Caminos laicales de perfección
P. José María Iraburu
2. La santificación de los laicos en el mundo
Permaneciendo en el mundo, la vida entera de los laicos ha de ir haciéndose santificante para ellos. Y concretamente estas dimensiones, que son las coordenadas más peculiares de la vida laical: el matrimonio y la familia, el trabajo y la renovación del mundo secular.
Matrimonio y trabajo
«Creó Dios al hombre a imagen suya, y los creó varón y mujer; y los bendijo Dios, diciéndoles: "procread y multiplicaos y henchid la tierra [familia]; sometedla y dominad [trabajo] sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, y sobre los ganados y todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra"» (Gén 1, 27-28). Este designio grandioso del Creador del universo va a cumplirse plenamente en Cristo, en la Iglesia, en los laicos cristianos.
En efecto, la familia, el trabajo y todo el orden secular se vieron degradados por el pecado, y quedaron sumidos en la sordidez de la maldad y del egoísmo (Vat. II, GS 37). Pero Cristo sanó todas esas realidades temporales, haciendo de ellas el marco de una vida admirable, santa y santificante, destinada a crecer hasta la perfección evangélica (38).
«Los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortalecidos y como consagrados por un sacramento especial, con cuya fuerza, al cumplir su misión conyugal y familiar, animados del espíritu de Cristo, que penetra toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios» (GS 48b). El matrimonio y la familia son, por tanto, en este sentido, un estado de perfección.
E igualmente el trabajo, pues toda la actividad humana laboriosa, «así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste, con su acción, no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo... Por tanto, ésta es la norma de la actividad humana que, de acuerdo con los designios y voluntad de Dios, sea conforme al auténtico bien del género humano, y permita al hombre, como individuo y miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación» (GS 35; Laborem exercens 1981, 24-27).
La renovación del orden temporal
Por otra parte, toda la actividad secular, que tan profundamente está herida por el pecado, ha de ser santificada por Cristo en los cristianos y a través de ellos. Según esto, «es obligación de toda la Iglesia trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de instaurar rectamente el orden de los bienes temporales, ordenándolos hacia Dios por Jesucristo. Corresponde a los pastores manifestar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo, y prestar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las cosas temporales. Pero es preciso que los laicos asuman como obligación suya propia la restauración del orden temporal, y que, conducidos por la luz del Evangelio y por la mente de la Iglesia, y movidos por la caridad cristiana, actúen directamente y en forma concreta» (Vat. II, AA 7de).
Lo que Cristo Salvador hizo con el matrimonio, diferenciándolo de sus lamentables versiones mundanas, restaurándolo en su verdad primera, elevándolo por un sacramento, y haciendo de él una fuente continua de santificación para los esposos y padres, eso es lo que quiere hacer con todas las demás realidades temporales: el trabajo y la vida social, la escuela, la economía y la política, la filosofía y el arte.
Buscar la santidad en el mundo
Biblia y tradición nos enseñan que los tres enemigos de la obra de Dios en el hombre son mundo, carne y demonio. Y que en este combate, la ventaja del religioso sobre el laico viene principalmente en referencia al mundo, pues aquél, por la clausura monástica o la vida apostólica, al menos en buena medida, lo «ha dejado todo».
En efecto, cuando un cristiano busca la santidad en la vida religiosa, renuncia al mundo, y con otros hermanos animados del mismo propósito, avanza, aunque sea imperfectamente a los comienzos, por el camino perfecto trazado por una Regla de vida. Es un camino recto y bien determinado, y la autoridad apostólica de la Iglesia asegura que lleva a perfección —a quien lo sigue fielmente, claro—.
En cambio, cuando un cristiano busca la santidad en la vida laical, no deja el mundo, pues sigue teniendo familia, casa y trabajos. No suele tener en esa búsqueda de la santidad compañeros de marcha, ni tampoco un camino ya trazado por el que avanzar, sino que muchas veces ha de ir adelante como un explorador que se abre camino en la selva con su machete. En cualquier momento puede sufrir y sufre graves tentaciones, acometidas violentas de alguna fiera o continuos ataques de mosquitos capaces de enfermarle con su picadura... ¿Cómo podrá avanzar, en tales circunstancias, hacia la perfección evangélica, es decir, hasta el perfecto amor de Dios y del prójimo? Que podrá avanzar es algo cierto, pues está eficazmente llamado por Dios a la perfecta santidad. ¿Pero cómo podrá hacerlo? ¿Cómo actuará en él la gracia del Salvador?...
Libres del mundo
De los tres enemigos «el mundo es el enemigo menos dificultoso». Esta afirmación de San Juan de la Cruz la dirigía a un religioso, que ya por su género de vida había dejado al mundo (Cautelas a un religioso 2). Pero creo yo que él diría lo mismo a un laico: «el mundo es el enemigo menos dificultoso», también para los cristianos que viven en el mundo su vocación secular. La flaqueza de la carne, es decir, la propia condición de pecador, y las insidias del diablo son enemigos mucho más fuertes y duraderos que los lazos del mundo, con ser éstos tan peligrosos y continuos.
Pues bien, ¿cómo se produce la victoria de los laicos sobre el mundo? De varios modos fundamentales:
—Por el conocimiento de la verdad del mundo. «Ésta es la victoria que vence al mundo, [la verdad de] nuestra fe» (1 Jn 5, 4). Los laicos que tienden a la perfección, conociendo la verdad evangélica, descubren en seguida la mentira y el pecado del mundo. No hace falta apenas predicarles acerca de esto: ya lo saben de sobra. A medida que van conociendo los pensamientos y caminos de Cristo, ven que son contrarios en muchísimas cosas a los del mundo, y que «los pensamientos de los hombres son insubstanciales» (Sal 93, 11). A medida que se van empeñando en dejar que Cristo viva en ellos, hallan resistencias, objeciones y burlas por todas partes.
Entre todos los cristianos que tienden de verdad a la santidad, son precisamente los laicos quienes conocen más de cerca y con un realismo más concreto la miseria del mundo secular, la sordidez de la vida de aquellos que andan «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2, 12). Quizá, es cierto, tarden un poco más en descubrir la vanidad del mundo, atraídos por él en sus años jóvenes; pero su maldad y su falsedad las conocen en cuanto comienzan a vivir de veras en Cristo, aunque sean niños o adolescentes. Y cuando estos laicos ven el ingenuo optimismo rousseauniano de algunos ideólogos cristianos, no pueden menos de considerarlos con pena como alienados, como personas que están en las nubes de sus ideologías, sin pisar la realidad de la tierra.
—Por una gran libertad del mundo. Entienden bien estos laicos —repito, en la medida en que tienden sinceramente hacia la santidad—, que no podrán ir adelante si no vencen al mundo, liberándose de sus condicionamientos negativos. Y ahora es, precisamente, cuando conocen hasta qué punto estaban antes sujetos al mundo en mentalidad y costumbres. En efecto, ahora comprenden bien aquello del Apóstol: «No os conforméis a este siglo, sino transformaos por la renovación de la mente, procurando conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta» (Rm 12, 2).
Si un hombre está atado por cadenas a un rincón, y en él lleva años viviendo, termina por no darse cuenta de que está encadenado. Allí hace su vida. Pero el día en que intenta salir de su rincón, al punto experimenta la fuerza limitante de sus cadenas. Del mismo modo, el cristiano más o menos avenido con el mundo secular no se siente sujeto a éste por cadenas invisibles. Solamente cuando intente, conducido por Cristo, salir de esa esclavitud mundana a la libertad de la vida evangélica, se sentirá atado, en expresión de Santa Teresa, a «esta farsa de esta vida tan mal concertada» (Vida 21, 6).
—Por una vida renovadora del mundo secular. Los cristianos libres del mundo, dóciles al Espíritu Santo que renueva la faz de la tierra, van desarrollando en sí mismos una vida nueva y santa en la familia, el trabajo, la vida social. Así viven el éxodo heroico que, sin dejar el mundo, va a permitirles salir de Egipto, adentrarse en el Desierto, y llegar a la Tierra Prometida. El mismo Cristo que vence al mundo en los religiosos, asistiéndoles con su gracia para que «no lo tengan», es decir, para que lo dejen, es el que con su gracia va a asistir a los laicos para que «lo tengan como si no lo tuviesen» (1 Cor 7, 29-31). Y no es fácil decir cuál de las dos maravillas de gracia es más admirable.
Libres del mundo, los laicos que tienden a la perfección conocen sus engaños y maldades con facilidad, y poco a poco van conociendo también su vanidad. Van sabiendo a qué atenerse frente al mundo, ante el sexo, el trabajo, la acción política, y no incurren en las visiones ingenuas de quienes quizá saben de todo eso más por los libros que por las realidades concretas.
Y el mismo Salvador que les libra de respetos humanos y de fascinaciones seculares, les da amor al mundo visible, amor benéfico y compasivo, caridad abnegada, eficaz, ingeniosa, fuerza para hacer el bien en la familia y el trabajo, en la cultura y las instituciones, sencillez de palomas y prudencia de serpientes (Mt 10, 16). Por eso, ante los males del mundo no están amargados o agresivos, ni asustados; no están tampoco a la defensiva, lo que sin duda trae consigo ceder un día un poco en esto, y otro poco en aquello, hasta quedar mundanizados. Al contrario, alegrándose siempre en el Señor (Flp 4, 4), en quien tienen su fuerza y su esperanza, día a día van afirmando en sus vidas un mundo nuevo, distinto y mejor, y así es como «consagran el mismo mundo a Dios» (LG 34b): los padres cultivando sus niños, el funcionario o el comerciante con su gente, el trabajador en su huerto, oficina o taller, el enfermo en su cama, y todos, con no pocos aprietos, abandonándose siempre confiadamente a la guía de Dios providente, que les va enseñando y santificando cada día.
—Por el martirio. Y cuando esta vida cristiana, tensa hacia la santidad, han de vivirla en un mundo profundamente paganizado, entonces, inevitablemente, son mártires de Cristo, pues «todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones» (2 Tim 3, 12). ¡Y qué persecuciones tan terribles sufren los laicos! Se diría que aún más duras, frecuentes e insidiosas, al menos en ciertos aspectos, que las que han de sufrir sacerdotes y religiosos. La búsqueda de la santidad suele encontrar en el mundo persecuciones muy especiales, que no se dan en el monasterio o en la vida sacerdotal y religiosa.
Por otra parte, al laico que tiende con fuerza hacia la santidad suelen afectarle muy especialmente las resistencias que, con frecuencia, halla «entre sus parientes y en su familia» (Mc 6, 4), es decir, en «los de su propia casa» (Mt 10, 36; 10, 37; Miq 7, 6; Lc 12, 52-53; 18, 29). Ellas constituyen las presiones hostiles más penosas y eficaces, pues si no las vence, con actitudes frecuentemente heroicas, no podrá ir adelante por el camino de Cristo.
Por eso, cuando algunos autores actuales intentan caracterizar la vida religiosa por el radicalismo de sus opciones evangélicas (J. M. R. Tillard, T. Matura, etc.), aunque haya parte de verdad en lo que dicen, no son en absoluto convincentes sus planteamientos. La radicalidad evangélica, que lleva a actitudes muchas veces heroicas, pertenece tanto a los laicos que buscan la perfección en el mundo, como a los religiosos que la buscan renunciando a él y consagrándose inmediatamente al Reino.
