (De hecho, la ley de los diezmos, en una u otra forma, ha estado vigente en la Iglesia casi diecinueve siglos, y el hecho de que ahora no exista es más bien una excepción a la tradición secular, de origen apostólico; algo que requeriría una justificación). Pues bien, a esa persona yo le podría decir: «¿Y por qué no te obligas tú mismo con voto a unos ciertos diezmos, si ves que, sin ese vínculo obligatorio, tu buena intención de caridad queda tantas veces estéril, y no estás haciendo lo que tú ves en conciencia que deberías hacer?»
-Conviene, en principio, procurar los vínculos más fuertes y eficaces. El compromiso que se adquiere con Dios, dice el Vaticano II, «será tanto más perfecto cuanto por vínculos más firmes y estables» se haya establecido (LG 44a). En principio, pues, unos votos públicos han de preferirse a otros privados; unos vínculos perpetuos han de ser estimados más que otros temporales.
-Conviene cierta gradualidad prudente en la formulación del voto. Una persona, por ejemplo, se compromete durante un mes a rezar Laudes y Vísperas; después, cuando ve que puede con ello y que le va bien -es decir, cuando comprueba que Dios se lo da-, promete hacerlo durante un año; y finalmente se obliga a todas las Horas de por vida. Perfecto.
-Conviene formular claramente las condiciones del voto -mejor por escrito-, para que el paso del tiempo no dé lugar a olvidos, dudas, escrúpulos de conciencia o infidelidades.
Modificaciones del voto
El voto puede cesar por sí mismo, una vez cumplido, o si la situación de la persona ha cambiado en forma decisiva. También puede ser anulado, dispensado o conmutado (Royo Marín, Teología moral... I, 390-398), y para ello, según los casos, conviene acudir a un confesor. Nunca, de todos modos, los hijos de Dios han de permitir que el voto se transforme en una pesada cadena (así entendían el voto Lutero, Molina y otros: Dz 2203, 3345), sino que ha de ser siempre un medio que ayude a recibir la gracia de Dios, y por tanto a liberarse de la flaqueza de la carne, de los condicionamientos negativos del mundo, y de los engaños del demonio.
Errores
Lutero aborrecía juntamente las reglas y los votos, como si fueran judaizaciones del cristianismo, que destruían la libertad de los cristianos; y donde arraigó su influjo, se acabó la vida religiosa. Por eso el concilio de Trento hubo de rechazar la doctrina de quienes «de tal modo dicen que hay que hacer recordar a los hombres el bautismo recibido, que entiendan que todos los votos que se hacen después del bautismo son nulos, en virtud de la promesa ya hecha en el mismo bautismo» (1547, Dz 865/1622). También la Iglesia rechaza como error la enseñanza de Miguel de Molinos, y de su camino interior, según el cual «los votos de hacer alguna cosa son impedimentos para la perfección» (1687, Dz 1223/2203).
Más recientemente, León XIII, al rechazar los errores del americanismo, señala en especial aquellos que llevan consigo «un desprecio de la vida religiosa». Concretamente, denuncia a los que enseñan que los votos religiosos «se apartan muchísimo del carácter de nuestro tiempo, ya que estrechan los límites de la libertad humana; son más propios de ánimos débiles que de fuertes; y no valen mucho para el aprovechamiento cristiano, ni para el bien de la sociedad humana, sino que más se oponen y dañan a lo uno y a lo otro» (1899. Dz 1973/3345)
Valoración actual de los votos
Para la Tradición católica, por el contrario, los votos son sin duda la forma más perfecta para establecer con Dios ciertos pactos personales, temporales o irrevocables. Y así piensa, también hoy, el Magisterio apostólico, como ya vimos (LG 44a).
Así las cosas, cuando los laicos pretenden la perfección de su vida cristiana han de estimar también a los votos como la forma, en principio, más perfecta de vincularse a Dios de un modo nuevo, en referencia a ciertas obligaciones concretas. Existen, ciertamente, «otros vínculos sagrados, semejantes a los votos», pero éstos, en principio, deben ser apreciados también por los laicos como los vínculos prototípicos, los más perfectos, de suyo, los más santificantes, los más gratos a Dios.
Afirmado esto, también hay que decir que en muchos casos, un prudente discernimiento puede llevar a los laicos a reafirmar su entrega a Dios por «otros vínculos» distintos de los votos, aunque semejantes a éstos. Pero si ese discernimiento ha de ser, como digo, prudente, habrá de partir de una valoración católica de los votos, y no de ciertos malentendidos o de falsas actitudes alérgicas.
Conviene, en efecto, advertir estas alergias, para vacunarse contra ellas mediante la doctrina bíblica y tradicional de la Iglesia Católica. Es un hecho que en ciertos institutos de perfección modernos se rehuyen los votos, y se prefieren otras formas de vinculación con Dios. Nada hay que objetar a esto, e incluso hemos ver en ello a veces un desarrollo en la variedad de los caminos de la perfección cristiana. Por el contrario, sí es de lamentar esa tendencia cuando procede de una cierta alergia, más o menos consciente, hacia los votos sagrados de la Tradición católica.
