miércoles, 23 de diciembre de 2009

El «sentido» se hizo carne - Joseph Ratzinger

El «sentido» se hizo carne
Cardenal Joseph Ratzinger
Fragmento de un mensaje de Navidad


En la Navidad no celebramos el día natalicio de un hombre grande cualquiera, como los hay muchos. Tampoco celebramos simplemente el misterio de la infancia o de la condición de niño. Ciertamente que lo puro y lo abierto del niño nos hace esperar, nos proporciona esperanza. Nos da ánimos para contar con nuevas posibilidades del hombre. Pero si nosotros nos aferramos demasiado a eso solo, al nuevo comienzo de la vida que se da en el niño, entonces lo único que podría quedar en definitiva sería la tristeza: porque también esto «nuevo» acaba por hacerse algo viejo y usado. También el niño entrará en el campo de concurrencia y de rivalidad de la vida, participará en sus compromisos y en sus humillaciones, y, como remate de todo, acabará siendo, igual que todos, presa y botín de la muerte.

Si nosotros no tuviéramos otra cosa que celebrar que sólo el idilio del nacimiento de un ser humano y de la infancia, entonces en último extremo no quedaría nada de tal idilio. Entonces nada tendríamos que contemplar más que el morir y el volver a ser; entonces cabría preguntarse si el nacer no es algo triste, puesto que sólo lleva a la muerte. Por eso es tan importante observar que aquí ha ocurrido algo más: el Verbo se hizo carne. «Este niño es hijo de Dios», nos dice uno de nuestros villancicos navideños más antiguos. Aquí sucedió lo tremendo, lo impensable y, sin embargo, también lo siempre esperado: Dios vino a habitar entre nosotros. Él se unió tan inseparablemente con el hombre, que este hombre es efectivamente Dios de Dios, luz de luz y a la vez sigue siendo verdadero hombre.

Así vino a nosotros efectivamente el eterno sentido del mundo de tal forma que se le puede contemplar e incluso tocar (cf. 1 Jn 1,1). Pues lo que Juan denomina «la Palabra» o «el Verbo», significa en griego al mismo tiempo algo así como «el sentido». Según eso, podemos también traducir nosotros: «el sentido se ha hecho carne». Pero este sentido no es simplemente una idea corriente que penetra en el mundo. El sentido se ha aplicado a nosotros y ha vuelto a nosotros. El sentido es una palabra, una alocución que se nos dirige. El sentido nos conoce, nos llama, nos conduce. El sentido no es una ley común, en la que nosotros desempeñamos algún papel. Está pensado para cada uno de una manera totalmente personal. Él mismo es una persona: el Hijo del Dios vivo, que nació en el establo de Belén.

A muchos hombres, tal vez nos parece esto demasiado hermoso para que sea verdadero. Aquí se nos dice: sí, existe un sentido. Y el sentido no es una protesta impotente contra lo que carece de sentido. El sentido tiene poder. Es Dios. Y Dios es bueno. Dios no es un ser sublime y alejado, al cual nunca se puede llegar. Se halla totalmente próximo, al alcance de la voz, y se le puede alcanzar siempre. Él tiene tiempo para mí, tanto tiempo que hubo de yacer en un portal y que permanece siempre como hombre. Pero nos volvemos a preguntar: ¿puede ser esto verdad? ¿se amolda efectivamente a Dios el ser o hacerse niño? No queremos creer que la verdad es hermosa; según nuestra experiencia, la verdad es, en fin de cuentas, por lo general cruel y sucia: y cuando alguna vez parece que no lo es, entonces horadamos y cavamos en torno a ella hasta confirmar nuevamente nuestra sospecha.

Del arte se dijo una vez que servía a lo bello y que esta belleza era, a su vez, splendor veritatis, el esplendor o el brillo de la verdad, su resplandor interior. Pero hoy día, el arte cree que su misión o tarea más alta consiste en desenmascarar al hombre como algo sucio y repugnante.

Si nosotros pensamos en los dramas de B. Brecht, toda la genialidad del poeta se aplica también aquí al descubrimiento de la verdad, pero no ya para mostrar sus luces, sino para demostrar que la verdad es sucia y que la suciedad es la verdad. El encuentro con la verdad no ennoblece, sino que envilece. De ahí que surja la mofa contra la Navidad y la burla contra nuestra alegría.

Pero, de hecho, si no hay Dios, entonces no hay ninguna luz, sino que sólo nos queda la sucia tierra. Ahí radica la realmente trágica verdad de tal «Poesía».

[...] Él vino como niño para quebrar nuestra soberbia. Tal vez nosotros capitularíamos antes frente al poder o a la sabiduría. Pero él no busca nuestra capitulación, sino nuestro amor. Él quiere librarnos de nuestra soberbia y así hacernos efectivamente libres. Dejemos, pues, que la alegría tranquila de este día penetre en nuestra alma. Ella no es una ilusión. Es la verdad. Pues la verdad, la última, la auténtica, es hermosa. Y, al mismo tiempo, es buena. El encontrarse con ella hace bueno al hombre. Ella habla a partir del Niño, el cual, sin embargo, es el propio hijo de Dios.

sábado, 12 de diciembre de 2009

La Guadalupana, tu madre - P. Mariano de Blas

La Guadalupana, tu madre
P. Mariano de Blas LC


Tenemos miedo de tantas cosas, la enfermedad, falta de dinero, que nos roben, miedo al futuro. Pero Ella nos dice: “No temas..."


El nombre más repetido en las mujeres mexicanas es el de GUADALUPE. Por eso muchas celebran su santo el 12 de Diciembre, fecha en que una mujer vestida de princesa, se le apareció a un natural de esta tierra, a Juan Diego, en la Colina del Tepeyac.

Santa María de Guadalupe es el nombre de la celestial Señora. Ella pidió que se construyera un templo, y el templo se construyó. Más aún, hace algunos años se construyó un nuevo santuario más grande y moderno para dar cabida a un número mayor de peregrinos.

Hoy se encuentran muchísimos templos en todo México dedicados a la Virgen de Guadalupe. Casi todas las ciudades tienen el suyo.

¿Para qué pidió un templo? Para que todos nos sintiéramos en su casa cuando fuéramos allí a rezar, para poder decir a cada habitante de nuestro país las mismas palabras que dirigió a Juan Diego: “No temas, ¿no esto yo aquí que soy tu Madre?”

Hermosas palabras que nos quiere decir a cada uno todos los días, pero sobre todo en esos días amargos, días de dolor y desesperanza.

“No temas, ¿no esto yo aquí que soy tu Madre?...” Tenemos miedo de tantas cosas, miedo de perder la salud, el dinero, a que nos roben, miedo al futuro. Existe mucho miedo en el ambiente. “No temas...”, nos dice Ella.

El 12 de Diciembre hasta los más duros se ablandan, van de rodillas ante la Guadalupana.

Santos y pecadores, borrachos y mujeriegos, quizá hasta le juren a la Virgencita que van a cambiar para siempre, y al día siguiente vuelven a ser los mismos. Pero hicieron el intento, y cualquier intento es bueno. Ella se los toma en cuenta. Después de tantos intentos fallidos, basta que uno de esos esfuerzos de resultado.

Yo me pregunto si México sería el mismo si no hubiera intervenido en su historia la Reina del Cielo.

Me impresiona que los mismos inicios de México como nación, interviniera tan amorosamente esa Persona a quién con santo orgullo se le llama “Reina de México”.

En aquel momento era necesaria la ayuda y protección de la Madre de Dios. Hoy es mucho más necesaria. Los males de México son tantos y tan duros que se necesita la ayuda del cielo para remediarlos. Creo que no bastan los buenos políticos y los buenos economistas.

¡Reza, México, a tu Reina!, para que puedas ser liberado de este naufragio. Esa Reina no ha devaluado su amor a México ni a los mexicanos, hoy los quiere como entonces, pero se necesitan millones de manos alzadas al cielo, millones de rodillas que toquen la tierra rezando, millones de lenguas y corazones que unan su voz y su amor en una oración gigantesca y sonora a la Reina de México, para que venga a auxiliarnos en esta hora difícil.

Para los que tienen fe, hay un faro de esperanza en la Colina del Tepeyac que se llama Santa María de Guadalupe.

El tesoro más rico que México y el mundo entero tiene es una tilma sencilla donde la Madre de Dios se pintó a sí misma para que al contemplarla oyéramos todos su dulce mensaje: “¿No estoy yo aquí que soy tu madre?”



ROSAS EN EL TEPEYAC

Las veo en la ladera del bosque;
son grandes, muy variadas:
Todas llevan en su cáliz
perlas del rocío de la noche.

Las ha plantado una mano celestial.
La Madre de Dios tiene preferencia
por las rosas de Castilla, le gustan las rosas.

En su jardín del cielo
debe haber plantado rosas a granel,
y deben muchos ángeles cuidarlas con primor.
Son las rosas de la Madre del Señor.

“Rosas en mi jardín no hay ya,
todas han muerto”, diría un día el poeta.
¡Qué tragedia! Mustios pétalos por el suelo
es todo lo que queda de la gloria de las rosas.

Habrá que pedirle a la dueña del Tepeyac
algunos retoños de rosal
de los que plantó en la colina
para plantarlos en el jardín.

Esos rosales siempre ostentan rosas,
son frescas y hermosas;
nunca se marchitan porque son de Ella.

La imagen de Guadalupe
está pintada con pétalos de rosa,
con rocío de la noche, con amor materno.

No importa que el lienzo sea lo más pobre,
porque esa tilma recoge la obra maestra
que un pincel grabó en ella.

¿Un serafín? ¿Sabía pintura la Virgen?
Los de brocha de aquí abajo
no aciertan a descifrar
con qué arte de dibujo
fue impresa tan magnífica pintura
en una tela tan pobre.


Fuente: Catholic.net



lunes, 7 de diciembre de 2009

El Papa, cronista de los apóstoles - Mariano De Vedia

El Papa, cronista de los apóstoles
Llegó a la Argentina el libro en que Benedicto XVI describe cómo eran los discípulos elegidos por Jesús
Mariano De Vedia



Carácter decidido e impulsivo. Dispuesto a defender sus ideas incluso con la fuerza. Ingenuo, miedoso y honesto. Así describe Benedicto XVI, nada menos, a su antecesor y primer papa, San Pedro, uno de los discípulos elegidos por Jesús, en el libro Los apóstoles, cuya edición en español acaba de llegar a la Argentina.

Editado por Espasa, el libro presenta las semblanzas trazadas por el Pontífice de cada uno de los doce apóstoles que pusieron los cimientos de la Iglesia y la esparcieron por el mundo, a lo largo de los siglos.

"También entre los santos se producen conflictos, discordias y controversias", escribe Benedicto XVI, al destacar que los apóstoles, al igual que los cristianos santificados por la Iglesia, eran personas comunes, tan humanos como cualquiera, con sus fortalezas y debilidades.

El papa alemán, que asumió con una imagen identificada con la más severa ortodoxia, luego de su prolongada misión como custodio de la doctrina de la fe, suma, así, una nueva vía de acercamiento a los fieles de todo el mundo.