Los laicos cristianos son mártires de Cristo precisamente por su inmersión en el mundo secular, en el que buscan la santidad. No sufrirían esos martirios si renunciaran a la vida perfecta, y se conciliaran, aunque sea un poco, con el mundo. Y tampoco los sufrirían, al menos del mismo modo, si vivieran en un monasterio o en un convento de vida apostólica.
Son laicos mártires, y lo son precisamente porque en el mundo «guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús», sin dejar que la Bestia diabólica ponga su sello en sus frentes o en sus manos (Ap 12, 17; 13, 15-17). A ellos, que son las primicias de la Nueva Creación, y que están en el mundo «como forasteros y peregrinos» (1 Pe 2, 11), Dios les ha asignado, como a los apóstoles, «el último lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres» (1 Cor 4, 9).
—Por un milagro continuo de la gracia. ¡Y qué espectáculo el de los cristianos que tienden a la santidad en el mundo! ¡Qué milagro permanente! Es algo tan prodigioso como la santificación de aquellos a quienes Dios ha concedido dejar la vida del mundo. Ellos son como aquellos tres jóvenes que fueron arrojados al horno ardiente:
«El ángel del Señor había descendido al horno con Azarías y sus compañeros, y apartaba del horno las llamas del fuego y hacía que el interior del horno estuviera como si en él soplara un viento fresco. Y el fuego no los tocaba absolutamente, ni los afligía ni les causaba molestia. Entonces los tres a una voz alabaron y glorificaron y bendijeron a Dios en el horno: "Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y ensalzado por los siglos"» (Dan 3, 49-52).
Las tentaciones de la vida en el mundo
Antes de describir los aspectos más positivos de la santificación laical, recordaré las tentaciones que los laicos han de sufrir de un modo peculiar. En efecto, «las preocupaciones de esta vida y el atractivo de las riquezas», y tantos otros «impedimentos», que pueden dejar el corazón «dividido», son peligros especiales, de los que Cristo avisa a los cristianos que viven en el siglo (Mt 13, 22; 1 Cor 7, 34-35). Advierto, sin embargo, antes de analizarlos, que son, efectivamente, grandes y continuas tentaciones, pero que lo son sobre todo para aquellos cristianos que no buscan la santidad, es decir, que no intentan amar a Cristo y al prójimo con todo el corazón. Es decir, son peligros muy temibles para los cristianos en la medida en que éstos den culto al mundo, y estén arrodillados ante él con una o las dos rodillas. En cambio, como veremos, para quienes buscan la santidad, son peldaños ascendentes en la escala de la perfección. Señalaré, concretamente, algunos:
—Las añadiduras. Un grupo de laicos -una familia, por ejemplo- que, en la orientación de su conjunto, no tienda a la perfección, establece necesariamente en muchas cosas de su vida en común el primado práctico de las añadiduras sobre los intereses del Reino. Se invierte así en la mentalidad y en las costumbres la norma de Cristo: «Buscad primero el Reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 6, 33). Se hace entonces normal y no chocante que los cristianos reserven sus mayores esfuerzos para las añadiduras -unas oposiciones, un régimen dietético o gimnástico, aprender un idioma, etc.-, y se muestren torpes y débiles en la búsqueda del Reino. Es normal, según eso, que se diga: «Con este viaje de vacaciones, no sé si podremos asistir a los oficios de Semana Santa». Y lo que resulta raro es lo contrario: «Mejor será que renunciemos a ese viaje, pues no nos dejaría celebrar bien la Semana Santa».
—El desorden. En los grupos laicales, tanto la heterogeneidad de sus miembros, como el hecho de que en cuanto grupo no suelen tender a la perfección, produce un notable desorden. Por eso el orden personal ha de realizarse, por decirlo así, en el interior de un desorden crónico y en una cierta solidaridad de amor con él. También esto presenta riesgos peculiares. Los religiosos tienen un camino que ordena su vida, pero los laicos no.
—Los apegos a las criaturas. La tradición bíblica y la propia experiencia nos enseña que, dada la flaqueza del corazón humano, es más difícil tener los bienes de este mundo como si no se tuvieran, que no tenerlos. Poseer criaturas, y no estar apegado a ellas desordenadamente -aunque sea un poquito-, es más difícil que no poseerlas, y seguir a Cristo con el corazón libre. Es éste, sencillamente, el privilegio de la pobreza evangélica sobre la riqueza.
—La dedicación habitual a lo natural. Sobrenaturalizar en el espíritu las obras sobrenaturales -predicar, administrar los sacramentos- es de suyo más fácil que sobrenaturalizar aquéllas obras que en sí son naturales -arar un campo, llevar un comercio-. Pero los laicos han de dedicarse habitualmente a obras de suyo naturales (Síntesis 199-201).
El bien dificultado y el mal facilitado
Es cierto así que en la vida religiosa las obras mejores —la oración, la pobreza, el apostolado, etc.—, suelen verse facilitadas, y se practican sin especiales obstáculos exteriores. Y también es cierto que esas mismas cosas, por el contrario, se ven en la vida laical tan dificultadas, que en ocasiones están casi impedidas. Y así, cosas buenas que los religiosos realizan sin mayor esfuerzo pueden resultar heroicas para los laicos.
El religioso, por ejemplo, habría de realizar un esfuerzo para no ir a la oración con la comunidad, mientras que el laico para retirarse a rezar un rato ha de ir normalmente a la contra de su ambiente. Y con lo malo ocurre, lógicamente, lo contrario: males que para los religiosos se ven lejanos e impedidos, están próximos y facilitados para los laicos. Para hacer un gasto superfluo, por ejemplo, el religioso ha de hacer un esfuerzo contra la Regla, la costumbre y el juicio de la comunidad, mientras que al laico, para incurrir en gastos innecesarios, le basta con dejarse llevar por el estilo de vida familiar, por la costumbre mundana y por la propaganda comercial. Y así en tantas otras cosas.
Todo esto es cierto: es revelado y comprobado por la experiencia. Se trata de dificultades tan reales que a los apóstoles, cuando aún no habían recibido el Espíritu Santo, les llevó a dudar: «¿entonces, quién puede salvarse?». Pero a nosotros, enseñados por el Espíritu Santo y por los apóstoles, nos lleva a afirmar con toda seguridad: «para los hombres esto es imposible; pero para Dios, todas las cosas son posibles» (Mt 19, 25-26). Toda santificación cristiana es obra sobrenatural de la gracia, y si los religiosos pueden, por milagro de la gracia, «no tener» el mundo, los laicos, por milagro también de la gracia, pueden «tenerlo como si no lo tuvieran». Y no podría decirse que un milagro sea mayor que el otro. Pues bien, veamos cómo se produce en los laicos el milagro de la santificación en el Espíritu de Cristo.
La armadura de Dios
Tanto como los religiosos, los laicos necesitan una vida ascética vigorosa, y en cierto modo la necesitan aún más. Viviendo con frecuencia los cristianos seglares en medios tan difíciles, han de ayudarse con toda la armadura de Dios que describe San Pablo (Ef 6, 12-18).
Echemos a un lado, ya desde el principio, el engaño de estimar monásticas o propias de religiosos aquellas armas y herramientas espirituales que son simplemente evangélicas. Toda la ascética-mística cristiana pertenece a los laicos, tanto como a los religiosos, aunque con otros modos. A ellos se dirigen todas las enseñanzas de Jesucristo y de los grandes santos, tanto aquéllas que solemos llamar, aunque impropiamente, ascesis negativas -sacarse el ojo que escandaliza, o el pie y la mano, ayunar, asociarse a la Cruz con penitencias, expiar por los pecados propios y ajenos, etc.-, como las ascesis positivas -oraciones y limosnas, obras de misericordia, de apostolado, etc.-.
Han de hacer los laicos todo lo que Cristo les dé hacer, todo lo que su Espíritu Santo, como he dicho, quiera hacer en ellos. En nada deben frenar al Espíritu alegando que son laicos, y que «eso no va con la vocación laical» o «con la condición secular». Si Dios les da ayunar o hacer grandes limosnas, háganlo con acción de gracias. Si les da rezar la Liturgia de las Horas, háganlo sin dudar, y agradezcan al Señor tal privilegio. Si los mueve Dios a no tener televisión, renuncien a tenerla en buena hora («sáquense el ojo» si les escandaliza). Todos los santos laicos canonizados han hecho cosas semejantes. Hagan, pues, ellos concretamente como Dios les dé hacer, incondicionalmente, sin que su condición laical les justifique la más pequeña resistencia, y sin tener nunca miedo a parecer raros a los ojos del mundo.
Caminar rectamente por caminos torcidos
Es verdad que los laicos muchas veces se ven obligados a recorrer caminos imperfectos, que, objetivamente considerados, no tienen la rectitud de los caminos propios de la vida religiosa. Unos se ven constreñidos a dedicar al trabajo mucho más tiempo del que sería ideal, otros han de aceptar una lamentable vida de riquezas, que viene exigida por sus familiares, otro... Y este caminar por «sendas tortuosas», por una u otra razón, viene a ser muchas veces lo normal en el laico. ¿Cómo podrá, pues, «andar en rectitud» (Prov 14, 2) el que ha de caminar por caminos tan torcidos?
La posibilidad en los laicos de esa rectitud perfecta de vida ha de ser afirmada y defendida con la absoluta convicción de lo que pertenece a la fe. Recuerdo aquí, en primer lugar, que la santidad consiste en la perfección de la caridad, y que es, pues, algo interior, que puede desarrollarse en condiciones exteriores sumamente imperfectas. Pero a este principio añadiré solamente dos de las claves fundamentales de la santificación laical.
1. Con actos intensos
Las virtudes crecen por actos intensos, no por actos remisos, apenas conscientes y voluntarios. Ahora bien, los actos intensos que acrecientan las virtudes, de hecho, no se realizan, al menos en los comienzos de la vida espiritual, sino ante las pruebas de la vida, que la Providencia divina dispone con tanto amor (Síntesis 151-155).
Pues bien, siendo esto así, hemos de afirmar que las virtudes hallan en la vida laical ocasiones innumerables para ejercitarse en actos intensos, no pocas veces heroicos.
Dar una limosna, ir a confesarse, apagar el televisor a tiempo, cualquier obra buena impulsada en un momento por el Espíritu Santo en el laico, puede requerir en él para salir adelante actos espirituales sumamente intensos. Que un joven, por ejemplo, para mejor vivir la pobreza evangélica, siga trasladándose en bicicleta, cuando todos sus compañeros tienen grandes motocicletas, rápidas y elegantes, es una pobreza comparable en mérito a la de San Francisco de Asís, con el complemento de que resulta mucho menos admirable, y bastante más humillante. Pues bien, por éstos y tantos otros actos semejantes el cristiano seglar, asistido siempre por la gracia divina, crece de día en día en la virtud, y se va configurando a Cristo.
El seglar, pues, tiene que ver la vida de su hogar o de su lugar de trabajo como un gimnasio espiritual inapreciable, dispuesto por la Providencia divina con todo amor, para que en él ejercite los músculos espirituales de la paciencia -¡cuántas ocasiones, viviendo entre imperfectos!-, la oración -la oración continua, estimulada por tantas alegrías, problemas y penalidades-, la abnegación de los gustos personales ante quienes afirman los suyos con apego, la caridad y el perdón de las ofensas, etc. ¡Cuántas y cuántas ocasiones!...