Y por supuesto, entre los laicos cristianos puede también apreciarse hoy, y con más frecuencia, una cierta alergia semejante hacia los votos -muchas veces inducida y poco consciente, pues suelen tener de ellos un conocimiento más bien escaso-. En unos ambientes, esta relativa aversión procede simplemente de una cierta hostilidad -de trasfondo luterano, molinista, americanista o liberal- hacia cualquier compromiso definitivo, y los votos suenan a ello -aunque, como es sabido, puedan ser temporales-. En otros ambientes, a veces próximos a los anteriores, pero otras veces muy diversos, ese recelo hacia los votos nace de un deseo, mal orientado, de distinguir bien la vocación laical de la vocación religiosa, contraponiendo en cierto modo una y otra, como si los votos hubieran de relacionarse con los religiosos y, por tanto, no con los laicos.
Estos dos recelos carecen de fundamento real, sin duda, pero resultan sumamente operativos, y privan hoy de hecho a muchos laicos de formular votos, esos lazos de oro maravillosos, los más perfectos que existen en el mundo cristiano de la gracia para establecer con Dios nuevos vínculos sobre materias concretas, en libre desarrollo del compromiso sacramental, bautismal y eucarístico.
Los santos ante las Reglas y votos privados
El ejemplo de los santos es siempre para la espiritualidad cristiana la exégesis más viva y cierta del Evangelio de Jesucristo. Y en nuestro tema actual de reglas y votos, el ejemplo de los santos da, también para los laicos, muy valiosas enseñanzas. He aquí algunos ejemplos.
Santa Margarita María de Alacoque sentía gran repugnancia a aceptar cargos, acudir al locutorio y escribir cartas: «sin embargo, fue preciso que me sacrificara a todo eso, y no tuve paz hasta que me obligué a ello con voto... Un voto, bien cumplido, es un arma poderosa para defenderse contra el enemigo de nuestra salvación» (Carta CXXXV, 17-I-1690). En 1686 hizo un voto por el que se obligaba en diecisiete puntos. San Pablo de la Cruz, a los 27 años, durante un largo retiro en el que concibió la fundación de los Pasionistas, hizo «voto de privar al cuerpo de todo gusto superfluo» (Diario espiritual 1-II-1721). Santa María Micaela del Santísimo Sacramento (+1865), cuando aún vivía como seglar en casa de su hermano, hizo voto de obedecer a su cuñada en todos los asuntos de la casa, sin que ésta lo supiera; lo que a ella le trajo muy grandes progresos en abnegación y caridad, y a la familia mucha paz (Autobiografía 106).
En este aprecio común de los santos por reglas y votos, destaca especialmente San Claudio La Colombière (+1682). «Hay un método particular de entrega a Dios que el Beato [hoy Santo] aprecia, y que ha practicado como punto central en su vida: es hacer voto a Dios, para vivir con mayor plenitud y firmeza la entrega que se le hace». Y así, observa el padre Igartua, «recomienda el voto de hacer oración, aunque con prudentes cautelas de seguridad (Carta LXXI)... Por supuesto, ha aconsejado, en las ocasiones en que lo veía posible y oportuno, el voto de castidad. Y estima tanto el voto que nos liga a Dios, que a propósito de los tres votos religiosos, compromiso con Dios, exclamará con alegría: "¡Oh, si pudiéramos, en lugar de tres, unirnos por un millón de cadenas a ese amable Esposo!"» (Igartua, Escritos... 69).
San Claudio, por su parte, emitió un voto realmente notable, como él mismo refiere. Durante los Ejercicios espirituales de 1674, después de haberlo meditado durante tres o cuatro años, escribe así: «me he entregado enteramente a Vos, oh Dios mío», haciendo voto de guardar todas las Reglas, sin excepción, para «reparar el daño que hasta este momento no he dejado de haceros al ofenderos». Se compromete, pues, con voto a guardar todas las reglas, las de la Compañía de Jesús, las de modestia, escritas por San Ignacio, las propias de todo sacerdote. Y está convencido de «que va a entrar al hacerlo en el reino de la libertad y de la paz».
Y realmente, mirando el conjunto de las obligaciones que contrae, se comprende que él mismo haya escrito en su Retiro de 1677: «Es del todo evidente que, sin una particular protección, sería casi imposible guardar este voto. Lo he renovado con todo mi corazón, y espero que Nuestro Señor no permitirá que jamás lo viole». Durante ese mismo año, en Londres, escribía: «La perfecta observancia de las reglas es una fuente de bendiciones. De mí sé decirle que mis reglas son mi tesoro... ¡Oh santas Reglas, bienaventurada el alma que ha sabido poneros en su corazón y conocer cuán provechosas sois!» (Carta 107; Escritos... 46-49).