El libro llega tras el reciente disco Alma mater, en el que grabó cantos, plegarias marianas y reflexiones, y su cada vez más visitado sitio en Facebook, donde tiene 14.533 fans.


Apostolado

El Papa le dedica a cada uno de los apóstoles un capítulo en el libro. Incluso a Judas Iscariote, cuyo nombre "despierta entre los cristianos una reacción instintiva de reprobación y condena", escribe Benedicto XVI, que intenta explicar dos interrogantes que aún siguen abiertos: cómo es posible que Jesús lo eligiera y confiara en él, y por qué traicionó a Jesús.

Los apóstoles recoge las reflexiones que el Papa formuló en las audiencias generales de los miércoles, el encuentro semanal que mantiene con fieles que llegan a Roma desde distintos rincones del mundo.

El contenido, que indaga en los tiempos de la Iglesia primitiva, sigue la línea de Jesús de Nazaret, el libro que Benedicto XVI publicó en 2006, un año después de asumir como pontífice, que lleva vendidos más de 2,5 millones de ejemplares en todo el mundo.

La primera descripción es la de Pedro, pescador de Galilea. El Papa cuenta que es citado 154 veces con ese nombre en el Nuevo Testamento, a lo que corresponde sumar 75 menciones como Simón y otras 9 como Cefas, que significa piedra ("sobre esta piedra edificaré mi Iglesia...").

"Era un judío creyente y practicante, convencido de la presencia activa de Dios en la historia de su pueblo y dolido por no ver su acción poderosa en los sucesos de los que él era testigo", recuerda el Papa.

Sigue con Andrés, hermano de Pedro y discípulo de Juan el Bautista. "Su nombre no es hebreo, sino griego, señal significativa de que su familia tenía cierta apertura cultural", señala el Pontífice. Y menciona su muerte, en Patras, en una cruz con aspas transversales, llamada por eso "cruz de San Andrés".

Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo, fue el primero en beber el cáliz de la Pasión en la Ultima Cena, y acompañó a Jesús, en Cafarnaún, cuando curó a la suegra de Pedro. Su hermano Juan es el "discípulo predilecto". Está junto con María al pie de la cruz y es el testigo de la tumba vacía en el momento de la resurrección.

Santiago el Menor era de Nazaret y, probablemente, pariente de Jesús. El Papa lo considera punto de referencia inevitable en la relación entre judíos y cristianos. En los cuatro relatos evangélicos, Felipe está siempre mencionado en el quinto lugar. "¿Llevo tanto tiempo con vosotros y no me has conocido?", le reprocha Jesús en la Ultima Cena cuando Felipe le pide con ingenuidad: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta".

Mateo, recaudador de impuestos, siguió a Jesús con prontitud. Es el autor del primer Evangelio, en hebreo, que no se conserva. El que se conoce es la versión en griego.

Tomás es el primero al que Jesús le reveló: "Yo soy el camino, la verdad y la vida", una frase que trascendió todos los tiempos y fronteras. "Cada vez que oímos o leemos estas palabras, podemos ponernos en la mente de Tomás e imaginar que el Señor habla también con nosotros como habló con él", señala el Papa.

Bartolomé, cuya figura aparece en la escena del Juicio Universal pintado por Miguel Angel en la capilla Sixtina; Simón, que mostraba "un ardiente celo por la identidad judía", y Judas Tadeo (no confundirlo con Judas Iscariote) completan el elenco de los apóstoles, que tras la traición en la noche de la Ultima Cena vuelven a ser doce, al incorporarse Matías, que fue elegido por sorteo.

Además de presentar a los apóstoles, con sus características peculiares, sus experiencias al lado de Jesús y los sucesos destacados de sus vidas, el Papa se explaya sobre los perfiles de otros personajes relevantes, de los que dice que "brillan como estrellas de primera magnitud en la historia de la Iglesia". Destaca especialmente las figuras de Pablo de Tarso, a quien define como "un gigante del apostolado y de la doctrina teológica"; sus colaboradores Timoteo y Tito; Esteban, el primer mártir, y otros discípulos de los primeros tiempos de la Iglesia.

El Papa reflexiona sobre las internas suscitadas en torno de la Iglesia, al señalar que entre los santos surgen, como en todos lados, conflictos, discordias y controversias. "Y esto me parece muy consolador, pues vemos que los santos no han caído del cielo. Son hombres como nosotros, también con problemas difíciles."

Y agrega: "La santidad no consiste en no equivocarse nunca o en no pecar. La santidad crece con la capacidad de conversión, de arrepentimiento, de disposición para volver a empezar y, sobre todo, con la capacidad de reconciliación y de perdón".


Los Doce

· Pedro. Impulsivo y decidido, con carácter fuerte, ingenuo y miedoso.

· Andrés. Pescador, hermano de Pedro y el primero en seguir a Jesús.

· Santiago el Mayor. Bebió primero el cáliz de la Pasión. Predicó en España.

· Juan. Tenía un lugar relevante. Jesús le encarga preparar la Ultima Cena.

· Santiago el Menor. Nacido en Nazaret, predicó en Jerusalén.

· Mateo. Recaudador de impuestos. Escribió el primer Evangelio.

· Felipe. Formaba parte del grupo reducido que rodeaba a Jesús.

· Tomás. En un primer momento, no creía que Jesús hubiera resucitado.

· Bartolomé. Llamado a veces Natanael, evangelizó en la India.

· Simón, el cananeo. Mostraba un ardiente celo por la identidad judía.

· Judas Tadeo. Pregunta a Jesús por qué se revela sólo a los discípulos.

· Judas Iscariote. Traicionó a Jesús.



Fuente: Diario LA NACION (Buenos Aires – Argentina),
lunes 7 de diciembre del 2009


martes, 24 de noviembre de 2009

El auténtico espíritu de la liturgia - Guido Marini

El auténtico espíritu de la liturgia
Mons. Guido Marini


Mons. Guido Marini, Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias, en el marco de un “Curso para animadores musicales de la liturgia” de la Arquidiócesis de Génova, pronunció una conferencia el día 14 de noviembre de 2009. Presentamos aquí la traducción al español de la totalidad de dicha conferencia (las negritas son nuestras).


***


Introducción al espíritu de la Liturgia


Es para mí una verdadera alegría estar hoy aquí para inaugurar el “Curso para animadores musicales de la liturgia”. Creo poder decir que el motivo de mi alegría es doble. En primer lugar – éste es el primer motivo –, el estar en Génova. Es cierto que, de tanto en tanto, hago visitas a nuestra estupenda ciudad pero mis visitas son generalmente rápidas y familiares. Hoy, en cambio, me encuentro aquí para un acontecimiento diocesano, junto a vosotros, que en buena parte me sois conocidos y queridos. Además - y este es el segundo motivo de mi alegría –, lo que me trae a Génova en este día es la liturgia, el ámbito de la vida cristiana que en este momento está absorbiendo mi ministerio sacerdotal y que, como todos sabemos, es fundamental para el desarrollo en Cristo de la comunidad eclesial y de nuestra vida personal.

Se me ha pedido hacer una introducción, con esta reflexión, al espíritu de la liturgia. Se me ha pedido mucho, diría más, muchísimo. No sólo porque hablar del espíritu de la liturgia es comprometido y complejo, sino también porque sobre este tema han titulado obras importantísimas autores de indudable y altísimo nivel litúrgico y teológico. Pienso, entre otros, en sólo dos ejemplos: Romano Guardini y Joseph Ratzinger.

Por otra parte, es cierto que hablar hoy del espíritu de la liturgia es más necesario que nunca. También porque es urgente reafirmar el “auténtico” espíritu de la liturgia, tal como está presente en la ininterrumpida tradición de la Iglesia y testimoniado, en continuidad con el pasado, en el más reciente Magisterio: partiendo del Concilio Vaticano II hasta Benedicto XVI. He pronunciado la palabra “continuidad”. Es una palabra apreciada por el actual Pontífice, que ha hecho de ella autorizadamente el criterio para la única interpretación correcta de la vida de la Iglesia y, en particular, de los documentos conciliares, como también de los propósitos de reforma a todo nivel en ellos contenidos. ¿Y cómo podría ser de otro modo?. ¿Se puede imaginar una Iglesia de antes y una Iglesia de después, casi como si se hubiese producido una ruptura en la historia del cuerpo eclesial?. ¿O se puede afirmar que la Esposa de Cristo haya entrado, en el pasado, en un momento histórico en el cual el Espíritu no la haya asistido de modo que ese momento deba ser casi olvidado y cancelado?.

Sin embargo, a veces, algunos dan la impresión de adherir a lo que es correcto definir como una verdadera y propia ideología, es decir, una idea preconcebida aplicada a la historia de la Iglesia y que nada tiene que ver con la fe auténtica.

Fruto de esa engañosa ideología es, por ejemplo, la recurrente distinción entre Iglesia preconciliar e Iglesia postconciliar. Un lenguaje así puede ser legítimo pero con la condición de que no se entiendan, de este modo, dos Iglesias: una – la preconciliar – que no tendría más nada que decir o que dar porque está irremediablemente superada; y la otra – la postconciliar – que sería una realidad nueva surgida del Concilio y de su presunto espíritu, en ruptura con su pasado. Este modo de hablar, y aún más, de sentir, no debe ser el nuestro. Además de ser erróneo, está superado y caduco, tal vez sea históricamente comprensible, pero está ligado a una etapa eclesial ya concluida.

Lo que he afirmado hasta aquí a propósito de la “continuidad”, ¿tiene que ver con el tema que estamos llamados a afrontar?. Absolutamente sí. Porque no puede existir el auténtico espíritu de la liturgia si el acercamiento a ella no se da con ánimo sereno, no polémico sobre el pasado, sea remoto o próximo. La liturgia no puede y no debe ser terreno de desencuentro entre quien encuentra el bien sólo en lo que está antes de nosotros y quien, por el contrario, en lo que está antes encuentra casi siempre el mal. Sólo la disposición a mirar el presente y el pasado de la liturgia de la Iglesia como un patrimonio único y en desarrollo homogéneo, puede conducirnos a alcanzar con alegría y con gusto espiritual el auténtico espíritu de la liturgia. Un espíritu, por lo tanto, que debemos recibir de la Iglesia y que no es fruto de nuestras invenciones. Un espíritu, agrego, que nos lleva a lo esencial de la liturgia, es decir, a la plegaria inspirada y guiada por el Espíritu Santo, en quien Cristo sigue haciéndose nuestro contemporáneo, irrumpiendo en nuestra vida. Realmente el espíritu de la liturgia es la liturgia del Espíritu.

En la medida en que asimilamos el auténtico espíritu de la liturgia, nos hacemos capaces de entender cuándo una música o un canto pueden pertenecer al patrimonio de la música litúrgica y sagrada, y cuándo no. Capaces, en otras palabras, de reconocer aquella música que tiene derecho de ciudadanía dentro del rito litúrgico porque es coherente con su autentico espíritu. Si hablamos, entonces, al inicio de este curso, de espíritu de la liturgia, lo hacemos porque sólo a partir de él es posible identificar cómo deben ser la música y el canto litúrgicos.