Esto nos recuerda aquello que San Juan de la Cruz le decía a un religioso: «no ha venido a otra cosa al convento sino para que le labren y ejerciten en la virtud, y que es como piedra, que la han de pulir y labrar antes que la asienten en el edificio... Y todas estas mortificaciones y molestias debe sufrir con paciencia interior, callando por amor de Dios, entendiendo que no vino a la Religión para otra cosa sino para que lo labrasen así y fuese digno del cielo» (Cuatro avisos 3). Una vez más comprendemos que la espiritualidad religiosa y la espiritualidad laical, aunque diversas en algunos aspectos modales, en el fondo son muy semejantes.
«Todas las cosas colaboran al bien de los que aman a Dios» (Rm 8, 28). En efecto, todos los «impedimentos», las «dificultades» y «obstáculos» para el crecimiento de la caridad, cuando el laico busca de veras la santidad en el mundo (atención a esto: cuando el laico busca sinceramente la perfección evangélica), se transforman al punto en peldaños ascendentes, y se convierten en ocasiones privilegiadas para los actos intensos de las virtudes. El desorden ajeno, por ejemplo, que en el curso de las actividades ha de padecer un laico, de suyo tan enojoso y peligroso, se hace entonces, si lo sabe sufrir como una cruz, un estímulo continuo para la paciencia y para una abnegación de sí mismo muy profunda. Y así sucede con todo.
2. Con la cruz a cuestas
Hay una Cruz muy grande en «las tribulaciones de la carne». San Pablo, el teólogo del matrimonio (Ef 5, 22-33), advierte a los casados: «tendréis que estar sometidos a la tribulación de la carne, que yo quisiera ahorraros» (1 Cor 7, 28). Pues bien, nada santifica tanto como la cruz de Cristo, y el cristiano laico que de verdad busca la santidad ¡cuánto ha de sufrir a causa de aquellos con quienes convive y trabaja, no apasionados éstos normalmente en ese mismo empeño de perfección! En esto casi habría que dar la vuelta a las palabras de Cristo -guardando su sentido, claro-: ¡qué angosto es el camino que ha de llevar al laico hacia la perfección, y qué ancho el que lleva hacia la misma meta al religioso! (Mt 7, 13-14). Hablo, insisto, de aquellos laicos que están en el mundo buscando la perfección evangélica. De ellos decía Santa Teresa: tengo «lástima de gente espiritual que está obligada a estar en el mundo por algunos santos fines, que es terrible la cruz que en esto llevan» (Vida 37, 11).
Pues bien, estas penas de la vida hacen participar directamente de la pasión de Cristo. Y qué grandes y numerosas suelen ser en los que viven en el mundo... ¡Cuántas cosas de la tierra desilusionan, y no eran como se deseaban! ¡Cuántas separaciones y resistencias, cuántas demoras y frustraciones inevitables! ¡Cuántas y qué dolorosas imperfecciones en personas tan próximas y queridas!... Todo eso va implícito en la misma condición de la vida secular, y más aún si ésta, al menos en su ambiente medio, no es vivida a la luz del Evangelio. Ni los mismos laicos santos se dan plena cuenta de lo que sufren... Muchas de esas cosas, por supuesto, dejarían de afligirles si ellos abandonaran su pretensión de santidad.
Por eso, todo cuanto se diga de la virtualidad santificante de estas penas de la vida, si son bien llevadas, y de su capacidad para acrecentar la abnegación, la humildad, la paciencia y la caridad, es poco (Síntesis 282-284). También, pues, en este sentido el camino laical, aunque no tiene ni puede tener la perfección objetiva del camino trazado por una Regla religiosa, puede hacerse por la gracia de Cristo una maravilla de santificación continua.
Rectificar los caminos torcidos
Andando por los caminos torcidos del siglo, el cristiano laico habrá de hacer dos cosas: o caminar por ellos rectamente, cuando no es posible enderezarlos, o aplicarse a rectificarlos, si se puede. He hablado hasta aquí de lo primero. Veamos brevemente lo segundo.
«Vino nuevo en odres nuevos» (Mt 7, 19). El laico que intenta vivir con perfección el Evangelio en el mundo necesariamente intenta rectificar el imperfecto camino secular que recorre; se entiende, cuando esto es posible. Y si no lo intentara, es que no sigue fielmente a Jesucristo, y que alegando su condición laical, se hace cómplice, más o menos, de los males del mundo. Entonces, cuando el vino nuevo que los cristianos han recibido del Espíritu de Cristo es volcado en odres viejos, es decir, en las viejas costumbres seculares, todo se echa a perder: el vino y los odres.
Los cristianos, por tanto, en un esfuerzo personal, familiar y también comunitario y social, han de empeñarse en rectificar los caminos seculares vigentes, aquellos caminos que ellos mismos están andando. Eso mismo, por ejemplo, que con la gracia de Cristo han hecho con el matrimonio mundano, sanándolo de abortos, divorcios, adulterios y concubinatos, y restaurándolo en su sagrada monogamia original, han de hacer con todas las realidades seculares que han de vivir. En efecto, ellos deben purificar, transformar y elevar el noviazgo y las vacaciones, los modos de disponer la casa, el vestido, el uso del dinero y del horario cotidiano, la proporción entre el gasto y la limosna, entre el ocio y el trabajo, el sueño y la vigilia, la maneras de celebrar bodas, nacimientos, defunciones: todo, y más que todo eso, el pensamiento y el arte, el orden social y económico, todo ha de ser renovado por la vida y la acción de los cristianos laicos. «Vino nuevo en odres nuevos».
Y si en esas cosas, o en algunas al menos, se dejan llevar por lo usual en el mundo, no podrán ir muy lejos por los caminos de la perfección evangélica. «Vino nuevo en odres viejos». Los laicos han de vivir, por fidelidad a su propia vocación, una vida secular, pero según una santa secularidad cristiana, que es indeciblemente diferente de una secularidad mundana. «No os unáis en yunta desigual con los infieles. ¿Qué tiene que ver la rectitud con la maldad? ¿Puede unirse la luz con las tinieblas? ¿Pueden estar de acuerdo Cristo y el diablo? ¿Irán a medias el fiel y el infiel? ¿Son compatibles el templo de Dios y los ídolos?» (2 Cor 6, 14-16).
Ha de intentar el laico una vida cristiana secular integralmente sana, -digo intentar-. Pero eso está pidiendo a gritos «odres nuevos». No es bastante, pues, que los laicos lleven en tantas cosas una vida secular mundana, al menos en sus formas exteriores, considerándola como un tributo inevitable o incluso conveniente a la condición secular, y que luego, semanal o mensualmente, traten de sanearse con una misa, un retiro o una convivencia. Al hombre, por ejemplo, que se abandona a su gusto en el comer, y que está peligrosamente grueso, en lugar de comer habitualmente con exceso y realizar luego curas de adelgazamiento periódicas, más le valdría sin duda llevar una dieta continuamente sana. De modo semejante, lo que los laicos deben pretender con sus retiros periódicos, convivencias y otras prácticas tan convenientes, es ir logrando una vida interior y exterior continuamente evangélica, sana y vigorizante en todo y para todos los miembros de la comunidad familiar, libre de cuanto pueda intoxicar la mente, el corazón o el cuerpo.
Muchos cristianos no parecen darse cuenta del grado de mundanización que padecen, y, como dice San Juan de la Cruz, «entienden que basta con cualquier manera de retiramiento y reformación en las cosas» (2 Subida 7, 5). En este sentido, se puede hacer mucho mal a los cristianos laicos cuando se les insiste, sin las matizaciones debidas, en las grandes posibilidades de santificación que hay viviendo según los modos ordinarios seculares, y llevando una vida perfectamente normal.
En realidad, «los modos usuales de la vida en el mundo» suelen ser profundamente embrutecedores y resistentes al Espíritu Santo, y están urgiendo siempre a la conciencia cristiana ser rectificados cuanto antes, y no sólo en pequeños detalles. Por otra parte, si a ese culto a la normalidad secular se añade luego el correspondiente temor a parecer raros, se cierra ya con ello definitivamente a los laicos el camino hacia la santidad. Lograrán una perfecta secularidad secular, pero no alcanzarán aquella santa secularidad cristiana a la que están llamados por el Señor, que es muy distinta. «Vino nuevo, odres nuevos».
Por sus frutos los conoceréis
Caminando con rectitud por caminos torcidos, y aplicándose siempre que es posible a rectificarlos, los laicos que buscan la santidad crecen en ella día a día, y todo lo transforman en ocasiones de santificación propia y ajena. Pues bien, que esta afirmación no es mera teoría, que no es una simple hipótesis casi nunca confirmada por la experiencia, se puede comprobar en la vida real del pueblo cristiano. Pocas personas llegan a la perfección cristiana, es cierto; son «tan pocas que me da vergüenza decirlo» (Sta. Teresa, Vida 15, 5; S. Juan de la Cruz, 1 Noche 8, 1; 11, 4; Llama 2, 27); pero entre los cristianos santos, los laicos ocupan una proporción no pequeña.
Hallamos, sin esforzarnos mucho en la búsqueda, seglares cristianos admirables, dóciles en todo al Espíritu Santo, abnegados y pacientes, fieles a la enseñanza y la disciplina de la Iglesia. Ignorantes muchas veces de su propia perfección, se muestran sacrificados en el amor al prójimo en formas muchas veces heroicas, sin darle mayor importancia a su heroicidad, ya que les viene exigida por las circunstancias -«y estando así las cosas ¿qué otra cosa hubiera podido hacer yo?»-. No se trata aquí muchas veces, por ejemplo, de la religiosa que se va a cuidar leprosos a un país pobre, sino de la madre que durante tantos años cuida de un hijo sinvergüenza o de un anciano inaguantable. Estos laicos fieles, por ejemplo, cuando tienen familia numerosa, abandonándose sin miedo a la Providencia divina, acogen para siempre en su casa a media docena de hijos, es decir, de pobres... Son heroicos con toda sencillez y normalmente sin saberlo.
Estos laicos santos son a veces santos ejemplares, que están realmente en su ambiente social como luz, sal y fermento. Pero otras veces son santos no-ejemplares, cuando la perfección de su vida interior se ve constreñida a ocultarse en formas exteriores imperfectas (Síntesis 167-169). En todo caso, son santos curtidos en las luchas con el mundo, que quizá tienen cicatrices en el alma, pero éstas, una vez sanadas, serán verdaderas condecoraciones de guerra. Estos santos laicos con facilidad se sienten pequeños, y así se atienen a lo que la Iglesia enseña, alegrándose siempre de la doctrina católica, sea la Familiaris consortio o el Catecismo universal. En ellos pueden encontrarse verdades de la fe -hacer penitencia en Cuaresma, ofrecer misas por los difuntos, tener devoción a ciertos santos, etc.- que en otros ambientes más altos y distinguidos quizá se perdieron. Y las mismas imperfecciones inevitables de su vida exterior les ayudan a ser humildes.