Así es como este gran santo llegó a ser «servidor perfecto y amigo fiel» de Jesucristo. Lo que él pretendía alcanzar, atándose con tanta humildad y obligándose tan estrictamente, era precisamente la perfecta libertad del amor. Y por eso -como recordaba Juan Pablo II en la homilía de su canonización-, solía decir al fin de su vida: «Tengo un corazón libre».
Conveniencia ayer y hoy de reglas de vida y votos laicales
En tiempos de vida cristiana relativamente floreciente no son tan necesarias las ayudas espirituales que pueden hallarse en promesas y votos, planes y reglas de vida, asociaciones laicales, etc. Si también existen entonces estas ayudas complementarias a la vida común de la Iglesia local, existen como complementos perfectivos de una vida cristiana ya en sí relativamente sana y fuerte. Y es que cuando las prácticas de penitencia y de caridad fraterna, la misa y el rosario diario, la confesión frecuente, la austeridad de vida en vestidos, comidas, diversiones, están generalizadas, al menos entre las familias cristianas fervorosas, basta la costumbre, y no es tan necesaria la ley. Para la salud espiritual del pueblo cristiano, ciertamente, es mejor la buena costumbre que la buena ley. Una y otra trazan caminos de vida. Pero aún en tiempos de profunda vida cristiana, carne, mundo y demonio siguen siendo enemigos poderosos de la vida en Cristo, y también entonces tienen pleno sentido los votos, las promesas, las reglas de vida.
Ahora bien, normas de vida y compromisos personales se hacen «casi necesarios» para la perfección cristiana de los laicos cuando éstos han de vivir en Iglesias locales descristianizadas. De otro modo, sin costumbres populares cristianas, más aún, envueltos por todas partes en costumbres paganas, viven como a la intemperie, sin una casa espiritual en la que cobijarse, y se enfrían; caminan sin camino que les vaya llevando en la buena dirección, y se pierden; ven fallar una y otra vez sus buenos propósitos, al tener tan pocas ayudas y tantísimas dificultades. Eso explica, en buena parte, que en los últimos decenios hayan surgido en la Iglesia tan gran número de grupos y comunidades, movimientos y asociaciones laicales, que de un modo u otro se dan a sí mismos una regla de vida.
Por lo demás, tengamos claro que tiene una muy larga tradición en la Iglesia que los cristianos laicos busquen la perfección con ayuda de reglas de vida y vínculos obligatorios de uno u otro género. Es lo que, ya desde la Edad Media a nuestros días, han hecho tantas Ordenes terceras, Cofradías, hermandades de Penitentes, Oratorios, Congregaciones marianas, etc. San Vicente de Paul (+1660), por ejemplo, escribió un buen número de Reglas y Reglamentos para sacerdotes, religiosas y laicos.
San Luis María Grignion de Monfort (+1716), de modo semejante, con ocasión de las Misiones que predicaba al pueblo, elaboró diversos Reglamentos, que asegurasen una santa vida cristiana en las asociaciones de laicos que fundaba. Así compuso el Reglamento de las Cuarenta y Cuatro vírgenes, y también el Reglamento de los Penitentes Blancos, y otros varios. En ellos se dan normas sobre la oración, la frecuencia de misa y sacramentos, mortificaciones corporales, etc., y se proscriben lujos, pleitos judiciales, adornos vanidosos y ciertas costumbres indecentes.
Otras veces, son los directores espirituales los que dan a sus dirigidos un reglamento de vida, un conjunto de normas privadas, específicamente dispuestas para la persona en cuestión. Un conjunto de normas que, por supuesto, es estudiado con el dirigido, y que va cambiando con los años.
San Pablo de la Cruz (+1775), que con motivo de sus muchos viajes apostólicos, hubo de llevar dirección espiritual de muchas personas por carta, escribiendo, por ejemplo, a un cierto Don Juan (1737), le envía un reglamento personal de vida, que incluye oración, misa, comunión, confesión, visitas al Santísimo, jaculatorias, ayunos y mortificaciones, recogimiento de la vista y moderación en las diversiones, concretando frecuencias, modos y maneras. Algo semejante hace en el Breve Reglamento Espiritual para doña María Juana Venturi, una señora casada (24-III-1737; siete reglas de vida para Lucrecia Bastiani, 9 de ... 1760). Y este gran misionero, que en sus cartas enviaba a veces estas reglas de vida a sus dirigidos, una y otra vez les exhortaba a que las cumpliesen: «Manténgase fiel a las santas reglas que le di» (A Inés Grazi 30-XII-1730).
Estos ejemplos nos certifican que santos pastores, al cultivar la vida perfecta de los laicos en el Evangelio, no les han dado únicamente espíritu, sino también reglas de vida, eventualmente profesadas con ciertos votos o vínculos semejantes.
Fuente: http://www.gratisdate.org/
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