Respecto al tema propuesto, no pretendo ser exhaustivo. No pretendo, ni siquiera, tratar todos los temas que sería útil afrontar para un panorama amplio de la cuestión. Me limito a considerar algunos aspectos de la esencia de la liturgia, con referencia específica a la Celebración Eucarística, así como la Iglesia la presenta y tal como he aprendido a profundizar en estos dos años de servicio junto a Benedicto XVI: un verdadero maestro de espíritu litúrgico, tanto por medio de su enseñanza como a través del ejemplo de su modo de celebrar.

Y si, al considerar algunos aspectos de la liturgia, me encuentro señalando algún comportamiento que considero no del todo en sintonía con el auténtico espíritu litúrgico, lo haré sólo para ofrecer una pequeña contribución para que tal espíritu puede sobresalir aún más en toda su belleza y verdad.


1. La sagrada liturgia, un gran don de Dios a la Iglesia

Como bien sabemos, el Concilio Vaticano II ha dedicado un documento entero, el primero en orden de publicación, a la Liturgia. Su nombre es “Sacrosanctum Concilium” y es definido como Constitución sobre la Sagrada Liturgia.

Intento hacer hincapié en el término “sagrado”, que va junto a “liturgia”. Al respecto, no se trata de algo casual ni de un dato de poca importancia. De este modo, de hecho, los Padres conciliares han querido dar fuerza al carácter sagrado de la liturgia. ¿Pero qué se entiende por carácter sagrado?. Los orientales hablarían de dimensión divina de la liturgia. O sea, de aquella dimensión que no se deja al arbitrio del hombre porque es don que viene de lo alto. Se trata, en otras palabras, del misterio de la salvación en Cristo, entregado a la Iglesia, para que lo haga disponible en todo tiempo y en todo lugar a través de la objetividad del rito litúrgico-sacramental. Una realidad, por tanto, que nos supera, y que debe ser acogida como don y por la cual debemos dejarnos transformar. De hecho, afirma el Concilio Vaticano II: “… toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia…” (Sacrosanctum Concilium, n. 7)

Poniéndose en esta perspectiva, no es difícil darse cuenta de que algunos modos de actuar están muy lejos del auténtico espíritu de la liturgia. A veces, en efecto, con la excusa de una mal entendida creatividad se ha llegado y se llega a trastornar de diversos modos la liturgia de la Iglesia. En nombre del principio de adaptación a las situaciones locales y a las necesidades de la comunidad, algunos se apropian del derecho de quitar, agregar y modificar el rito litúrgico con la bandera de la subjetividad y de la emotividad. Al respecto, el Card. Ratzinger, ya en el 2001 afirmaba: “Necesitamos, al menos, una nueva conciencia litúrgica para que desaparezca ese espíritu hacedor. Porque se ha llegado al extremo de que grupos litúrgicos se autofabriquen la liturgia dominical. Lo que se ofrece aquí es, sin duda, el producto de unas personas listas y trabajadoras que se han inventado algo. Pero eso no significa encontrarse con la Alteridad Absoluta, con lo sagrado, que se me regala, sino con la habilidad de unas cuantas personas. Y me doy cuenta de que no es lo que busco. Que es demasiado poco y un tanto diferente. Hoy lo más importante es volver a respetar la liturgia y su inmanipulabilidad. Que aprendamos de nuevo a reconocerla como algo que crece, algo vivo y regalado, con lo que participamos en la liturgia celestial. Que no busquemos en ella la autorrealización, sino el don que nos corresponde. Esto es, en mi opinión, lo primero; tiene que desaparecer ese obrar individualista o desconsiderado y despertar la comprensión íntima hacia lo sagrado” (Joseph Ratzinger; “Dios y el mundo”).

Por lo tanto, afirmar que la liturgia es sagrada significa subrayar el hecho de que no vive de las invenciones esporádicas o de las “ocurrencias” siempre nuevas de alguna persona o de algún grupo. La liturgia no es un círculo cerrado en el que decidimos encontrarnos, tal vez para animarnos mutuamente y sentirnos protagonistas de una fiesta. La liturgia es convocación por parte de Dios para estar en su presencia; es Dios que viene a nosotros, es Dios que se deja encontrar en nuestro mundo.

Una forma de adaptación a las situaciones particulares está prevista, y está bien que sea así. Es el misal mismo el que lo indica en algunas de sus partes. Pero en estas partes y sólo en éstas, no arbitrariamente en otras. El motivo es importante y está bien reafirmarlo: la liturgia es un don que nos precede, un tesoro precioso que nos ha sido entregado por la oración secular de la Iglesia, lugar en el que la fe de la Iglesia ha encontrado, en el tiempo, forma y expresión orante. Todo esto no está sujeto a nuestra disponibilidad subjetiva. No está sujeto a nuestra disposición, para poder estar plenamente a disposición de todos, ayer como hoy y también mañana. “También en nuestros tiempos, - ha escrito Juan Pablo II en la Encíclica Ecclesia de Eucharistia - la obediencia a las normas litúrgicas debería ser redescubierta y valorada como reflejo y testimonio de la Iglesia una y universal, que se hace presente en cada celebración de la Eucaristía” (n. 52).

En la estupenda Encíclica Mediator Dei, que es frecuentemente citada en la Sacrosanctum Concilium, Pío XII definía la liturgia como “… el culto público… el culto integral del Cuerpo místico de Jesucristo; esto es, de la Cabeza y de sus miembros”. Como diciendo, entre otras cosas, que en la liturgia la Iglesia se reconoce “oficialmente” ella misma, su misterio de unión esponsal con Cristo, y allí “oficialmente” se manifiesta. ¿Con qué insensata despreocupación podríamos nosotros, por lo tanto, arrogarnos el derecho de alterar de modo subjetivo aquellos santos signos que el tiempo ha seleccionado y a través de los cuales la Iglesia habla de sí misma, de la propia identidad, de la propia fe?.

Hay un derecho del pueblo de Dios que no puede ser nunca desatendido. En virtud de tal derecho, todos deben poder acceder a esto que no es sencilla y pobremente fruto de la obra humana, sino que es obra de Dios y, precisamente por eso, fuente de salvación y de vida nueva.

Me detengo un momento más sobre este tema que, puedo dar testimonio, es muy importante para el Papa, reescuchando con vosotros un pasaje de Sacramentum caritatis, la Exhortación apostólica de Benedicto XVI, sucesiva al Sínodo de Obispos sobre la Eucaristía: “Al subrayar la importancia del ars celebrandi –afirma el Papa-, se pone de relieve el valor de las normas litúrgicas… Favorece la celebración eucarística que los sacerdotes y los responsables de la pastoral litúrgica se esfuercen en dar a conocer los libros litúrgicos vigentes y las respectivas normas… En las comunidades eclesiales se da quizás por descontado que se conocen y aprecian, pero a menudo no es así. En realidad, son textos que contienen riquezas que custodian y expresan la fe, así como el camino del Pueblo de Dios a lo largo de dos milenios de historia” (n. 40).


2. La orientación de la plegaria litúrgica

Más allá de los cambios que históricamente han caracterizado la disposición arquitectónica de las iglesias y de los espacios litúrgicos, una convicción ha quedado siempre clara en la comunidad cristiana, casi hasta nuestros días. Me refiero a la plegaria dirigida a Oriente, tradición que se remonta a los orígenes del cristianismo.

¿Qué se entiende con “plegaria dirigida a Oriente”?. Se entiende la orientación del corazón orante hacia Cristo, Aquel de quien proviene la salvación y al cual se tiende como al Principio y al Fin de la historia. Al Oriente sale el sol, y el sol es símbolo de Cristo, la Luz que surge del Oriente. Recordemos, al respecto, el pasaje del canto mesiánico del Benedictus: “…nos visitará el Sol que nace de lo alto”.

Estudios muy serios, e incluso recientísimos, ya han demostrado que, en todo tiempo de su historia, la comunidad cristiana ha encontrado el modo de expresar también en el signo litúrgico, externo y visible, esta orientación fundamental para la vida de la fe. De este modo, encontramos las iglesias construidas de tal modo que el ábside estuviese dirigido hacia oriente. Cuando ya no fue posible tal orientación en la edificación del lugar sagrado, se recurrió al gran crucifijo puesto sobre el altar y al que todos pudiesen dirigir la mirada. Podemos pensar en los ábsides decorados con espléndidas representaciones del Señor, hacia las cuales todos eran invitados a levantar los ojos en el momento de la Liturgia Eucarística.

Sin entrar en el detalle de un recorrido histórico que nos llevaría a una reflexión sobre el desarrollo del arte cristiano, en este contexto nos interesa afirmar que la oración “orientada”, o sea, dirigida al Señor, es expresión típica del auténtico espíritu litúrgico. En este sentido, como bien nos recuerda el diálogo introductorio del Prefacio, en el momento de la Liturgia Eucarística somos invitados a dirigir el corazón al Señor: “Levantemos el corazón”, exhorta el sacerdote, y todos responden: “Lo tenemos levantado hacia el Señor”. Ahora, si esta orientación debe ser siempre interiormente adoptada por toda la comunidad cristiana recogida en oración, debe encontrar expresión también en el signo exterior. El signo exterior, de hecho, no puede ser más que verdadero para que en él se ponga de manifiesto la correcta actitud espiritual.

He aquí, entonces, el motivo de la propuesta hecha en su momento por el Card. Ratzinger, y ahora reafirmada en el curso de su pontificado, de colocar el crucifijo en el centro del altar de modo que todos, en el momento de la Liturgia Eucarística, puedan efectivamente mirar al Señor, orientando así su plegaria y su corazón. Escuchemos directamente a Benedicto XVI que escribe en el prefacio al primer volumen de su Opera Omnia, dedicado a la liturgia: “La idea de que sacerdote y pueblo en la oración deberían mirarse recíprocamente nació sólo en la cristiandad moderna y es completamente extraña en la antigua. Sacerdote y pueblo ciertamente no rezan el uno hacia el otro, sino hacia el único Señor. Por tanto, durante la oración miran en la misma dirección: o hacia Oriente como símbolo cósmico del Señor que viene, o, donde esto no fuese posible, hacia una imagen de Cristo en el ábside, hacia una cruz o simplemente hacia el cielo, como hizo el Señor en la oración sacerdotal la noche antes de su Pasión (Jn. 17, 1). Mientras tanto se está abriendo paso cada vez más, afortunadamente, la propuesta hecha por mí al final del capítulo en cuestión en mi obra: no proceder a nuevas transformaciones, sino proponer simplemente la cruz al centro del altar, hacia la cual puedan mirar juntos el sacerdote y los fieles, para dejarse guiar en tal modo hacia el Señor, al que todos juntos rezamos”.