Laicos y religiosos
Entre los años 1940 y 1970, y aún después, hubo muchos escritos tratando de establecer una espiritualidad laical o seglar bien distinta de la espiritualidad de los religiosos, lo que produjo desarrollos teológicos y prácticos muy valiosos. Hubo, sin embargo, en esa tendencia aspectos negativos, empobrecedores, que fueron neutralizados por aquellos autores que acentuaron ante todo la unidad de la espiritualidad cristiana en todas sus diversas vocaciones (Louis Bouyer, Alvaro Huerga).
Aquí diré solamente, limitándome a la experiencia práctica, que en la dirección espiritual, por ejemplo, se comprueba una profunda semejanza entre la vida espiritual de los laicos y de los religiosos, cuando unos y otros aspiran realmente a la santidad. Ya la doctrina teológica sobre preceptos y consejos, especialmente la de Santo Tomás, nos enseña claramente que el Espíritu Santo produce una misma perfectio interior en los laicos y religiosos. Y que unos y otros siguen de verdad a Jesucristo dejándolo todo, unos efectivamente y otros afectivamente, esto es, in dispositione animæ, no en el exterior.
Pues bien, en la guía espiritual de quienes sinceramente pretenden la santidad, se ve, y se ve con toda claridad, que uno mismo es el esplendor de la gracia de Cristo que reviste a los laicos y a los religiosos. Se ve que al punto los laicos irían al noviciado o al seminario o a misiones si el Señor les llamase. Y también se observa que cuando estos laicos y religiosos se encuentran, se da entre ellos una segura coincidencia espiritual. Un solo Evangelio, un mismo altar, unos mismos santos, iluminan la vida de todos. Son diversos, sin duda, ciertos matices y modos prácticos de sus vidas, pero están viviendo lo mismo.
El mismo Espíritu que hace posible a los casados, por ejemplo, la abstinencia conyugal periódica, cuando es conveniente, es el que sostiene la abstinencia total de los llamados a la virginidad; y la austeridad de vida de unos viene a ser lo mismo que la pobreza religiosa de otros.
Ejemplaridad de los religiosos
Por otra parte, en lo que he llamado rectificación de los caminos torcidos, objetivamente imperfectos, los laicos han de tener en cuenta la ejemplaridad profunda de los religiosos, aunque hayan de realizarla en formas diversas. En efecto, los laicos, al remodelar sus costumbres para vivir el Evangelio en plenitud, habrán de atender al ejemplo personal y carismático de los santos, pero también al ejemplo comunitario e institucional de los religiosos. Podemos comprobar esto, a modo de ejemplo, considerando algunas cuestiones importantes.
—La Regla religiosa asegura la primacía del Reino sobre las añadiduras: en efecto, ordena y dirige la vida de los religiosos, que así no queda abandonada a la improvisación, al gusto o a la devoción espiritual transitoria, y manda seguir, con ganas o sin ellas, un camino trazado con todo cuidado a la luz de la fe y de la tradición de los santos. Pues bien, un plan de vida, que asegure sobre todo las cosas de Dios -las del mundo ya están bien urgidas por éste-, hasta hacer de ellas santas costumbres, rige con flexibilidad la vida personal y familiar de aquellos laicos que buscan de verdad la santidad en el mundo. En el hogar cristiano hay un orden que conduce a Dios. Promesas o votos privados vendrán a veces a asegurar la estabilidad de los buenos propósitos. En seguida he de volver sobre estas cuestiones (Síntesis 551-553).
—La obediencia a un superior gobierna la comunidad religiosa, orientándola a la santidad y guardándola de abusos, y ayuda al religioso a salir de su propia voluntad, abandonándose a la de Dios. Pues bien, los padres, como superiores naturales, deben ser igualmente perfeccionadores espirituales de sus hijos, no permitiéndoles abusos -en gastos o diversiones, vestidos, sueño, costumbres, etc.-, y fomentando en ellos la práctica de todo lo bueno -sobriedad, limosna, oración, lectura-. Y la dirección espiritual, como veremos, extiende de algún modo a los laicos la bendición de la obediencia.
—El convento religioso, por otra parte, inspira siempre el modo santo de un hogar cristiano. Evidentemente, tendrá éste otras formas concretas bien diversas, pero sin duda habrá de tener un mismo espíritu y estilo. Los padres y los hijos, bajo la acción de Dios, se muestran «ingeniosos para el bien e inocentes para el mal» (Rm 16, 19). Lo examinan todo, y se quedan con lo bueno, apartándose hasta de la apariencia del mal (1 Tes 5, 22). Si en el convento, por ejemplo, no ven o apenas ven la televisión, en el hogar cristiano o no tienen televisión o la usan con extremada cautela -saben que es como tener un tigre en casa: si no está bien atado, es un suicidio colectivo-.
Esta homogeneidad entre laicos y religiosos se produce necesariamente cuando unos y otros, como debe ser, pretenden antes que nada y con toda su alma el Reino de Dios y su santidad, y esperan todo lo demás como añadiduras. Y que esa semejanza no es imposible, se ve en que durante siglos, en muchas partes de vieja cristiandad, la vida de los hogares cristianos buenos -oración y lectura, comida y vestido, trabajo y descanso, etc.- se parece mucho a la de los conventos, y la transición de unos a otros es suave y natural -lo que en buena parte explica el alto número de las vocaciones religiosas-. Y comprobamos lo mismo a la inversa: cuando entre el monasterio religioso y el hogar cristiano laico hay un abismo de diferencias, eso significa que el hogar familiar se ha mundanizado y ya apenas es cristiano.
Un ejemplo bien gráfico. Los religiosos no gastan apenas ni dinero ni tiempo en el vestido, pues éste es «sencillo y modesto, pobre y al mismo tiempo digno» (Vat. II, PC 17), «signo de su consagración y testimonio de pobreza» (Código c. 669). Pues bien, si nos fijamos concretamente en la moda femenina, observamos que durante la mayor parte de la historia de la Iglesia el vestir de las religiosas y de las mujeres seglares es bastante semejante. Unas y otras llevan un hábito digno y sobrio (1 Pe 3, 3-6), con alguna conveniente complementación de adorno en las seglares. Pero, por el contrario, también es de experiencia -aunque más breve-, que allí donde las religiosas visten como las seglares, éstas visten como si fueran paganas.
En esta cuestión, como en tantas otras, vemos que se produce un movimiento ascendente cuando los laicos viven el Evangelio tomando ejemplo de los religiosos: todo el pueblo cristiano tira entonces de los paganos hacia arriba, actuando en ellos como luz, sal y fermento. Por el contrario, es inevitable el movimiento descendente cuando los religiosos imitan a los seglares, pues entonces éstos siguen los modos de los paganos... Y todo se va hacia abajo.
Renuncia final de los laicos al mundo
La maravillosa sabiduría del amor de Dios hace que, al final de su vida secular, en la ancianidad y la muerte, también los laicos, lo mismo que los religiosos, renuncian al mundo. En este sentido, es normal que en los cristianos laicos que han tendido sinceramente hacia la perfección, antes de morir, crezca una inclinación cada vez más apremiante a abstenerse del mundo visible, para prepararse mejor a gozar sólo de Dios.
P. José María Iraburu
2. La santificación de los laicos en el mundo
Permaneciendo en el mundo, la vida entera de los laicos ha de ir haciéndose santificante para ellos. Y concretamente estas dimensiones, que son las coordenadas más peculiares de la vida laical: el matrimonio y la familia, el trabajo y la renovación del mundo secular.
Matrimonio y trabajo
«Creó Dios al hombre a imagen suya, y los creó varón y mujer; y los bendijo Dios, diciéndoles: "procread y multiplicaos y henchid la tierra [familia]; sometedla y dominad [trabajo] sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, y sobre los ganados y todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra"» (Gén 1, 27-28). Este designio grandioso del Creador del universo va a cumplirse plenamente en Cristo, en la Iglesia, en los laicos cristianos.
En efecto, la familia, el trabajo y todo el orden secular se vieron degradados por el pecado, y quedaron sumidos en la sordidez de la maldad y del egoísmo (Vat. II, GS 37). Pero Cristo sanó todas esas realidades temporales, haciendo de ellas el marco de una vida admirable, santa y santificante, destinada a crecer hasta la perfección evangélica (38).
«Los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortalecidos y como consagrados por un sacramento especial, con cuya fuerza, al cumplir su misión conyugal y familiar, animados del espíritu de Cristo, que penetra toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios» (GS 48b). El matrimonio y la familia son, por tanto, en este sentido, un estado de perfección.
E igualmente el trabajo, pues toda la actividad humana laboriosa, «así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste, con su acción, no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo... Por tanto, ésta es la norma de la actividad humana que, de acuerdo con los designios y voluntad de Dios, sea conforme al auténtico bien del género humano, y permita al hombre, como individuo y miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación» (GS 35; Laborem exercens 1981, 24-27).
La renovación del orden temporal
Por otra parte, toda la actividad secular, que tan profundamente está herida por el pecado, ha de ser santificada por Cristo en los cristianos y a través de ellos. Según esto, «es obligación de toda la Iglesia trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de instaurar rectamente el orden de los bienes temporales, ordenándolos hacia Dios por Jesucristo. Corresponde a los pastores manifestar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo, y prestar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las cosas temporales. Pero es preciso que los laicos asuman como obligación suya propia la restauración del orden temporal, y que, conducidos por la luz del Evangelio y por la mente de la Iglesia, y movidos por la caridad cristiana, actúen directamente y en forma concreta» (Vat. II, AA 7de).
Lo que Cristo Salvador hizo con el matrimonio, diferenciándolo de sus lamentables versiones mundanas, restaurándolo en su verdad primera, elevándolo por un sacramento, y haciendo de él una fuente continua de santificación para los esposos y padres, eso es lo que quiere hacer con todas las demás realidades temporales: el trabajo y la vida social, la escuela, la economía y la política, la filosofía y el arte.
Buscar la santidad en el mundo
Biblia y tradición nos enseñan que los tres enemigos de la obra de Dios en el hombre son mundo, carne y demonio. Y que en este combate, la ventaja del religioso sobre el laico viene principalmente en referencia al mundo, pues aquél, por la clausura monástica o la vida apostólica, al menos en buena medida, lo «ha dejado todo».
En efecto, cuando un cristiano busca la santidad en la vida religiosa, renuncia al mundo, y con otros hermanos animados del mismo propósito, avanza, aunque sea imperfectamente a los comienzos, por el camino perfecto trazado por una Regla de vida. Es un camino recto y bien determinado, y la autoridad apostólica de la Iglesia asegura que lleva a perfección —a quien lo sigue fielmente, claro—.
En cambio, cuando un cristiano busca la santidad en la vida laical, no deja el mundo, pues sigue teniendo familia, casa y trabajos. No suele tener en esa búsqueda de la santidad compañeros de marcha, ni tampoco un camino ya trazado por el que avanzar, sino que muchas veces ha de ir adelante como un explorador que se abre camino en la selva con su machete. En cualquier momento puede sufrir y sufre graves tentaciones, acometidas violentas de alguna fiera o continuos ataques de mosquitos capaces de enfermarle con su picadura... ¿Cómo podrá avanzar, en tales circunstancias, hacia la perfección evangélica, es decir, hasta el perfecto amor de Dios y del prójimo? Que podrá avanzar es algo cierto, pues está eficazmente llamado por Dios a la perfecta santidad. ¿Pero cómo podrá hacerlo? ¿Cómo actuará en él la gracia del Salvador?...
Libres del mundo
De los tres enemigos «el mundo es el enemigo menos dificultoso». Esta afirmación de San Juan de la Cruz la dirigía a un religioso, que ya por su género de vida había dejado al mundo (Cautelas a un religioso 2). Pero creo yo que él diría lo mismo a un laico: «el mundo es el enemigo menos dificultoso», también para los cristianos que viven en el mundo su vocación secular. La flaqueza de la carne, es decir, la propia condición de pecador, y las insidias del diablo son enemigos mucho más fuertes y duraderos que los lazos del mundo, con ser éstos tan peligrosos y continuos.
Pues bien, ¿cómo se produce la victoria de los laicos sobre el mundo? De varios modos fundamentales:
—Por el conocimiento de la verdad del mundo. «Ésta es la victoria que vence al mundo, [la verdad de] nuestra fe» (1 Jn 5, 4). Los laicos que tienden a la perfección, conociendo la verdad evangélica, descubren en seguida la mentira y el pecado del mundo. No hace falta apenas predicarles acerca de esto: ya lo saben de sobra. A medida que van conociendo los pensamientos y caminos de Cristo, ven que son contrarios en muchísimas cosas a los del mundo, y que «los pensamientos de los hombres son insubstanciales» (Sal 93, 11). A medida que se van empeñando en dejar que Cristo viva en ellos, hallan resistencias, objeciones y burlas por todas partes.
Entre todos los cristianos que tienden de verdad a la santidad, son precisamente los laicos quienes conocen más de cerca y con un realismo más concreto la miseria del mundo secular, la sordidez de la vida de aquellos que andan «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2, 12). Quizá, es cierto, tarden un poco más en descubrir la vanidad del mundo, atraídos por él en sus años jóvenes; pero su maldad y su falsedad las conocen en cuanto comienzan a vivir de veras en Cristo, aunque sean niños o adolescentes. Y cuando estos laicos ven el ingenuo optimismo rousseauniano de algunos ideólogos cristianos, no pueden menos de considerarlos con pena como alienados, como personas que están en las nubes de sus ideologías, sin pisar la realidad de la tierra.
—Por una gran libertad del mundo. Entienden bien estos laicos —repito, en la medida en que tienden sinceramente hacia la santidad—, que no podrán ir adelante si no vencen al mundo, liberándose de sus condicionamientos negativos. Y ahora es, precisamente, cuando conocen hasta qué punto estaban antes sujetos al mundo en mentalidad y costumbres. En efecto, ahora comprenden bien aquello del Apóstol: «No os conforméis a este siglo, sino transformaos por la renovación de la mente, procurando conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta» (Rm 12, 2).
Si un hombre está atado por cadenas a un rincón, y en él lleva años viviendo, termina por no darse cuenta de que está encadenado. Allí hace su vida. Pero el día en que intenta salir de su rincón, al punto experimenta la fuerza limitante de sus cadenas. Del mismo modo, el cristiano más o menos avenido con el mundo secular no se siente sujeto a éste por cadenas invisibles. Solamente cuando intente, conducido por Cristo, salir de esa esclavitud mundana a la libertad de la vida evangélica, se sentirá atado, en expresión de Santa Teresa, a «esta farsa de esta vida tan mal concertada» (Vida 21, 6).
—Por una vida renovadora del mundo secular. Los cristianos libres del mundo, dóciles al Espíritu Santo que renueva la faz de la tierra, van desarrollando en sí mismos una vida nueva y santa en la familia, el trabajo, la vida social. Así viven el éxodo heroico que, sin dejar el mundo, va a permitirles salir de Egipto, adentrarse en el Desierto, y llegar a la Tierra Prometida. El mismo Cristo que vence al mundo en los religiosos, asistiéndoles con su gracia para que «no lo tengan», es decir, para que lo dejen, es el que con su gracia va a asistir a los laicos para que «lo tengan como si no lo tuviesen» (1 Cor 7, 29-31). Y no es fácil decir cuál de las dos maravillas de gracia es más admirable.
Libres del mundo, los laicos que tienden a la perfección conocen sus engaños y maldades con facilidad, y poco a poco van conociendo también su vanidad. Van sabiendo a qué atenerse frente al mundo, ante el sexo, el trabajo, la acción política, y no incurren en las visiones ingenuas de quienes quizá saben de todo eso más por los libros que por las realidades concretas.
Y el mismo Salvador que les libra de respetos humanos y de fascinaciones seculares, les da amor al mundo visible, amor benéfico y compasivo, caridad abnegada, eficaz, ingeniosa, fuerza para hacer el bien en la familia y el trabajo, en la cultura y las instituciones, sencillez de palomas y prudencia de serpientes (Mt 10, 16). Por eso, ante los males del mundo no están amargados o agresivos, ni asustados; no están tampoco a la defensiva, lo que sin duda trae consigo ceder un día un poco en esto, y otro poco en aquello, hasta quedar mundanizados. Al contrario, alegrándose siempre en el Señor (Flp 4, 4), en quien tienen su fuerza y su esperanza, día a día van afirmando en sus vidas un mundo nuevo, distinto y mejor, y así es como «consagran el mismo mundo a Dios» (LG 34b): los padres cultivando sus niños, el funcionario o el comerciante con su gente, el trabajador en su huerto, oficina o taller, el enfermo en su cama, y todos, con no pocos aprietos, abandonándose siempre confiadamente a la guía de Dios providente, que les va enseñando y santificando cada día.
—Por el martirio. Y cuando esta vida cristiana, tensa hacia la santidad, han de vivirla en un mundo profundamente paganizado, entonces, inevitablemente, son mártires de Cristo, pues «todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones» (2 Tim 3, 12). ¡Y qué persecuciones tan terribles sufren los laicos! Se diría que aún más duras, frecuentes e insidiosas, al menos en ciertos aspectos, que las que han de sufrir sacerdotes y religiosos. La búsqueda de la santidad suele encontrar en el mundo persecuciones muy especiales, que no se dan en el monasterio o en la vida sacerdotal y religiosa.
Por otra parte, al laico que tiende con fuerza hacia la santidad suelen afectarle muy especialmente las resistencias que, con frecuencia, halla «entre sus parientes y en su familia» (Mc 6, 4), es decir, en «los de su propia casa» (Mt 10, 36; 10, 37; Miq 7, 6; Lc 12, 52-53; 18, 29). Ellas constituyen las presiones hostiles más penosas y eficaces, pues si no las vence, con actitudes frecuentemente heroicas, no podrá ir adelante por el camino de Cristo.
Por eso, cuando algunos autores actuales intentan caracterizar la vida religiosa por el radicalismo de sus opciones evangélicas (J. M. R. Tillard, T. Matura, etc.), aunque haya parte de verdad en lo que dicen, no son en absoluto convincentes sus planteamientos. La radicalidad evangélica, que lleva a actitudes muchas veces heroicas, pertenece tanto a los laicos que buscan la perfección en el mundo, como a los religiosos que la buscan renunciando a él y consagrándose inmediatamente al Reino.
Los laicos cristianos son mártires de Cristo precisamente por su inmersión en el mundo secular, en el que buscan la santidad. No sufrirían esos martirios si renunciaran a la vida perfecta, y se conciliaran, aunque sea un poco, con el mundo. Y tampoco los sufrirían, al menos del mismo modo, si vivieran en un monasterio o en un convento de vida apostólica.
Son laicos mártires, y lo son precisamente porque en el mundo «guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús», sin dejar que la Bestia diabólica ponga su sello en sus frentes o en sus manos (Ap 12, 17; 13, 15-17). A ellos, que son las primicias de la Nueva Creación, y que están en el mundo «como forasteros y peregrinos» (1 Pe 2, 11), Dios les ha asignado, como a los apóstoles, «el último lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres» (1 Cor 4, 9).
—Por un milagro continuo de la gracia. ¡Y qué espectáculo el de los cristianos que tienden a la santidad en el mundo! ¡Qué milagro permanente! Es algo tan prodigioso como la santificación de aquellos a quienes Dios ha concedido dejar la vida del mundo. Ellos son como aquellos tres jóvenes que fueron arrojados al horno ardiente:
«El ángel del Señor había descendido al horno con Azarías y sus compañeros, y apartaba del horno las llamas del fuego y hacía que el interior del horno estuviera como si en él soplara un viento fresco. Y el fuego no los tocaba absolutamente, ni los afligía ni les causaba molestia. Entonces los tres a una voz alabaron y glorificaron y bendijeron a Dios en el horno: "Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y ensalzado por los siglos"» (Dan 3, 49-52).
Las tentaciones de la vida en el mundo
Antes de describir los aspectos más positivos de la santificación laical, recordaré las tentaciones que los laicos han de sufrir de un modo peculiar. En efecto, «las preocupaciones de esta vida y el atractivo de las riquezas», y tantos otros «impedimentos», que pueden dejar el corazón «dividido», son peligros especiales, de los que Cristo avisa a los cristianos que viven en el siglo (Mt 13, 22; 1 Cor 7, 34-35). Advierto, sin embargo, antes de analizarlos, que son, efectivamente, grandes y continuas tentaciones, pero que lo son sobre todo para aquellos cristianos que no buscan la santidad, es decir, que no intentan amar a Cristo y al prójimo con todo el corazón. Es decir, son peligros muy temibles para los cristianos en la medida en que éstos den culto al mundo, y estén arrodillados ante él con una o las dos rodillas. En cambio, como veremos, para quienes buscan la santidad, son peldaños ascendentes en la escala de la perfección. Señalaré, concretamente, algunos:
—Las añadiduras. Un grupo de laicos -una familia, por ejemplo- que, en la orientación de su conjunto, no tienda a la perfección, establece necesariamente en muchas cosas de su vida en común el primado práctico de las añadiduras sobre los intereses del Reino. Se invierte así en la mentalidad y en las costumbres la norma de Cristo: «Buscad primero el Reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 6, 33). Se hace entonces normal y no chocante que los cristianos reserven sus mayores esfuerzos para las añadiduras -unas oposiciones, un régimen dietético o gimnástico, aprender un idioma, etc.-, y se muestren torpes y débiles en la búsqueda del Reino. Es normal, según eso, que se diga: «Con este viaje de vacaciones, no sé si podremos asistir a los oficios de Semana Santa». Y lo que resulta raro es lo contrario: «Mejor será que renunciemos a ese viaje, pues no nos dejaría celebrar bien la Semana Santa».
—El desorden. En los grupos laicales, tanto la heterogeneidad de sus miembros, como el hecho de que en cuanto grupo no suelen tender a la perfección, produce un notable desorden. Por eso el orden personal ha de realizarse, por decirlo así, en el interior de un desorden crónico y en una cierta solidaridad de amor con él. También esto presenta riesgos peculiares. Los religiosos tienen un camino que ordena su vida, pero los laicos no.
—Los apegos a las criaturas. La tradición bíblica y la propia experiencia nos enseña que, dada la flaqueza del corazón humano, es más difícil tener los bienes de este mundo como si no se tuvieran, que no tenerlos. Poseer criaturas, y no estar apegado a ellas desordenadamente -aunque sea un poquito-, es más difícil que no poseerlas, y seguir a Cristo con el corazón libre. Es éste, sencillamente, el privilegio de la pobreza evangélica sobre la riqueza.