Y no se diga que la imagen del crucifijo oculta al celebrante de la vista de los fieles. ¡Los fieles no deben mirar al celebrante en aquel momento litúrgico!. ¡Deben mirar al Señor!. Como al Señor debe poder mirar también aquel que preside la celebración. La cruz no impide la vista; más bien, la abre al horizonte del mundo de Dios, la lleva a contemplar el misterio, la introduce en aquel Cielo del que proviene la única luz capaz de dar sentido a la vida de esta tierra. La vista, en realidad, quedaría oscurecida, impedida, si los ojos permanecieran fijos sobre aquello que es solamente presencia del hombre y obra suya.

De este modo, se comprende porque aún hoy es posible celebrar la Misa en los altares antiguos, cuando las particulares características arquitectónicas y artísticas de nuestras iglesias lo aconsejan. El Santo Padre nos da ejemplo también en esto al celebrar la Eucaristía en el altar antiguo de la Capilla Sixtina, en la fiesta del Bautismo del Señor.

En nuestro tiempo, ha entrado en el lenguaje habitual la expresión “celebración hacia el pueblo”. Se la puede aceptar si con esta expresión se quiere describir el aspecto topográfico, debido al hecho de que hoy el sacerdote, por la colocación del altar, se encuentra con frecuencia en posición frontal respecto a la asamblea. Pero no se la podría aceptar absolutamente si se le diera un contenido teológico. De hecho, la Misa, teológicamente hablando, está siempre dirigida a Dios por medio de Cristo Señor, y sería un grave error imaginar que la orientación principal de la acción sacrificial fuese la comunidad. Por lo tanto, esta orientación – al Señor – debe animar la participación litúrgica interior de cada uno. Y es igualmente importante que pueda ser bien visible también en el signo litúrgico.


3. La adoración y la unión con Dios

La adoración es el reconocimiento lleno de asombro, también podríamos decir extático – porque nos hace salir de nosotros mismos y de nuestro pequeño mundo -, de la grandeza infinita de Dios, de su majestad inalcanzable, de su amor sin fin que se dona a nosotros en absoluta gratuidad, de su señorío omnipotente y providente. La adoración conduce, en consecuencia, a la reunificación del hombre y de la creación con Dios, a salir del estado de separación, de aparente autonomía, a la pérdida de uno mismo que es la única manera de encontrarse.

Frente a la belleza indecible de la caridad de Dios, que toma forma en el misterio del Verbo Encarnado, muerto y resucitado por nosotros, y que encuentra en la liturgia su manifestación sacramental, no nos queda más que permanecer en adoración. “El acontecimiento pascual y la Eucaristía que lo actualiza a lo largo de los siglos – afirma Juan Pablo II en la Ecclesia de Eucharistia - tienen una capacidad verdaderamente enorme, en la que entra toda la historia como destinataria de la gracia de la redención. Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística” (n.5).

“Señor mío y Dios mío”, nos han enseñado a decir, desde niños, en el momento de la consagración. De este modo, tomando prestada la exclamación del apóstol Tomás, somos llevados a adorar al Señor presente y vivo en las especies eucarísticas, uniéndonos a Él y reconociéndolo como nuestro Todo. Y desde allí se puede retomar el camino cotidiano, habiendo reencontrado el orden exacto de la existencia, el criterio fundamental a la luz del cual vivir y morir.

Es por eso que todo, en la acción litúrgica, en el signo de la nobleza, de la belleza, de la armonía, debe conducir a la adoración, a la unión con Dios: la música, el canto, el silencio, el modo de proclamar la Palabra del Señor y el modo de rezar, la gestualidad, las vestiduras litúrgicas y los objetos sagrados, así como también el edificio sagrado en su conjunto. Precisamente en esta perspectiva, ha de considerarse la decisión de Benedicto XVI que, a partir del Corpus Domini del año pasado, ha empezado a distribuir la Sagrada Comunión a los fieles, directamente en la lengua y de rodillas. Con el ejemplo de este gesto, el Papa nos invita a manifestar la actitud de la adoración frente a la grandeza del misterio de la presencia eucarística del Señor. Actitud de adoración que deberá ser todavía más observada al acercarse a la Santísima Eucaristía en las otras formas actualmente concedidas.

Al respecto, quisiera citar otro pasaje de la Exhortación Apostólica Post-sinodal Sacramentum Caritatis: “Mientras la reforma daba sus primeros pasos, a veces no se percibió de manera suficientemente clara la relación intrínseca entre la santa Misa y la adoración del Santísimo Sacramento. Una objeción difundida entonces se basaba, por ejemplo, en la observación de que el Pan eucarístico no habría sido dado para ser contemplado, sino para ser comido. En realidad, a la luz de la experiencia de oración de la Iglesia, dicha contraposición se mostró carente de todo fundamento. Ya decía san Agustín: «Nadie come de esta carne sin antes adorarla, pecaríamos si no la adoráramos». En efecto, en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia. Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos una sola cosa con Él y, en cierto modo, pregustamos anticipadamente la belleza de la liturgia celestial” (n. 66).

Pienso que, entre otras cosas, no ha pasado desapercibido el siguiente pasaje del texto recién leído: “(La Celebración eucarística) es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia”. Gracias a la Eucaristía, afirma Benedicto XVI, “lo que antes era estar frente a Dios, se transforma ahora en unión por la participación en la entrega de Jesús, en su Cuerpo y su Sangre” (Deus caritas est, n. 13). Por eso, todo en la liturgia, y especialmente en la Liturgia Eucarística, debe tender a la adoración, todo en el desarrollo del rito debe ayudar a entrar en la adoración que la Iglesia hace de su Señor.

Considerar la liturgia como lugar de la adoración, de la unión con Dios, no significa perder de vista la dimensión comunitaria de la celebración litúrgica, ni mucho menos olvidar el horizonte de la caridad. Al contrario, sólo desde una renovada adoración del misterio de Dios en Cristo, que toma forma en el acto litúrgico, podrá surgir una auténtica comunión fraterna y una nueva historia de caridad, según aquella imaginación y aquella heroicidad que sólo la gracia de Dios puede donar a nuestros pobres corazones. La vida de los santos lo recuerda y lo enseña. “La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos” (Deus caritas est, n. 14).


4. La participación activa

Precisamente ellos, los santos, han celebrado y vivido el acto litúrgico participando activamente. La santidad, como resultado de sus vidas, es el testimonio más bello de una participación realmente viva en la liturgia de la Iglesia.

Así pues, justamente y también providencialmente, el Concilio Vaticano II ha insistido mucho en la necesidad de favorecer una auténtica participación de los fieles en la celebración de los santos misterios, en el momento en que ha recordado la llamada universal a la santidad. Y esta autorizada indicación ha sido confirmada y propuesta nuevamente en muchos documentos sucesivos del magisterio hasta nuestros días.

Sin embargo, no siempre ha habido una comprensión correcta de la “participación activa”, tal como la Iglesia enseña y exhorta a vivirla. Es cierto, se participa activamente también cuando se realiza, dentro de la celebración litúrgica, el servicio que es propio de cada uno; se participa activamente también cuando se tiene una mejor comprensión de la Palabra de Dios escuchada y de la oración recitada; se participa activamente también cuando se une la propia voz a la de los otros en el canto coral… Todo eso, sin embargo, no significaría participación realmente activa si no condujera a la adoración del misterio de la salvación en Cristo Jesús, muerto y resucitado por nosotros: porque sólo quien adora el misterio, acogiéndolo en la propia vida, demuestra haber comprendido lo que se está celebrando y, por lo tanto, es realmente partícipe de la gracia del acto litúrgico.

Para confirmar y apoyar lo que venimos afirmando, escuchemos una vez más al Card. Ratzinger en un pasaje de su fundamental volumen “Introducción al espíritu de la liturgia”: “¿En qué consiste esta participación activa? ¿Qué es lo que hay que hacer? Desgraciadamente, esta expresión se interpretó muy pronto de una forma equivocada, reduciéndola a su sentido exterior: a la necesidad de una actuación general, como si se tratase de poner en acción al mayor número posible de personas, y con la mayor frecuencia posible. Sin embargo, la palabra «participación» remite a una acción principal, en la que todos tenemos que tener parte. Por tanto, si se quiere descubrir de qué acción se trata, hay que averiguar, antes que nada, cuál es esa verdadera «actio» central, en la que deben participar todos los miembros de la comunidad. Con el término actio, referido a la liturgia, se alude en las fuentes a la plegaria eucarística. La verdadera acción litúrgica, el acto verdaderamente litúrgico, es la oratio. Esta oratio – la solemne plegaria eucarística, el canon – es, en realidad, algo más que una serie de palabras, es actio en el sentido más alto del término. En ella se hace presente Cristo mismo y toda su obra de salvación y, por eso, la actio humana pasa a un segundo plano y deja lugar a la actio divina, al actuar de Dios”.

Así, la verdadera acción que se realiza en la liturgia es la acción de Dios mismo, su obra salvífica en Cristo, participada a nosotros. Ésta es la verdadera novedad de la liturgia cristiana respecto a toda otra acción cultual: Dios mismo actúa y realiza lo que es esencial, mientras que el hombre está llamado a abrirse a la acción de Dios, con el fin de ser transformado. El punto esencial de la participación activa es, en consecuencia, que sea superada la diferencia entre el actuar de Dios y nuestro actuar, que podamos convertirnos en una sola cosa con Cristo. Es por eso que, para reafirmar lo que se ha dicho en precedencia, no es posible participar sin adorar.

Escuchemos todavía un pasaje de la Sacrosanctum Concilium: “Por tanto, la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen conscientes, piadosa y activamente en la acción sagrada, sean instruidos con la palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Cuerpo del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la Hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, se perfeccionen día a día por Cristo mediador en la unión con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios sea todo en todos” (n. 48).

Respecto a todo esto, el resto es secundario. Y me refiero, en particular, a las acciones exteriores, aunque importantes y necesarias, previstas sobre todo durante la Liturgia de la Palabra. Me refiero a ellas porque si se convierten en lo esencial de la liturgia y ésta es reducida a un genérico actuar, entonces se ha entendido mal el auténtico espíritu de la liturgia. En consecuencia, la verdadera educación litúrgica no puede consistir sencillamente en el aprendizaje y ejercicio de actividades exteriores sino en la introducción a la acción esencial, a la obra de Dios, al misterio pascual de Cristo por el cual debemos dejarnos alcanzar, implicar y transformar. Y no debe confundirse la realización de gestos externos con la correcta implicación de la corporeidad en el acto litúrgico. Sin quitar nada al significado y a la importancia del gesto externo que acompaña al acto interior, la Liturgia pide mucho más al cuerpo humano. Pide, de hecho, su total y renovado compromiso en la cotidianidad de la vida. Lo que el Santo Padre Benedicto XVI llama “coherencia eucarística”. Precisamente el ejercicio puntual y fiel de esa coherencia es la expresión más auténtica de la participación, incluso corpórea, en el acto litúrgico, en la acción salvífica de Cristo.