—La dedicación habitual a lo natural. Sobrenaturalizar en el espíritu las obras sobrenaturales -predicar, administrar los sacramentos- es de suyo más fácil que sobrenaturalizar aquéllas obras que en sí son naturales -arar un campo, llevar un comercio-. Pero los laicos han de dedicarse habitualmente a obras de suyo naturales (Síntesis 199-201).
El bien dificultado y el mal facilitado
Es cierto así que en la vida religiosa las obras mejores —la oración, la pobreza, el apostolado, etc.—, suelen verse facilitadas, y se practican sin especiales obstáculos exteriores. Y también es cierto que esas mismas cosas, por el contrario, se ven en la vida laical tan dificultadas, que en ocasiones están casi impedidas. Y así, cosas buenas que los religiosos realizan sin mayor esfuerzo pueden resultar heroicas para los laicos.
El religioso, por ejemplo, habría de realizar un esfuerzo para no ir a la oración con la comunidad, mientras que el laico para retirarse a rezar un rato ha de ir normalmente a la contra de su ambiente. Y con lo malo ocurre, lógicamente, lo contrario: males que para los religiosos se ven lejanos e impedidos, están próximos y facilitados para los laicos. Para hacer un gasto superfluo, por ejemplo, el religioso ha de hacer un esfuerzo contra la Regla, la costumbre y el juicio de la comunidad, mientras que al laico, para incurrir en gastos innecesarios, le basta con dejarse llevar por el estilo de vida familiar, por la costumbre mundana y por la propaganda comercial. Y así en tantas otras cosas.
Todo esto es cierto: es revelado y comprobado por la experiencia. Se trata de dificultades tan reales que a los apóstoles, cuando aún no habían recibido el Espíritu Santo, les llevó a dudar: «¿entonces, quién puede salvarse?». Pero a nosotros, enseñados por el Espíritu Santo y por los apóstoles, nos lleva a afirmar con toda seguridad: «para los hombres esto es imposible; pero para Dios, todas las cosas son posibles» (Mt 19, 25-26). Toda santificación cristiana es obra sobrenatural de la gracia, y si los religiosos pueden, por milagro de la gracia, «no tener» el mundo, los laicos, por milagro también de la gracia, pueden «tenerlo como si no lo tuvieran». Y no podría decirse que un milagro sea mayor que el otro. Pues bien, veamos cómo se produce en los laicos el milagro de la santificación en el Espíritu de Cristo.
La armadura de Dios
Tanto como los religiosos, los laicos necesitan una vida ascética vigorosa, y en cierto modo la necesitan aún más. Viviendo con frecuencia los cristianos seglares en medios tan difíciles, han de ayudarse con toda la armadura de Dios que describe San Pablo (Ef 6, 12-18).
Echemos a un lado, ya desde el principio, el engaño de estimar monásticas o propias de religiosos aquellas armas y herramientas espirituales que son simplemente evangélicas. Toda la ascética-mística cristiana pertenece a los laicos, tanto como a los religiosos, aunque con otros modos. A ellos se dirigen todas las enseñanzas de Jesucristo y de los grandes santos, tanto aquéllas que solemos llamar, aunque impropiamente, ascesis negativas -sacarse el ojo que escandaliza, o el pie y la mano, ayunar, asociarse a la Cruz con penitencias, expiar por los pecados propios y ajenos, etc.-, como las ascesis positivas -oraciones y limosnas, obras de misericordia, de apostolado, etc.-.
Han de hacer los laicos todo lo que Cristo les dé hacer, todo lo que su Espíritu Santo, como he dicho, quiera hacer en ellos. En nada deben frenar al Espíritu alegando que son laicos, y que «eso no va con la vocación laical» o «con la condición secular». Si Dios les da ayunar o hacer grandes limosnas, háganlo con acción de gracias. Si les da rezar la Liturgia de las Horas, háganlo sin dudar, y agradezcan al Señor tal privilegio. Si los mueve Dios a no tener televisión, renuncien a tenerla en buena hora («sáquense el ojo» si les escandaliza). Todos los santos laicos canonizados han hecho cosas semejantes. Hagan, pues, ellos concretamente como Dios les dé hacer, incondicionalmente, sin que su condición laical les justifique la más pequeña resistencia, y sin tener nunca miedo a parecer raros a los ojos del mundo.
Caminar rectamente por caminos torcidos
Es verdad que los laicos muchas veces se ven obligados a recorrer caminos imperfectos, que, objetivamente considerados, no tienen la rectitud de los caminos propios de la vida religiosa. Unos se ven constreñidos a dedicar al trabajo mucho más tiempo del que sería ideal, otros han de aceptar una lamentable vida de riquezas, que viene exigida por sus familiares, otro... Y este caminar por «sendas tortuosas», por una u otra razón, viene a ser muchas veces lo normal en el laico. ¿Cómo podrá, pues, «andar en rectitud» (Prov 14, 2) el que ha de caminar por caminos tan torcidos?
La posibilidad en los laicos de esa rectitud perfecta de vida ha de ser afirmada y defendida con la absoluta convicción de lo que pertenece a la fe. Recuerdo aquí, en primer lugar, que la santidad consiste en la perfección de la caridad, y que es, pues, algo interior, que puede desarrollarse en condiciones exteriores sumamente imperfectas. Pero a este principio añadiré solamente dos de las claves fundamentales de la santificación laical.
1. Con actos intensos
Las virtudes crecen por actos intensos, no por actos remisos, apenas conscientes y voluntarios. Ahora bien, los actos intensos que acrecientan las virtudes, de hecho, no se realizan, al menos en los comienzos de la vida espiritual, sino ante las pruebas de la vida, que la Providencia divina dispone con tanto amor (Síntesis 151-155).
Pues bien, siendo esto así, hemos de afirmar que las virtudes hallan en la vida laical ocasiones innumerables para ejercitarse en actos intensos, no pocas veces heroicos.
Dar una limosna, ir a confesarse, apagar el televisor a tiempo, cualquier obra buena impulsada en un momento por el Espíritu Santo en el laico, puede requerir en él para salir adelante actos espirituales sumamente intensos. Que un joven, por ejemplo, para mejor vivir la pobreza evangélica, siga trasladándose en bicicleta, cuando todos sus compañeros tienen grandes motocicletas, rápidas y elegantes, es una pobreza comparable en mérito a la de San Francisco de Asís, con el complemento de que resulta mucho menos admirable, y bastante más humillante. Pues bien, por éstos y tantos otros actos semejantes el cristiano seglar, asistido siempre por la gracia divina, crece de día en día en la virtud, y se va configurando a Cristo.
El seglar, pues, tiene que ver la vida de su hogar o de su lugar de trabajo como un gimnasio espiritual inapreciable, dispuesto por la Providencia divina con todo amor, para que en él ejercite los músculos espirituales de la paciencia -¡cuántas ocasiones, viviendo entre imperfectos!-, la oración -la oración continua, estimulada por tantas alegrías, problemas y penalidades-, la abnegación de los gustos personales ante quienes afirman los suyos con apego, la caridad y el perdón de las ofensas, etc. ¡Cuántas y cuántas ocasiones!...
Esto nos recuerda aquello que San Juan de la Cruz le decía a un religioso: «no ha venido a otra cosa al convento sino para que le labren y ejerciten en la virtud, y que es como piedra, que la han de pulir y labrar antes que la asienten en el edificio... Y todas estas mortificaciones y molestias debe sufrir con paciencia interior, callando por amor de Dios, entendiendo que no vino a la Religión para otra cosa sino para que lo labrasen así y fuese digno del cielo» (Cuatro avisos 3). Una vez más comprendemos que la espiritualidad religiosa y la espiritualidad laical, aunque diversas en algunos aspectos modales, en el fondo son muy semejantes.
«Todas las cosas colaboran al bien de los que aman a Dios» (Rm 8, 28). En efecto, todos los «impedimentos», las «dificultades» y «obstáculos» para el crecimiento de la caridad, cuando el laico busca de veras la santidad en el mundo (atención a esto: cuando el laico busca sinceramente la perfección evangélica), se transforman al punto en peldaños ascendentes, y se convierten en ocasiones privilegiadas para los actos intensos de las virtudes. El desorden ajeno, por ejemplo, que en el curso de las actividades ha de padecer un laico, de suyo tan enojoso y peligroso, se hace entonces, si lo sabe sufrir como una cruz, un estímulo continuo para la paciencia y para una abnegación de sí mismo muy profunda. Y así sucede con todo.
2. Con la cruz a cuestas
Hay una Cruz muy grande en «las tribulaciones de la carne». San Pablo, el teólogo del matrimonio (Ef 5, 22-33), advierte a los casados: «tendréis que estar sometidos a la tribulación de la carne, que yo quisiera ahorraros» (1 Cor 7, 28). Pues bien, nada santifica tanto como la cruz de Cristo, y el cristiano laico que de verdad busca la santidad ¡cuánto ha de sufrir a causa de aquellos con quienes convive y trabaja, no apasionados éstos normalmente en ese mismo empeño de perfección! En esto casi habría que dar la vuelta a las palabras de Cristo -guardando su sentido, claro-: ¡qué angosto es el camino que ha de llevar al laico hacia la perfección, y qué ancho el que lleva hacia la misma meta al religioso! (Mt 7, 13-14). Hablo, insisto, de aquellos laicos que están en el mundo buscando la perfección evangélica. De ellos decía Santa Teresa: tengo «lástima de gente espiritual que está obligada a estar en el mundo por algunos santos fines, que es terrible la cruz que en esto llevan» (Vida 37, 11).
Pues bien, estas penas de la vida hacen participar directamente de la pasión de Cristo. Y qué grandes y numerosas suelen ser en los que viven en el mundo... ¡Cuántas cosas de la tierra desilusionan, y no eran como se deseaban! ¡Cuántas separaciones y resistencias, cuántas demoras y frustraciones inevitables! ¡Cuántas y qué dolorosas imperfecciones en personas tan próximas y queridas!... Todo eso va implícito en la misma condición de la vida secular, y más aún si ésta, al menos en su ambiente medio, no es vivida a la luz del Evangelio. Ni los mismos laicos santos se dan plena cuenta de lo que sufren... Muchas de esas cosas, por supuesto, dejarían de afligirles si ellos abandonaran su pretensión de santidad.
Por eso, todo cuanto se diga de la virtualidad santificante de estas penas de la vida, si son bien llevadas, y de su capacidad para acrecentar la abnegación, la humildad, la paciencia y la caridad, es poco (Síntesis 282-284). También, pues, en este sentido el camino laical, aunque no tiene ni puede tener la perfección objetiva del camino trazado por una Regla religiosa, puede hacerse por la gracia de Cristo una maravilla de santificación continua.
Rectificar los caminos torcidos
Andando por los caminos torcidos del siglo, el cristiano laico habrá de hacer dos cosas: o caminar por ellos rectamente, cuando no es posible enderezarlos, o aplicarse a rectificarlos, si se puede. He hablado hasta aquí de lo primero. Veamos brevemente lo segundo.
«Vino nuevo en odres nuevos» (Mt 7, 19). El laico que intenta vivir con perfección el Evangelio en el mundo necesariamente intenta rectificar el imperfecto camino secular que recorre; se entiende, cuando esto es posible. Y si no lo intentara, es que no sigue fielmente a Jesucristo, y que alegando su condición laical, se hace cómplice, más o menos, de los males del mundo. Entonces, cuando el vino nuevo que los cristianos han recibido del Espíritu de Cristo es volcado en odres viejos, es decir, en las viejas costumbres seculares, todo se echa a perder: el vino y los odres.
Los cristianos, por tanto, en un esfuerzo personal, familiar y también comunitario y social, han de empeñarse en rectificar los caminos seculares vigentes, aquellos caminos que ellos mismos están andando. Eso mismo, por ejemplo, que con la gracia de Cristo han hecho con el matrimonio mundano, sanándolo de abortos, divorcios, adulterios y concubinatos, y restaurándolo en su sagrada monogamia original, han de hacer con todas las realidades seculares que han de vivir. En efecto, ellos deben purificar, transformar y elevar el noviazgo y las vacaciones, los modos de disponer la casa, el vestido, el uso del dinero y del horario cotidiano, la proporción entre el gasto y la limosna, entre el ocio y el trabajo, el sueño y la vigilia, la maneras de celebrar bodas, nacimientos, defunciones: todo, y más que todo eso, el pensamiento y el arte, el orden social y económico, todo ha de ser renovado por la vida y la acción de los cristianos laicos. «Vino nuevo en odres nuevos».
Y si en esas cosas, o en algunas al menos, se dejan llevar por lo usual en el mundo, no podrán ir muy lejos por los caminos de la perfección evangélica. «Vino nuevo en odres viejos». Los laicos han de vivir, por fidelidad a su propia vocación, una vida secular, pero según una santa secularidad cristiana, que es indeciblemente diferente de una secularidad mundana. «No os unáis en yunta desigual con los infieles. ¿Qué tiene que ver la rectitud con la maldad? ¿Puede unirse la luz con las tinieblas? ¿Pueden estar de acuerdo Cristo y el diablo? ¿Irán a medias el fiel y el infiel? ¿Son compatibles el templo de Dios y los ídolos?» (2 Cor 6, 14-16).
Ha de intentar el laico una vida cristiana secular integralmente sana, -digo intentar-. Pero eso está pidiendo a gritos «odres nuevos». No es bastante, pues, que los laicos lleven en tantas cosas una vida secular mundana, al menos en sus formas exteriores, considerándola como un tributo inevitable o incluso conveniente a la condición secular, y que luego, semanal o mensualmente, traten de sanearse con una misa, un retiro o una convivencia. Al hombre, por ejemplo, que se abandona a su gusto en el comer, y que está peligrosamente grueso, en lugar de comer habitualmente con exceso y realizar luego curas de adelgazamiento periódicas, más le valdría sin duda llevar una dieta continuamente sana. De modo semejante, lo que los laicos deben pretender con sus retiros periódicos, convivencias y otras prácticas tan convenientes, es ir logrando una vida interior y exterior continuamente evangélica, sana y vigorizante en todo y para todos los miembros de la comunidad familiar, libre de cuanto pueda intoxicar la mente, el corazón o el cuerpo.
Muchos cristianos no parecen darse cuenta del grado de mundanización que padecen, y, como dice San Juan de la Cruz, «entienden que basta con cualquier manera de retiramiento y reformación en las cosas» (2 Subida 7, 5). En este sentido, se puede hacer mucho mal a los cristianos laicos cuando se les insiste, sin las matizaciones debidas, en las grandes posibilidades de santificación que hay viviendo según los modos ordinarios seculares, y llevando una vida perfectamente normal.
En realidad, «los modos usuales de la vida en el mundo» suelen ser profundamente embrutecedores y resistentes al Espíritu Santo, y están urgiendo siempre a la conciencia cristiana ser rectificados cuanto antes, y no sólo en pequeños detalles. Por otra parte, si a ese culto a la normalidad secular se añade luego el correspondiente temor a parecer raros, se cierra ya con ello definitivamente a los laicos el camino hacia la santidad. Lograrán una perfecta secularidad secular, pero no alcanzarán aquella santa secularidad cristiana a la que están llamados por el Señor, que es muy distinta. «Vino nuevo, odres nuevos».
Por sus frutos los conoceréis
Caminando con rectitud por caminos torcidos, y aplicándose siempre que es posible a rectificarlos, los laicos que buscan la santidad crecen en ella día a día, y todo lo transforman en ocasiones de santificación propia y ajena. Pues bien, que esta afirmación no es mera teoría, que no es una simple hipótesis casi nunca confirmada por la experiencia, se puede comprobar en la vida real del pueblo cristiano. Pocas personas llegan a la perfección cristiana, es cierto; son «tan pocas que me da vergüenza decirlo» (Sta. Teresa, Vida 15, 5; S. Juan de la Cruz, 1 Noche 8, 1; 11, 4; Llama 2, 27); pero entre los cristianos santos, los laicos ocupan una proporción no pequeña.
Hallamos, sin esforzarnos mucho en la búsqueda, seglares cristianos admirables, dóciles en todo al Espíritu Santo, abnegados y pacientes, fieles a la enseñanza y la disciplina de la Iglesia. Ignorantes muchas veces de su propia perfección, se muestran sacrificados en el amor al prójimo en formas muchas veces heroicas, sin darle mayor importancia a su heroicidad, ya que les viene exigida por las circunstancias -«y estando así las cosas ¿qué otra cosa hubiera podido hacer yo?»-. No se trata aquí muchas veces, por ejemplo, de la religiosa que se va a cuidar leprosos a un país pobre, sino de la madre que durante tantos años cuida de un hijo sinvergüenza o de un anciano inaguantable. Estos laicos fieles, por ejemplo, cuando tienen familia numerosa, abandonándose sin miedo a la Providencia divina, acogen para siempre en su casa a media docena de hijos, es decir, de pobres... Son heroicos con toda sencillez y normalmente sin saberlo.
Estos laicos santos son a veces santos ejemplares, que están realmente en su ambiente social como luz, sal y fermento. Pero otras veces son santos no-ejemplares, cuando la perfección de su vida interior se ve constreñida a ocultarse en formas exteriores imperfectas (Síntesis 167-169). En todo caso, son santos curtidos en las luchas con el mundo, que quizá tienen cicatrices en el alma, pero éstas, una vez sanadas, serán verdaderas condecoraciones de guerra. Estos santos laicos con facilidad se sienten pequeños, y así se atienen a lo que la Iglesia enseña, alegrándose siempre de la doctrina católica, sea la Familiaris consortio o el Catecismo universal. En ellos pueden encontrarse verdades de la fe -hacer penitencia en Cuaresma, ofrecer misas por los difuntos, tener devoción a ciertos santos, etc.- que en otros ambientes más altos y distinguidos quizá se perdieron. Y las mismas imperfecciones inevitables de su vida exterior les ayudan a ser humildes.
Laicos y religiosos
Entre los años 1940 y 1970, y aún después, hubo muchos escritos tratando de establecer una espiritualidad laical o seglar bien distinta de la espiritualidad de los religiosos, lo que produjo desarrollos teológicos y prácticos muy valiosos. Hubo, sin embargo, en esa tendencia aspectos negativos, empobrecedores, que fueron neutralizados por aquellos autores que acentuaron ante todo la unidad de la espiritualidad cristiana en todas sus diversas vocaciones (Louis Bouyer, Alvaro Huerga).
Aquí diré solamente, limitándome a la experiencia práctica, que en la dirección espiritual, por ejemplo, se comprueba una profunda semejanza entre la vida espiritual de los laicos y de los religiosos, cuando unos y otros aspiran realmente a la santidad. Ya la doctrina teológica sobre preceptos y consejos, especialmente la de Santo Tomás, nos enseña claramente que el Espíritu Santo produce una misma perfectio interior en los laicos y religiosos. Y que unos y otros siguen de verdad a Jesucristo dejándolo todo, unos efectivamente y otros afectivamente, esto es, in dispositione animæ, no en el exterior.
Pues bien, en la guía espiritual de quienes sinceramente pretenden la santidad, se ve, y se ve con toda claridad, que uno mismo es el esplendor de la gracia de Cristo que reviste a los laicos y a los religiosos. Se ve que al punto los laicos irían al noviciado o al seminario o a misiones si el Señor les llamase. Y también se observa que cuando estos laicos y religiosos se encuentran, se da entre ellos una segura coincidencia espiritual. Un solo Evangelio, un mismo altar, unos mismos santos, iluminan la vida de todos. Son diversos, sin duda, ciertos matices y modos prácticos de sus vidas, pero están viviendo lo mismo.
El mismo Espíritu que hace posible a los casados, por ejemplo, la abstinencia conyugal periódica, cuando es conveniente, es el que sostiene la abstinencia total de los llamados a la virginidad; y la austeridad de vida de unos viene a ser lo mismo que la pobreza religiosa de otros.
Ejemplaridad de los religiosos
Por otra parte, en lo que he llamado rectificación de los caminos torcidos, objetivamente imperfectos, los laicos han de tener en cuenta la ejemplaridad profunda de los religiosos, aunque hayan de realizarla en formas diversas. En efecto, los laicos, al remodelar sus costumbres para vivir el Evangelio en plenitud, habrán de atender al ejemplo personal y carismático de los santos, pero también al ejemplo comunitario e institucional de los religiosos. Podemos comprobar esto, a modo de ejemplo, considerando algunas cuestiones importantes.
—La Regla religiosa asegura la primacía del Reino sobre las añadiduras: en efecto, ordena y dirige la vida de los religiosos, que así no queda abandonada a la improvisación, al gusto o a la devoción espiritual transitoria, y manda seguir, con ganas o sin ellas, un camino trazado con todo cuidado a la luz de la fe y de la tradición de los santos. Pues bien, un plan de vida, que asegure sobre todo las cosas de Dios -las del mundo ya están bien urgidas por éste-, hasta hacer de ellas santas costumbres, rige con flexibilidad la vida personal y familiar de aquellos laicos que buscan de verdad la santidad en el mundo. En el hogar cristiano hay un orden que conduce a Dios. Promesas o votos privados vendrán a veces a asegurar la estabilidad de los buenos propósitos. En seguida he de volver sobre estas cuestiones (Síntesis 551-553).
—La obediencia a un superior gobierna la comunidad religiosa, orientándola a la santidad y guardándola de abusos, y ayuda al religioso a salir de su propia voluntad, abandonándose a la de Dios. Pues bien, los padres, como superiores naturales, deben ser igualmente perfeccionadores espirituales de sus hijos, no permitiéndoles abusos -en gastos o diversiones, vestidos, sueño, costumbres, etc.-, y fomentando en ellos la práctica de todo lo bueno -sobriedad, limosna, oración, lectura-. Y la dirección espiritual, como veremos, extiende de algún modo a los laicos la bendición de la obediencia.
—El convento religioso, por otra parte, inspira siempre el modo santo de un hogar cristiano. Evidentemente, tendrá éste otras formas concretas bien diversas, pero sin duda habrá de tener un mismo espíritu y estilo. Los padres y los hijos, bajo la acción de Dios, se muestran «ingeniosos para el bien e inocentes para el mal» (Rm 16, 19). Lo examinan todo, y se quedan con lo bueno, apartándose hasta de la apariencia del mal (1 Tes 5, 22). Si en el convento, por ejemplo, no ven o apenas ven la televisión, en el hogar cristiano o no tienen televisión o la usan con extremada cautela -saben que es como tener un tigre en casa: si no está bien atado, es un suicidio colectivo-.