Todavía añado algo más. ¿Estamos realmente seguros de que la promoción de la participación activa consiste en hacer todo lo más posible e inmediatamente comprensible?. ¿No será que el ingreso en el misterio de Dios puede ser también y, a veces, mejor acompañado por lo que toca las razones del corazón?. ¿No sucede, en algunos casos, que se da un espacio desproporcionado a la palabra, chata y banalizada, olvidando que a la liturgia pertenecen palabra y silencio, canto y música, imágenes, símbolos y gestos?. ¿Y no pertenecen también a este múltiple lenguaje, que introduce en el centro del misterio y en la verdadera participación, la lengua latina, el canto gregoriano, la polifonía sacra?.


5. ¿Qué música para la liturgia?

No me compete a mí entrar directamente en lo que atañe a la música sagrada o litúrgica. Otros, con más competencia, tratarán el asunto en el curso de los próximos encuentros.

Lo que, sin embargo, me parece importante subrayar es que la cuestión de la música litúrgica no puede ser considerada independientemente del auténtico espíritu de la liturgia y, por lo tanto, de la teología litúrgica y de la espiritualidad que de allí surge. Lo que hemos afirmado – que la liturgia es un don de Dios que nos orienta a Él y que, mediante la adoración, nos permite salir de nosotros mismos para unirnos a Él y a los otros – no sólo intenta aportar algunos elementos útiles para la comprensión del espíritu litúrgico sino también elementos necesarios para el reconocimiento de lo que realmente puede decirse música y canto para la liturgia de la Iglesia.

Me permito, al respecto, sólo una breve reflexión a modo de orientación. Uno podría preguntarse cuál es el motivo por el que la Iglesia, en sus documentos más o menos recientes, insista en indicar un cierto tipo de música y de canto como particularmente adecuados para la celebración litúrgica. Ya el Concilio de Trento había intervenido en el conflicto cultural entonces en acto, restableciendo la norma por la que, en la música, la adherencia a la palabra es prioritaria, limitando el uso de los instrumentos e indicando una diferencia clara entre música profana y música sacra. La música sacra, de hecho, no puede ser entendida nunca como expresión de pura subjetividad. Ella está anclada en los textos bíblicos o de la tradición, a celebrar en forma de canto. En épocas más recientes, el Papa San Pío X realizó una intervención similar tratando de alejar la música operística de la liturgia e indicando el canto gregoriano y la polifonía de la época de la renovación católica como criterio de la música litúrgica, que debe ser distinguida de la música religiosa en general. El Concilio Vaticano II no hizo más que reiterar las mismas indicaciones, así como también las más recientes intervenciones magisteriales lo han hecho.

¿Por qué, entonces, la insistencia de la Iglesia en presentar las características típicas de la música y del canto litúrgico de modo tal que permanezcan distinguidas de toda otra forma musical?. ¿Y por qué el canto gregoriano y la polifonía sacra clásica resultan ser las formas musicales ejemplares, a la luz de las cuales continuar hoy produciendo música litúrgica, también popular?.

La respuesta a esta pregunta está precisamente en todo lo que hemos tratado de afirmar sobre el espíritu de la liturgia. Son estas formas musicales – en su santidad, bondad y universalidad – las que traducen en notas, en melodía y en canto, el auténtico espíritu litúrgico: dirigiéndonos a la adoración del misterio celebrado, favoreciendo una auténtica e integral participación, ayudando a percibir lo sagrado y, por lo tanto, el primado esencial del actuar de Dios en Cristo, permitiendo un desarrollo musical no desanclado de la vida de la Iglesia y de la contemplación de su misterio.

Permitidme una última cita de Joseph Ratzinger: “Gandhi señala tres espacios vitales del cosmos, cada uno de ellos con su propio modo de ser. En el mar viven los peces y callan; los animales de la tierra gritan; pero las aves, cuyo espacio vital es el cielo, cantan. Lo propio del mar es el silencio; lo propio de la tierra, el grito; lo propio del cielo, el canto. Pero el hombre participa en las tres cosas; lleva en sí la profundidad del mar, la carga de la tierra y la altura del cielo, y por eso le pertenecen las tres propiedades: el callar, el gritar y el cantar. Hoy vemos cómo al hombre, después de perder la trascendencia, le resta sólo el grito, porque sólo quiere ser tierra e intenta convertir el cielo y la profundidad del mar en tierra suya. La verdadera liturgia, la liturgia de la comunión de los santos, devuelve la integridad al hombre. Le invita de nuevo a callar y a cantar, abriéndole la profundidad del mar y enseñándole a volar, que es el ser del ángel; elevando su corazón, hace sonar de nuevo en él aquel canto olvidado. Y podemos afirmar incluso que la verdadera liturgia se reconoce por el hecho de que nos libra del actuar común y nos devuelve la profundidad y la altura, el silencio y el canto. La verdadera liturgia se reconoce por el hecho de que es cósmica, no grupal. Canta con los ángeles. Calla con la profundidad expectante del universo. Y redime así la tierra” (Joseph Ratzinger; “Un canto nuevo para el Señor”).

Concluyo. Es ya desde hace algunos años que en la Iglesia, a muchas voces, se habla de la necesidad de una nueva renovación litúrgica. De un movimiento de algún modo similar al que puso las bases para la reforma promovida por el Concilio Vaticano II, que sea capaz de realizar una reforma de la reforma, es decir, un paso adelante en la comprensión del auténtico espíritu litúrgico y de su celebración: llevando así a buen término aquella reforma providencial de la liturgia que los Padres conciliares habían comenzado pero que no siempre, en la aplicación práctica, ha encontrado una puntual y feliz realización.

Nuestra Diócesis, en el movimiento litúrgico del siglo pasado, ha tenido un rol no secundario. El amor por el auténtico espíritu de la liturgia forma parte de su patrimonio de fe, también en virtud de grandes pastores de almas que han dejado su huella en nuestra tierra. Estoy seguro de que un rol similar, si no más significativo, podrá tener también en nuestro tiempo. Que con la ayuda del Señor pueda el ulterior desarrollo de la reforma ser también el fruto de nuestro amor sincero por la liturgia, en fidelidad a la Iglesia y al Papa.





sábado, 14 de noviembre de 2009

Arzobispo denuncia anticatolicismo como "pasatiempo nacional" - Mons. Timothy Dolan

Arzobispo denuncia anticatolicismo como "pasatiempo nacional"
Mons. Timothy Dolan


NUEVA YORK, 08 Nov. 09 / 08:16 pm (ACI). El Arzobispo de Nueva York, Mons. Timothy Dolan, publicó en su blog la carta que dirigió sin éxito al diario New York Times (NYT), en la que denuncia que el anticatolicismo se ha convertido en un pasatiempo nacional para Estados Unidos y detalla varios episodios en los que el popular diario participó de esta tendencia.

"No es nada exagerado expresar que el prejuicio contra la Iglesia Católica es un pasatiempo nacional", sostiene Mons. Dolan en la carta vetada y recuerda que personajes como Arthur Schlesinger se han referido a este hecho como "la mayor discriminación del pueblo estadounidense".

El Arzobispo cuestionó la cobertura que el NYT dio a mediados de octubre a una noticia sobre 40 casos de abuso infantil perpetrados en la Comunidad Judía Ortodoxa de Brooklyn en solo un año.

En este caso, explicó Mons. Dolan, el NYT "no reclamó lo que exigió insistentemente cuando se trataba del mismo tipo de abusos por parte de una minoría de sacerdotes: la publicación de los nombres de los abusadores, la no prescripción de los delitos, investigaciones externas, publicación de todos los detalles y total transparencia. En lugar de eso, un abogado ruega a los oficiales de oficio que presten atención a las ‘sensibilidades religiosas’".

"Dada la propia horrible experiencia reciente de la Iglesia Católica, no me encuentro en condiciones de criticar a nuestros vecinos Judíos Ortodoxos; tampoco tengo el deseo de hacerlo. Pero puedo criticar este sistema de ‘escándalo selectivo’", agregó.

Asimismo, lamentó que el diario haya omitido cubrir en los años 2004 y 2007, estudios que mostraban la magnitud de los casos de abuso sexual de menores en las escuelas públicas debido a que periódicos como el NYT "parecen tener sólo sacerdotes en la mira".

En esta línea, también en la quincena de octubre pasado, el NYT publicó en la parte más visible de la página principal del periódico, "el triste episodio de un sacerdote franciscano que había tenido un hijo. Aun teniendo en cuenta que la relación con la madre fue consensuada y entre dos adultos, y que los franciscanos han tratado de cubrir en forma justa con las responsabilidades del sacerdote errante para con su hijo, este acto no deja de ser un pecado escandaloso e indefensible".

"Sin embargo, deberíamos preguntarnos por qué, de repente, una historia que pasó hace un cuarto de siglo sobre un pecado cometido por un sacerdote tiene mayor interés para la prensa que la guerra en Afganistán, la asistencia médica y la hambruna y el genocidio en Sudán. Pareciera que ningún religioso no católico merece tal atención", indicó.

El Arzobispo también llama la atención sobre la edición del 21 de octubre, cuando el NYT dedicó su titular más importante a la decisión del Vaticano de recibir a los anglicanos que habían pedido la unión con Roma acusando a la Santa Sede "de atraer y tentar a los anglicanos". "Para el New York Times, éste era otro caso de confabulación vaticana para atrapar a gente buena y desprevenida capitalizando codiciosamente las tensiones internas del anglicanismo", indicó.

"La Iglesia Católica no cierra los ojos frente a la crítica. Nosotros, los católicos, la practicamos constantemente. Le damos la bienvenida y la esperamos. Tan sólo pedimos que esa crítica sea justa, racional y apropiada, lo que esperaríamos para cualquiera. La sospecha y la discriminación contra la Iglesia Católica es un pasatiempo nacional que debería erradicarse para siempre", concluyó.





jueves, 12 de noviembre de 2009

Arzobispo Chaput: Obama hizo una promesa que debe cumplir

Arzobispo Chaput: Obama hizo una promesa que debe cumplir


DENVER, 03 Nov. 09 (ACI).- Ante la inminente aprobación de una reforma de salud que permitiría la financiación de abortos con fondos federales y dejaría a miles de inmigrantes sin protección, el Arzobispo de Denver (Estados Unidos), Mons. Charles Joseph Chaput, OFM Cap., publicó un enérgico llamado a los católicos del país –tanto anglos como latinos– para reclamar que el Presidente Barak Obama cumpla con sus promesas en materia del derecho a la vida.

En un artículo titulado "Se hizo una promesa; ahora es necesario cumplirla", Mons. Chaput recordó que hace ocho semanas el Presidente Obama prometió durante una sesión conjunta del Congreso que 'su' plan de reforma de salud no incluiría ni proporcionaría fondos públicos para el aborto".

"Excluir el financiamiento al aborto de la reforma de salud presentada por el Presidente –y quiero decir excluirlo verdaderamente y no disfrazarlo furtivamente bajo la cubierta de algún juego engañoso– debería ser una concesión fácil de hacer para el Congreso y la Casa Blanca", escribe el Prelado norteamericano.

"Es un precio modesto que ellos podrían pagar por obtener el apoyo de los católicos y de otras organizaciones pro-vida, o por lo menos por su neutralidad. También podría darle credibilidad a Washington, es decir, dejarían de ser palabras vacías cuando se habla sobre el crear un 'terreno común'".

El Arzobispo Chaput lamenta, sin embargo, que "ocho semanas después, ya no existe un plan 'presidencial'. En su lugar, desde el 1 de noviembre, el Congreso ha elaborado cinco propuestas diferentes, incluyendo una versión conciliada por los diputados, con un total de casi 2,000 páginas de una compleja y amplia legislación".

"Todas las propuestas tienen algo en común: ninguna de ellas cumple con la promesa presidencial", observa el Prelado.

Mons. Chaput recuerda que los Obispos Católicos de los Estados Unidos "han insistido por décadas por una reforma nacional de salud nacional, mucho antes que los medios de comunicación lo descubrieran como un tema importante. La Iglesia considera que el tener acceso a servicios básicos de salud es un derecho, no un privilegio. Pero para que esto sea legítimo, los esfuerzos por una reforma de salud deben respetar la dignidad de la totalidad de la persona humana desde la concepción hasta la muerte natural".

Según el Arzobispo, esto "incluye al ser que aún no ha nacido, al inmigrante y al anciano". El Prelado revela además que desde agosto, los Obispos de los Estados Unidos y sus asesores han trabajado incansablemente con miembros del Congreso y personal de la Casa Blanca tratando de elaborar una legislación de reforma de salud que sea de mutua aceptación".

"Sin embargo", lamenta, "todo el esfuerzo de los miembros del Congreso preocupados por asegurar una legislación moralmente aceptable –a pesar incluso del extraordinario liderazgo del Diputado Demócrata Bart Stupak– ha sido rechazado, frecuentemente con una terminología política engañosa que parece deliberadamente creada para confundir".

Mons. Charles Chaput señala que la intransigencia anti-vida del Congreso y de la Casa Blanca ha finalmente detonado la paciencia de la Iglesia en Estados Unidos. Por ello, el 28 de octubre, el Cardenal de Chicago, Francis George y otros líderes de la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos (U.S.C.C.B. por sus siglas en inglés) han anunciado que "todos los esfuerzos para enmendar adecuadamente las actuales propuestas de reforma de salud han fracasado". "En otras palabras, ninguna de las actuales propuestas legislativas ofrece un 'acuerdo común' legítimo en los temas que son vitales para los católicos", explica Mons. Chaput.

"Hay que decirlo claramente: Todas las soluciones para una reforma de salud actualmente presentadas al Congreso violan potencialmente, en una forma grave, la dignidad humana. A menos que estas propuestas sean inmediatamente enmendadas para que reflejen las preocupaciones del congresista Stupak, de otros miembros del Congreso que piensan como él, y los líderes de la comunidad católica nacional, los católicos deben oponerse vigorosamente y ayudar para que esta peligrosa legislación no sea una realidad", agrega el Arzobispo.

Mons. Charles Chaput señala finalmente que "el debate sobre la reforma de salud en el Congreso se ha visto enajenado por un cúmulo de afirmaciones confusas, complejas y en ocasiones francamente deshonestas contenidas en las 2.000 páginas de legislación que actualmente están tomando su forma final y ya se acerca a su voto".

"No nos dejemos engañar. Contacte a sus senadores y representantes. Exija que las actuales propuestas de salud sean cambiadas para respetar las preocupaciones católicas y pro-vida. Pero necesitamos hacerlo ahora mismo, esto es de vital importancia", concluye.




martes, 27 de octubre de 2009

Vivir de cara al Padre - Horacio Bojorge

Vivir de cara al Padre
Presentación
R. P. Horacio Bojorge, SJ


Presentación del nuevo libro del P. Bojorge “Vivir de Cara al Padre – Nacidos de Nuevo y de lo Alto”, que tuvo lugar el viernes 16 de octubre del 2009, en la sede del Instituto de Filosofía Práctica, Viamonte 1596, Piso 1º (esquina Montevideo) Buenos Aires.

Un público numeroso colmó el lugar, siguiendo atentamente las palabras del presentador, el Dr. Gerardo Palacios Hardy, para luego escuchar al Padre Horacio Bojorge. Tal como nos tiene acostumbrados, fue una exposición contundentemente iluminadora y sustanciosa. Es que el Padre Bojorge es una verdadero Maestro, en el sentido escolástico del término.

La reunión se extendió amablemente entre dedicatorias escritas por el Padre a los que llevaban su nuevo libro, y un ameno vino de honor que como un sello amistoso cerró el encuentro.


Saludo Inicial.

Este librito que presento esta noche se ubica en un itinerario personal, espiritual y pastoral. Pasados los años y mirando hacia atrás, puedo reconocer el camino que se le trazó a mi predicación y a los escritos nacidos de ella. Porque Vivir de Cara al Padre. Nacidos de Nuevo y de lo Alto, es también, como otros títulos que lo anteceden: [- El Anuncio del Sermón de la Montaña, las Bienaventuranzas y las Elevaciones al Padre Nuestro -] el resultado de la predicación, especialmente en retiros espirituales.

Los que, entre Ustedes, hoy aquí presentes, han seguido los títulos que se han ido publicando durante los últimos quince años, recordarán el itinerario recorrido. Para los que no los conocen vuelvo a bosquejar el itinerario.

Primero fueron algunos escritos y libros que tratan de lo que fui aprendiendo, - no dudo que iluminado y guiado por el Señor en el estudio de los tesoros de la tradición -, sobre los impedimentos que hay en el corazón humano para que amemos a Dios. Impedimentos con que los sacerdotes nos enfrentamos y luchamos en nuestra tarea entre las almas, pero que también experimentamos en la nuestra.

Así fue cómo escribí primero algunos folletitos sobre la Indiferencia y la apostasía[1] y luego dos libros sobre la acedia[2] y otro sobre los vicios capitales[3], que son los efectos lógicos de la acedia. Junto con el carácter demoníaco de estos obstáculos espirituales para amar a Dios, redescubrí la importancia y la actualidad y suma utilidad del poder de expulsar demonios con que Jesús dotó a los que enviaba a anunciar el evangelio.

Luego se me dio a sentir que ya era hora de ocuparme de llamar, a pesar de todos los impedimentos, y quizás por eso mismo con oportunidad o sin ella y a los gritos, al amor a Dios…

… de invitar al amor a Dios y de escribir sobre el amor a Dios. Y entendí que debía presentar este camino del amor a Dios tal como Jesús lo presenta en el Sermón de la Montaña, en las Bienaventuranzas y en el Padrenuestro.

Fruto de esas predicaciones vinieron entonces tres libros dedicados a mostrar el camino de la vida y de la oración filial, el camino para vivir y orar como el Hijo, para vivir y orar como hijos: Anuncio del Sermón de la Montaña, Las Bienaventuranzas y ¡Upa Papá! Elevaciones al Padre Nuestro[4]. En ellos expuse el evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, la esencia de cuyo mensaje consiste en revelarnos que Dios es su Padre y puede ser el nuestro también.

Posteriormente me sentí impulsado a predicar y a escribir sobre el amor humano. Porque si el río del amor creado se corta de su fuente celestial y divina, le pasa lo que a cualquier río, queda sólo el “lecho” y una sed que no se logra apagar con nada. La relevancia del mensaje sobre el amor divino, quedaba así corroborada, por ser la condición de posibilidad del logro y feliz término de los amores humanos.

El primer libro sobre este tema fue La casa sobre roca. Noviazgo, amistad matrimonial y educación de los hijos. Y el segundo, de carácter testimonial, fue un documento, el epistolario amoroso que presenté con el título de “José y Felicita. Una Historia de Amor. Cartas 1925 – 1932”.

Me pregunto si en algún momento, se completará también una trilogía sobre este tema del amor humano, caído y sanado, santificado y sacralizado por Dios.

Llegamos así al título que les presento esta noche. Para ubicarlo en el itinerario recién trazado, tenemos que volver atrás, de alguna manera, para retomar el tema del amor a Dios en la clave de la Revelación de Jesucristo en su Sermón de la Montaña.

Pensaba yo que mis exposiciones del evangelio filial habían concluido con la trilogía formada por el Anuncio, las Bienaventuranzas y el Padre Nuestro, que terminaron de salir de prensa hacia fines del 2004.

Pero del 2005 hacia acá, empecé a abrir los ojos para percibir ciertos fenómenos que a partir de la publicación de la trilogía fui percibiendo con mayor claridad. El libro que presento hoy nace del proceso que comenzó entonces y viene, con cierto rezago, a completar lo expuesto en la trilogía del Sermón de la Montaña.

Ciertos hechos a los que me referiré a continuación, me fueron convenciendo de la necesidad de insistir sobre la doctrina revelada de la vida cristiana como vida filial. Y consecuentemente en empeñarme y luchar por la explicitación del Nombre del Padre.

Un primer hecho fue que la trilogía sobre el Sermón de la Montaña no tuvo el eco que yo esperaba ni concitó la atención entusiasta que yo me auguraba.

Si los libros sobre los impedimentos al amor de Dios habían tenido tan entusiasta recepción y se les había reconocido tanta utilidad, yo esperaba que la presentación positiva del camino del amor filial sería objeto de una entusiasta bienvenida. Sin embargo, no fue tan así. Y esto me dio un primer motivo de intriga y de reflexión.

Vivir como el Hijo, vivir como hijos; orar como el Hijo, orar como hijos, era el horizonte espiritual cristiano, que yo había aspirado a presentar con la trilogía sobre el Sermón de la Montaña. Pero numerosos ambientes eclesiales parecían no conmoverse, en la práctica, ante esta sabiduría revelada por el Hijo acerca del Padre y que me resultaba tan necesario reexponer.

No entendía, y me debatía por entenderlo, el porqué de esa cierta indolencia en la recepción que me hacía llegar un mensaje de “déjà vu” para una enseñanza que a mí, personalmente, me deslumbraba con un brillo de “lo nunca antes visto ni entendido”. “Lo nunca entendido antes” parecía caer como noticia vieja, en un terreno donde todo el mundo parecía estar ya enterado.

El discurso evangelizador de Jesús en el Sermón de la Montaña no era un “best seller” ni entre los mismos creyentes convencidos. A fuerza de darle vueltas a la reacción que suscitaba en algunos, he podido ubicar esta perplejidad paralizante, no sin sorpresa, en la misma línea de la extrañeza que produjo en su tiempo la predicación del Hijo de Dios en el Sermón de Monte: “Y sucedió que cuando acabó Jesús estos discursos, la gente quedó extrañada con su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como sus maestros”[5]. Lo que le pasó a Jesús con el Sermón de la Montaña, pasará siempre y en todo tiempo y lugar, me dije.

Hay hoy muchos maestros de cristianos, que ya no enseñan lo mismo que Jesús ni de la misma manera, de modo que los católicos formados en sus cátedras, y yo entre ellos, encontramos extraño el mensaje cristiano original y sin glosas, por resultarnos ajeno a lo que siempre hemos oído y entendido.