Esta homogeneidad entre laicos y religiosos se produce necesariamente cuando unos y otros, como debe ser, pretenden antes que nada y con toda su alma el Reino de Dios y su santidad, y esperan todo lo demás como añadiduras. Y que esa semejanza no es imposible, se ve en que durante siglos, en muchas partes de vieja cristiandad, la vida de los hogares cristianos buenos -oración y lectura, comida y vestido, trabajo y descanso, etc.- se parece mucho a la de los conventos, y la transición de unos a otros es suave y natural -lo que en buena parte explica el alto número de las vocaciones religiosas-. Y comprobamos lo mismo a la inversa: cuando entre el monasterio religioso y el hogar cristiano laico hay un abismo de diferencias, eso significa que el hogar familiar se ha mundanizado y ya apenas es cristiano.
Un ejemplo bien gráfico. Los religiosos no gastan apenas ni dinero ni tiempo en el vestido, pues éste es «sencillo y modesto, pobre y al mismo tiempo digno» (Vat. II, PC 17), «signo de su consagración y testimonio de pobreza» (Código c. 669). Pues bien, si nos fijamos concretamente en la moda femenina, observamos que durante la mayor parte de la historia de la Iglesia el vestir de las religiosas y de las mujeres seglares es bastante semejante. Unas y otras llevan un hábito digno y sobrio (1 Pe 3, 3-6), con alguna conveniente complementación de adorno en las seglares. Pero, por el contrario, también es de experiencia -aunque más breve-, que allí donde las religiosas visten como las seglares, éstas visten como si fueran paganas.
En esta cuestión, como en tantas otras, vemos que se produce un movimiento ascendente cuando los laicos viven el Evangelio tomando ejemplo de los religiosos: todo el pueblo cristiano tira entonces de los paganos hacia arriba, actuando en ellos como luz, sal y fermento. Por el contrario, es inevitable el movimiento descendente cuando los religiosos imitan a los seglares, pues entonces éstos siguen los modos de los paganos... Y todo se va hacia abajo.
Renuncia final de los laicos al mundo
La maravillosa sabiduría del amor de Dios hace que, al final de su vida secular, en la ancianidad y la muerte, también los laicos, lo mismo que los religiosos, renuncian al mundo. En este sentido, es normal que en los cristianos laicos que han tendido sinceramente hacia la perfección, antes de morir, crezca una inclinación cada vez más apremiante a abstenerse del mundo visible, para prepararse mejor a gozar sólo de Dios.
Así es la vida cristiana. En ella, la plena madurez en la vida de gracia coincide con el deseo de morir, renunciando así totalmente al mundo. Y la Iglesia nos enseña a ejercitarnos en este deseo, por ejemplo, en la oración litúrgica de Completas, que viene a ser un ensayo diario de la propia muerte.
Cualquier cristiano que ha llegado ya a la madurez de su vida, en años y en gracia, podrá hacer suyos los sentimientos de San Ignacio de Antioquía: «Ahora os escribo con ansias de morir, porque mi amor está crucificado, y ya no queda en mí el fuego de los deseos terrenos; únicamente siento en mi interior la voz de una agua viva, que murmura en mí y me dice: "ven al Padre"» (Romanos 7, 2).
Consideraciones semejantes, dirigidas a todos los cristianos, hace San Cipriano: «Hemos de pensar y meditar sobre esto: que nosotros hemos renunciado al mundo, y que vivimos aquí durante la vida como extranjeros y peregrinos. Abracemos, pues, aquel día [el de la muerte] que a cada uno señala su domicilio, que nos restituye a nuestro Reino y paraíso, una vez escapados de este mundo y libres de sus lazos. ¿Quién, estando lejos, no se apresura para volver a su patria?... Nosotros tenemos por patria el paraíso» (Tratado sobre la peste 26).
La santidad perfecta de una ofrenda permanente
Así transcurre muchas veces, sencillamente, la vida de los cristianos laicos hasta su muerte. Su hogar y su trabajo, con tantas cosas más, han sido un permanente gimnasio espiritual, donde, bajo la acción del Espíritu Santo, han ido purificándose de sus vicios y desarrollándose día a día en todas las virtudes cristianas. Y aquellos, sobre todo, que han vivido bien centrados en la Eucaristía, han consagrado sus vidas como «una ofrenda permanente», grata a Dios y merecedora de la vida eterna. Al paso de los años, todo lo han ido haciendo, de palabra o de obra, «en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3, 17).
De este modo, explica el Vaticano II, «todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso del alma y del cuerpo, si son hechas en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, gratos a Dios por Jesucristo (1 Pe 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen con toda devoción al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor. De este modo, también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo mismo a Dios» (LG 34b).
¿Y es éste un camino suficiente para la perfección?
-¿No habrá que añadir algo más a todo eso para que la vida de los cristianos laicos sea realmente «un camino de perfección»?
No. El camino que hemos descrito es, de suyo, bajo la acción de la gracia divina, indudablemente suficiente para conducir a la santidad, a la perfección cristiana. ¿Cómo no va a ser bastante para llevar a la santidad, si es vida en Cristo, y él es «el Camino» que lleva al Padre?
San Juan de la Cruz, buscando tranquilizar la conciencia de una señora de Granada, le escribe: «¿Qué quiere? ¿Qué vida o modo de proceder se pinta ella en esta vida? ¿Qué piensa que es servir a Dios, sino no hacer males, guardando sus mandamientos y andar en sus cosas como pudiéremos?... Y como no se yerre, ¿qué hay que acertar, sino ir por el camino llano de la ley de Dios y de la Iglesia, y sólo vivir en fe oscura y verdadera y esperanza cierta y caridad entera, y esperar allá nuestros bienes, viviendo acá como peregrinos, pobres, desterrados, huérfanos, secos, sin camino y sin nada, esperándolo allá todo?».
«Alégrese y fíese de Dios, que muestras le tiene dadas que puede muy bien, y aun lo debe hacer. Y si no, no será mucho que se enoje, viéndola andar tan boba, llevándola Él por donde más la conviene, y habiéndola puesto en puesto tan seguro. No quiera nada sino ese modo, y allane el alma, que buena está, y comulgue como suele» (A doña Juana de Pedraza, 12-X-1589).
Pero aún habrá alguno que se pregunte si se puede acudir en la vida cristiana laical a otros medios especiales para favorecer el crecimiento en la santidad.
Por supuesto que sí. Pueden los laicos, e incluso deben en muchos casos, hacerse de la Adoración Nocturna, servir en Cáritas o en la Catequesis parroquial, afiliarse a uno de los muchos Movimientos y Asociaciones que hoy existen para ayudar la vida cristiana de los seglares, y para estimular su actividad apostólica.
Son innumerables los medios buenos y santos que ofrece Dios en su Iglesia para ayudar el crecimiento espiritual de sus hijos. Yo aquí me limitaré a mostrar, concretamente, la ayuda que los cristianos laicos pueden hallar para su perfeccionamiento evangélico en las consagraciones personales, en las reglas de vida, en los votos, y en la dirección espiritual.
Cualquier cristiano que ha llegado ya a la madurez de su vida, en años y en gracia, podrá hacer suyos los sentimientos de San Ignacio de Antioquía: «Ahora os escribo con ansias de morir, porque mi amor está crucificado, y ya no queda en mí el fuego de los deseos terrenos; únicamente siento en mi interior la voz de una agua viva, que murmura en mí y me dice: "ven al Padre"» (Romanos 7, 2).
Consideraciones semejantes, dirigidas a todos los cristianos, hace San Cipriano: «Hemos de pensar y meditar sobre esto: que nosotros hemos renunciado al mundo, y que vivimos aquí durante la vida como extranjeros y peregrinos. Abracemos, pues, aquel día [el de la muerte] que a cada uno señala su domicilio, que nos restituye a nuestro Reino y paraíso, una vez escapados de este mundo y libres de sus lazos. ¿Quién, estando lejos, no se apresura para volver a su patria?... Nosotros tenemos por patria el paraíso» (Tratado sobre la peste 26).
La santidad perfecta de una ofrenda permanente
Así transcurre muchas veces, sencillamente, la vida de los cristianos laicos hasta su muerte. Su hogar y su trabajo, con tantas cosas más, han sido un permanente gimnasio espiritual, donde, bajo la acción del Espíritu Santo, han ido purificándose de sus vicios y desarrollándose día a día en todas las virtudes cristianas. Y aquellos, sobre todo, que han vivido bien centrados en la Eucaristía, han consagrado sus vidas como «una ofrenda permanente», grata a Dios y merecedora de la vida eterna. Al paso de los años, todo lo han ido haciendo, de palabra o de obra, «en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3, 17).
De este modo, explica el Vaticano II, «todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso del alma y del cuerpo, si son hechas en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, gratos a Dios por Jesucristo (1 Pe 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen con toda devoción al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor. De este modo, también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo mismo a Dios» (LG 34b).
¿Y es éste un camino suficiente para la perfección?
-¿No habrá que añadir algo más a todo eso para que la vida de los cristianos laicos sea realmente «un camino de perfección»?
No. El camino que hemos descrito es, de suyo, bajo la acción de la gracia divina, indudablemente suficiente para conducir a la santidad, a la perfección cristiana. ¿Cómo no va a ser bastante para llevar a la santidad, si es vida en Cristo, y él es «el Camino» que lleva al Padre?
San Juan de la Cruz, buscando tranquilizar la conciencia de una señora de Granada, le escribe: «¿Qué quiere? ¿Qué vida o modo de proceder se pinta ella en esta vida? ¿Qué piensa que es servir a Dios, sino no hacer males, guardando sus mandamientos y andar en sus cosas como pudiéremos?... Y como no se yerre, ¿qué hay que acertar, sino ir por el camino llano de la ley de Dios y de la Iglesia, y sólo vivir en fe oscura y verdadera y esperanza cierta y caridad entera, y esperar allá nuestros bienes, viviendo acá como peregrinos, pobres, desterrados, huérfanos, secos, sin camino y sin nada, esperándolo allá todo?».
«Alégrese y fíese de Dios, que muestras le tiene dadas que puede muy bien, y aun lo debe hacer. Y si no, no será mucho que se enoje, viéndola andar tan boba, llevándola Él por donde más la conviene, y habiéndola puesto en puesto tan seguro. No quiera nada sino ese modo, y allane el alma, que buena está, y comulgue como suele» (A doña Juana de Pedraza, 12-X-1589).
Pero aún habrá alguno que se pregunte si se puede acudir en la vida cristiana laical a otros medios especiales para favorecer el crecimiento en la santidad.
Por supuesto que sí. Pueden los laicos, e incluso deben en muchos casos, hacerse de la Adoración Nocturna, servir en Cáritas o en la Catequesis parroquial, afiliarse a uno de los muchos Movimientos y Asociaciones que hoy existen para ayudar la vida cristiana de los seglares, y para estimular su actividad apostólica.
Son innumerables los medios buenos y santos que ofrece Dios en su Iglesia para ayudar el crecimiento espiritual de sus hijos. Yo aquí me limitaré a mostrar, concretamente, la ayuda que los cristianos laicos pueden hallar para su perfeccionamiento evangélico en las consagraciones personales, en las reglas de vida, en los votos, y en la dirección espiritual.
Fuente: http://www.gratisdate.org/
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