Fui cayendo en la cuenta, progresivamente, de que si bien Jesucristo enseña claramente que “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti [Padre], único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo”[6]; y de que él se presenta a sí mismo solamente como “revelador del Padre”[7] y “Camino al Padre”[8], sin embargo, en muchas presentaciones eclesiales y eclesiásticas de su evangelio, el Padre suele estar ausente, implícito, o ser objeto de menciones puramente formales.

Esto es observable en el discurso catequístico, o de las “pastorales especiales” (juvenil, matrimonial, de la vida consagrada…) y aún en documentos como el Mensaje final de Aparecida (aclaro que no me refiero al Documento final, sino al Mensaje final previo al Documento).

El silencio sobre Dios Padre es un hecho que han comprobado, por otra parte, algunos centinelas vigilantes de la bibliografía teológica y espiritual. El Emmo. Cardenal Josef Cordes, se asombra, en su obra “El Eclipse del Padre”, del silencio acerca del “Nombre del Padre” reinante en la literatura teológica contemporánea. Dice el Cardenal Cordes: “Cuando se pregunta a grandes teólogos contemporáneos de ambas confesiones (protestantes y católicos) por el Padre de Jesucristo, se obtiene una perspectiva sorprendente: los investigadores piensan más frecuentemente y más expresamente en ‘Dios’ que en el ‘Padre eterno’. Si se hace una estadística sobre las veces que en la relación Padre-Hijo utilizan en sus investigaciones la palabra ‘Padre’, ésta queda desconsoladoramente relegada”[9].

Estos dichos del Cardenal Cordes corroboran con autoridad académica lo que en mí venía siendo una sensación creciente pero cuya objetividad yo ya no estaba en condiciones de comprobar y convalidar.

De hecho sólo han llegado a mi conocimiento dos obras teológicas de importancia que se ocupen del Padre. Una es la del redentorista François-Xavier Durrwell, El Padre[10]. Otra la del dominico francés M. J. Le Guillou, El misterio del Padre. Fe de los Apóstoles. Gnosis Actuales. Cuya traducción aparece en la editorial Encuentro en 1998, un cuarto de siglo después de su original francés.

Según el teólogo dominico J.M. Le Guillou, que percibía el silenciamiento del Padre ya en los años 1970[11], las corrientes gnósticas modernas y modernistas, infiltradas en los ambientes católicos en forma de secularismo y de sentido común modernista, han dado lugar a lo que él llama “jesuanismo”, una actitud religiosa de corte gnóstico que, - son sus palabras – “Sitúa […] a Cristo no con el Padre, sino en lugar del Padre. De ese modo se ve diseñar vagamente una especie de cristicismo o de jesusismo (dejando en silencio generalmente el nombre del Padre) que trata de hacerse pasar por el verdadero cristianismo”[12].

La obra del P. Le Guillou me resultó iluminadora, porque me enseñó a situar el silencio acerca del Padre, difundido por vía de implicitación, en el contexto de la historia de la teología católica y de las herejías.

Fui entendiendo así, mejor, lo que hay detrás de un Jesús sin Padre, sin relación al Padre, que se convierte, por eso mismo, bajo pretexto de cristocentrismo, en el horizonte último de la predicación y por lo tanto de la fe. Me encontré así sorpresivamente re-puesto a mí mismo ante la misma situación de conflicto que llevó al Hijo de Dios a decirle a sus oyentes: “No me conocéis ni a mí ni a mi Padre; si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre”[13]. “El Padre y yo somos uno”[14].

Se aplicaba también a esta situación, clarificándola, lo que dice San Pablo “¿Cómo creerán si no se les predica?”[15]. Y si se les predica un Cristo sin Padre ¿Es ése el verdadero Cristo? ¿O es un impostor fraguado, desvirtuado, o desfigurado, light o delicuescente?

Hay que decir con toda claridad que este Jesús sin Padre, ya no es el Jesús verdadero, sino una figura impostora que se coloca en su lugar, diciendo “Yo soy”, pero que ya no es él. Y así es posible entender por qué, en una época donde se aspira a un mayor cristocentrismo en la evangelización, en la catequesis, en todas las ramas de la pastoral y en la teología, el Cristo que ocupa el centro, puede ser un Cristo sin Padre, y hasta puede llegar a desplazar al Padre del trono central que le corresponde. Es un Cristo que ya no está sentado a la derecha de nadie.

Era por otra parte algo que había predicho el mismo Hijo de Dios y que empezaba a percibir que sucedía ahora delante de mis ojos: “Mirad que nadie os engañe. Vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo ‘Yo soy’ y engañarán a muchos”[16].

El Jesús sin Padre es pues una de las formas actuales de la impostura del Anticristo que estamos viendo difundirse y engañando a muchos, incluso letrados y maestros.

[Y me permito una aclaración por si es necesaria para alguien de los presentes: entiendo al Anticristo como un opositor a Cristo, pero que no se le opone abierta y frontalmente, sino por impostura. Ataca al Cristo haciéndose pasar por él].

Invocar a un Jesús del que se silencia la condición de Hijo de Dios, es ya una falsificación engañosa del nombre y de su identidad, una corrupción de su verdadera esencia. Porque la Persona del Hijo de Dios que asume la naturaleza humana, es relación sustancial con el Padre, de la que su naturaleza humana entra a tomar parte. Cuando se desconoce su relación al Padre, en la que ha sido asumida la naturaleza humana, se desconoce la identidad de Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios vivo y se ignora su verdad.

Recuerdo haber asistido en esos años, en que iba madurando en mí la reflexión sobre el silenciamiento del Padre, a una reunión de “agentes de pastoral” en una diócesis del interior del Uruguay. En esa reunión, una religiosa, encargada de orientar la pastoral juvenil, expuso un discurso evangelizador que aspiraba a ser “cristocéntrico”, pero en cuyo centro había un Jesucristo sin Padre. Me atreví a hacer notar la conveniencia de hacer explícito lo que quedaba implícito. La respuesta fue un “¡por supuesto!”. Como si se me dijera: “¡pero qué tontería! ¡qué necesidad hay de decirlo!”. Precisamente eso era lo que consideraba necesario decirle: “que había necesidad de explicitar al Padre en toda presentación evangelizadora de su Hijo Jesucristo dirigida a sus jóvenes. Y que, de no hacerlo, se les amputaba la vía de acceso al conocimiento de Jesús como hijo y por lo tanto a la vida filial, a la justicia del Reino de los cielos y al cumplimiento de la voluntad del Padre”.

Algo parecido me sucedió en un Congreso internacional convocado en preparación de la Conferencia de Aparecida. Acudí con la inquietud de la que vengo hablando, convertida ya en una daga en el corazón. En un grupo de trabajo durante ese Congreso, sufría interiormente ante el mismo silenciamiento del nombre del Padre en el discurso grupal, donde se hablaba y discutía acerca de los contenidos prioritarios que debía tener la nueva evangelización a la que se iba a convocar en Aparecida. Cuando en determinado momento señalé la necesidad de un anuncio más explícito del vínculo de Jesús con el Padre, me respondieron con el mismo “¡por supuesto!” pero esta vez, no la encargada de la pastoral juvenil de una parroquia, sino ¡un Señor obispo!

No me asombra que el jesuanismo, o cristicismo pastoral, sea frecuente en la propuesta de las sectas y comunidades protestantes. Pensemos en lo que se oye predicar en algunas carpas y audiciones radiales de predicadores protestantes, donde todo se queda en el anuncio de Cristo “tu salvador personal”, sin referencia al Padre ni a la entrada en comunión con Él, como punto de llegada de la salvación que se anuncia. A estas presentaciones subyace una cristología arriana y modernista.

Pero sí me aflige que el mismo mal se haya venido extendiendo y penetrando subrepticiamente también en el sentido común de los católicos, clero y teólogos incluidos. Los remito a su experiencia propia como oyentes de la predicación habitual en nuestros templos.

Me ha llamado dolorosamente la atención, en este sentido, el Mensaje final de la Conferencia de Aparecida, - aclaro que no me refiero al Documento final de la Conferencia, sino al Mensaje final, de alguna manera provisorio, redactado por una Comisión ad hoc – me ha llamado la atención, digo, que, en ese Mensaje, a diferencia del posterior Documento, el Padre ha quedado relegado a la región de los implícitos en toda la primera parte, la doctrinal-kerygmática, en la que se presenta a Jesús (10x) o al Señor Jesús (1x) o a Jesucristo (4x).

En este Mensaje, que tengo entendido que fue redactado por un renombrado teólogo argentino, se nombra al Padre solamente ¡tres veces! Pero ni una sola vez se lo nombra en la primera parte, donde, precisamente, se presenta al Jesucristo que debe ser anunciado en la nueva evangelización a la que envían los obispos reunidos en Aparecida.

Y las únicas tres veces que se nombra al Padre es sin relación con la presentación de Jesucristo. Recién se lo nombra después de pasado el momento doctrinal-kerygmático, en un contexto parenético (exhortativo), en los números cuarto y quinto. De modo que el Jesús (10 x), o Jesucristo (4x) o el Señor Jesús (1x) del Mensaje, es presentado sin referencia explícita a su Padre y nunca se explicita su condición de Hijo de Dios. Se lo presenta predominantemente como Jesús, el histórico, el de Nazaret, el humano, es decir dejando implícita su condición filial y mesiánica y por lo tanto su relación personal sustancial, constitutiva e individuadora, con Dios Padre. Se suscita fundadamente un interrogante: ¿Acaso tiene Jesús únicamente una naturaleza humana?

El contraste entre el discurso de este Mensaje con el discurso inaugural de Benedicto XVI, es llamativo. Porque Benedicto XVI anuncia reiterada y explícitamente al Padre como la meta del proceso evangelizador al que convoca la Conferencia de Aparecida y se refleja, efectivamente, en el Documento final. Lo menos que puede decirse es que el autor del Mensaje no recogió este aspecto central de la fe, cuya centralidad subraya el magisterio pontificio.

Todos estos hechos, que se fueron escalonando a lo largo de los años 2004 al 2008, me iban confrontando con un hecho innegable pero por lo común no reconocido y en muchos casos negado taxativamente. “Existe hoy una extendida implicitación del nombre del Padre en la proclamación del kerigma cristiano y en la presentación de la figura del Hijo de Dios hecho hombre”.

Y eso es algo grave. Porque lo que no se explicita no se predica y lo que no se predica no se cree. [o no se lo predica porque no se lo cree], y lo que no se cree no se vive.

Y, [duele decirlo, pero es necesario hacerlo para que se advierta la gravedad del hecho], si no se advierte que se lo está silenciando, es porque no se lo ama.

Aunque se esté dispuesto a profesarlo, a pedido, con la boca, el corazón no reclama nombrarlo. No se lo predica porque no se lo considera necesario ni se lo cree con el corazón, que significa creer amorosamente. Y si no se cree en el Padre amorosamente y con el corazón, ¿cómo se podrá alcanzar, alguna vez, la justicia filial?[17]. Si es verdad que “de la abundancia del corazón habla la boca”[18]. ¿Qué significa que la boca deje de nombrar al Padre?

Lo más dramático es que los fieles se están perdiendo la dicha de vivir como Hijos, y se estrechan o aún se cortan los canales de la gracia regeneradora que es la que vitaliza al pueblo de Dios.

Jesús vino a explicitar al Padre, porque su corazón vive vuelto de cara a la profundidad del seno del Amor que es el Padre. Pero hoy se escucha a menudo un mensaje que se presenta como el mensaje de Cristo, pero donde el Padre está ausente, por lo menos implícito. Y en momentos en que se envía a una Nueva Evangelización, muchos, aún entre nuestros “sabios”, no reparan en esta mutilación sustancial del mensaje evangélico.

Pero me faltaba quizás recibir más luz todavía acerca de la naturaleza de este fenómeno que me punzaba el corazón desde la oscuridad.

En octubre del año pasado, los amigos Gristelli, de la Editorial Santiago Apóstol y de los Encuentros de Formación San Bernardo de Claraval, me pidieron que diera una conferencia en el Encuentro de Estudios anual, que tuvo lugar en Escobar. El tema que me encomendaron fue: “El liberalismo es pecado”. El tema se me transformó durante la preparación, en este otro: “El liberalismo es el pecado: es la iniquidad. La rebelión contra el Padre”[19]. Mientras meditaba este hecho, pude ir cayendo en la cuenta de cómo, en el itinerario espiritual de la apostasía de nuestra cultura, lo que está implicado en el Jesús sin Padre, es un Jesús contra el Padre.

Porque al dejar de explicitarse su condición de Hijo de Dios, el Jesús Hijo de Dios es suplantado por un Jesús arriano, que personifica al hombre usurpador del lugar del Padre. Es un Jesús impostor, que el Jesús verdadero preanunció que engañaría a muchos: un Jesús sin Padre que se opone al Padre usurpando su lugar. De modo que este Anti-Cristo, este impostor que trae el rostro de Cristo como antifaz, es también un Anti-Padre.

Se me aclaraba la relación que hay entre el rechazo y el silenciamiento de Dios Padre por un lado, con la aspiración de la ideología liberal, que consiste en rechazar toda autoridad divina que limite la voluntad humana. Pero también me quedaba claro, primeramente, por qué una vez desplazado Dios Padre, surge una sociedad y una cultura sin padres. Y, en segundo lugar, por qué la implicitación del Nombre del Padre en el discurso evangelizador y religioso, es un signo del insensible proceso de protestantización del mundo católico.

Vi también con mayor claridad la honda sabiduría y la actualidad de la recomendación de San Juan en su primera carta, cuando describe la actitud que define el corazón filial cristiano: “no améis al mundo… amad al Padre”[20].

Esa es la alternativa, la disyuntiva de hierro. Si los bautizados nos hemos ido mundanizando sin remedio e inevitablemente hoy, - sin excluir a los clérigos y a veces con ellos a la cabeza, y en la conducción - hacia la fosa y el barranco, - si hemos ido aceptando progresivamente y en forma acrítica la cultura mundana, sin que nos ardan ni escuezan sus ácidos anticatólicos, es porque, al perder de vista al Padre, nos hemos extraviado en la feria del mundo, y hemos perdido de vista esta incompatibilidad espiritual implacable, entre los dos amores: al mundo o al Padre.

Creo que con lo que llevo dicho queda dibujado el fenómeno al que quisiera salir modestamente al paso el librito que les presento hoy, y que invita, desde su tapa, a los bautizados, a ponerse a “Vivir de cara al Padre, para nacer de nuevo y de lo alto”.

¿Cómo pretender que se viva como hijo, es decir, de cara al Padre, si no se cree en el Padre? ¿Y cómo pretender que se crea en el Padre, si no se lo predica? La crisis de la predicación produce inevitablemente una crisis de fe. Y la crisis de fe se refleja en la ruina de la vida bautismal, y de la espiritualidad cristiana, católica, auténtica. Hay que empezar, por lo tanto, a predicar al Padre, o a insistir en explicitar al Padre.

No puede haber vida filial si no se predica al Padre y al Hijo. La implicitación del Padre, corta la efusión de la corriente de gracia que vivifica a la Iglesia. Porque siendo el Padre la fuente de la Vida y del Amor, si se lo silencia, y si en lugar del Jesucristo Hijo del Padre, se lo permuta por un Jesús sin Padre, la Iglesia, los fieles, las almas se cortan de las fuentes de la gracia.

Podría continuar, pero creo que con esto he dibujado lo suficiente el fenómeno eclesial al que pretende salir al encuentro este librito. Es un humilde alegato. Quizás un grito en el desierto. Una llamada a volverse filial y fervorosamente al Padre, que nace de mi propia necesidad y es, en primer lugar, exhortación a mí mismo, a vivir en cada momento como hijo y recibiéndome del Padre.

Me restaría quizás exponer a grandes rasgos la estructura de su contenido. Es lo que puede leerse en el texto de contratapa y se advierte recorriendo el índice.

Como otros libros anteriores, éste ha nacido de fichas destinadas a que los fieles que asisten a un retiro, en muchos casos sacerdotes y seminaristas, tengan una guía de la exposición del tema. En este libro he reunido las tres primeras fichas de una exposición del Padre Nuestro.

Santificado sea tu Nombre. Venga tu Reino. Hágase tu voluntad.

Se le podría preguntar al fiel común, glosando la pregunta de Felipe al Eunuco de la Reina de Etiopía: ¿Entiendes lo que dices? ¿Sabes lo que pides? Y si no sabes lo que pides ¿cómo puedes desearlo en realidad? ¿Qué es lo que en realidad desea el corazón del bautizado cuando ora con estas palabras?

La santidad, el reino, la voluntad de Dios. He ahí tres conceptos centrales de nuestra fe y de nuestra vida cristiana cuyo significado me sentía urgido a explicitar. Porque advertía que al amparo de las vaguedades en la enseñanza habían ido cundiendo las deformaciones acerca de su real contenido. Y esto había acarreado graves daños en la fe y la vida cristiana de los fieles.

El capítulo dedicado a la santidad del Nombre, recupera por eso los dos aspectos esenciales de la santidad divina: trascendencia ontológica y proximidad existencial. El capítulo dedicado al Reino, despeja, siguiendo la enseñanza de la Redemptoris Missio las desviaciones del concepto del Reino de Dios, y lo reconducen a la condición filial. El capítulo dedicado a la obediencia filial, apunta a la vivencia concreta de la espiritualidad filial. A cada uno de estos capítulos corresponde un anexo donde se trata de las desviaciones prácticas correspondientes.

En esos anexos me ocupo de cómo el “ver, juzgar y actuar” fue entendido en sentido modernista, puesto en cuarentena por Santo Domingo y por fin, rescatado por Aparecida, para que, tanto el ver, el juzgar como el actuar, fuesen los de la fe, y no los de una experiencia puramente humana y anterior a la fe, postulada como un propedéutico para llegar a creer y actuar como creyente.

Vinculado con este método estaba el que fue durante años, dogma de la enseñanza catequística, y era la comprensión modernista del “hecho de vida” como punto de partida de la revelación y puerta de acceso al sentido verdadero de la historia sagrada.

En esta obrita, pues, se conjuga por un lado la exposición de las nociones centrales de la santidad del Padre, la vida filial, la obediencia filial; con, por el otro lado, la señalación de algunas desviaciones modernistas que se difundieron bajo forma de métodos de pastoral y catequesis que, en los hechos funcionaban desautorizando la revelación histórica y sustituyéndola por una presunta revelación que sucede “en la vida” y que es posible “ver” y “enjuiciar” dejando en suspenso la fe, por razones de método.

Creo que esas deformaciones “metódicas” modernistas forman parte del “clima” del desafecto moderno hacia Dios Padre, autoridad del Amor divino que da el Ser, y su manipulación de la figura del Hijo para convertirlo en un simple “hombre para los demás”, que viene a ser “un dios que me sirva”.


P. Horacio Bojorge



_______
Notas:

[1] El Indiferente: ¿Es Indiferente?: La Indiferencia como Estado Espiritual a la Luz de Marcos 1,21-28, en: Documentación Celam (Consejo Episcopal Latinoamericano, Secretariado General), 6(Oct-Dic 1981) Nº30, pp. 493-514.

[2] 1) En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la acedia. Ensayo de Teología pastoral. Editorial Lumen, Buenos Aires, 1999.
2) Al que siguió completándolo: Mujer: ¿Por qué lloras? Gozo y tristezas del creyente en la civilización de la acedia. Editorial Lumen, Buenos Aires, 1999

[3] El lazo se rompió y volamos. Vicios capitales y virtudes. Grupo Editorial Lumen, Buenos Aires – México, 2001.

[4] 1) Primero se publicó: Las Bienaventuranzas. Comentario espiritual. Vivir como el Hijo, vivir como Hijos. Grupo Editorial Lumen, Buenos Aires – México, 2003.
2) Luego: Anuncio del Sermón de la Montaña, Vivir como el Hijo, vivir como Hijos, En cinco lecciones. Grupo Editorial Lumen, Buenos Aires – México, 2004.
3) Y por último: ¡Upa Papá! Elevaciones al Padre Nuestro. Orar como el Hijo, orar como Hijos. Grupo Editorial Lumen, Buenos Aires – México, 2004

[5] Mateo 7, 28-29; ver Marcos 1, 22; Lucas 4, 12; 7,1

[6] Juan 17, 3

[7] Juan 1, 18: “A Dios nadie le ha visto jamás, el Hijo único que está vuelto hacia el seno del Padre, él nos lo ha contado, explicado” (exegésato)

[8] Juan 14, 6: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, Nadie va al Padre si no es por mí, Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre ”

[9] Mons. Paul Josef Cordes, El Eclipse del Padre, Ed. Palabra, Madrid 2003, cita en p. 167

[10] François-Xavier Durrwell; Nuestro Padre, Ed. Sígueme, Salamanca 1992; Der Vater Gott in seinem Mysterium. - St. Ottilien : EOS-Verl., 1992. - 399 S.; (ger / dt.) ISBN 3-88096-670-2

[11] M. J. Le Guillou O. P., Le Mystère du Père. Foi des Apôtres, gnoses actuelles, Fayard, Paris 1973, 291 pp.

[12] M. J. Le Guillou O. P., El Misterio del Padre. Fe de los Apóstoles. Gnosis Actuales. Ed. Encuentro, Madrid, 1998, cita en p. 196

[13] Juan 8, 19

[14] Juan 10, 30

[15] Romanos 10, 14

[16] Marcos 13, 5-6

[17] Romanos 10, 9-10

[18] Cfr. “El hombre bueno, del buen tesoro del corazón, saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo. Porque de la abundancia de su corazón habla su boca” Lucas 6, 45

[19] Editorial El Alcázar, Buenos Aires, 2008, 52 págs.

[20] 1ª Juan 2,




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