viernes, 16 de octubre de 2009

Caminos laicales de perfección - Final - P. José María Iraburu

Caminos laicales de perfección
P. José María Iraburu


Final


Laicos con muchas ayudas

Son muchos los cristianos laicos, gracias a Dios, que, buscando la perfección de la santidad en el tejido ordinario de su vida diaria, se ayudan además por la afiliación a una asociación de fieles, se comprometen así de algún modo a una cierta regla de vida, e intentan seguir un camino espiritual determinado, con la ayuda común de sus hermanos y la más específica de un director espiritual.

Eso, pues, que ya hacen, eso es lo que yo aquí he explicado y recomendado, apoyándome en la tradición católica.


Laicos con pocas ayudas

En este sentido, las consideraciones que he desarrollado hasta aquí pueden, más bien, tener especial interés para aquellos cristianos que, buscando la santidad, no reciben de Dios la gracia de buscarla en una asociación de perfección laical; o bien, si están integrados en alguna, sienten, sin embargo, la necesidad interior de fortalecer su vida espiritual con otros medios muy valiosos, no incluidos suficientemente en su asociación.

Y entre los laicos que buscan la perfección, se diría que son muchos los que se encuentran en esta situación. Pues bien, para estos cristianos, la consagración, la regla de vida, el voto, la dirección espiritual, todos estos medios santificantes o algunos de ellos, pueden ser grandes dones de Dios providenciales, que faciliten mucho su camino hacia la santidad.


Muchas ayudas posibles

Es indudable que el Espíritu Santo ha suscitado en el siglo XX una gran variedad de modos para promover la santificación de los laicos. Y no solamente en los movimientos y asociaciones seglares, sino también -y a veces al mismo tiempo- a través de otros medios personales privados.

«Pensamos en este momento -dice Pío XII- en tantos hombres y mujeres de toda condición, que ejercen en el mundo moderno las profesiones y cargos más diversos, y que, por Dios y para servirle en el prójimo, [1] le consagran su persona y toda su actividad. [2] Se comprometen a la práctica de los consejos evangélicos por medio de votos privados y secretos, conocidos sólo por Dios. Y en lo que toca a la sumisión de la obediencia y a la pobreza, [3] se hacen guiar por personas que la Iglesia ha juzgado aptas para este fin, y a quien ella ha confiado el encargo de dirigir a otros en el ejercicio de la perfección. Ninguno de los elementos constitutivos de la perfección cristiana y de una tendencia efectiva a su consecución falta en estos hombres y mujeres; participan, pues, verdaderamente de ella, aunque no estén encuadrados en ningún estado jurídico o canónico de perfección» (Disc. al Congreso de Estados de Perfección: AAS 1959, 36).

Una consagración personal al Señor, hecha a la justa medida de las personas, con una norma de vida, con unos votos privados o con otros vínculos semejantes, acogiéndose incluso a la guía de un director, es sumamente aconsejable a los laicos que de verdad tienden a la santidad, sean solteros o casados. Y es, quizá, especialmente deseable para aquellos cristianos jóvenes, aún indeterminados en su vocación. Ninguna preparación mejor que ésta para conocer pronto la vocación que Dios quiera darles, y para seguirla luego con fidelidad plena.


Algunos ejemplos

Ya he dado más arriba «algunos ejemplos para obligarse con Dios» (fin cp. 6). Allí señalaba cómo la oración, que vuelve a Dios, el ayuno, que libera del mundo, y la limosna, que vuelve al prójimo, son las materias más indicadas en los seglares para asegurarlas con promesas, votos o reglas de vida.

También recuerdo aquí que, como ya vimos, a un cristiano le conviene formular un voto o una norma de vida cuando ve, en conciencia, que Dios quiere darle hacer ciertas obras buenas, y comprueba que una y otra vez falla a ellas por olvido, pereza, ambiente negativo o por lo que sea. Otras obras buenas, que en la vida del cristiano estén ya más o menos arraigadas -la misa diaria, por ejemplo-, también pueden ser objeto de promesa, regla o voto, pero no es tan necesario.

Una vez recordadas estas condiciones básicas, pongo algunos ejemplos.

—Un joven soltero tiene problemas serios con el uso de la televisión -pérdida de tiempo, curiosidad eventual, aunque sólo sea de un momento, por ciertos programas malos-. Y aunque gana bastante dinero en su trabajo, da muy poco. Pues bien, entendiendo que es por la Virgen por donde ha de venirle la salvación, decide:

«En presencia de la Santísima Trinidad, de los ángeles y de los santos, pongo por un año en las manos de la Virgen María, gracias a ella y en su honor, estos tres votos:
«Rezaré cada día el Rosario.
«No veré la televisión estando solo.
«Daré cada mes un cinco por ciento de mi sueldo.
«Pido al Señor su gracia, por intercesión de la Virgen y de San José, para cumplir estos votos, que por su gracia formulo.
«15 de agosto, Asunción de Nuestra Señora. Firma N. N.»

—Una joven, muy querida por Jesucristo, se asoma hace tiempo a la oración, pero no acaba de entrar en ella, y, por otro lado, se autoriza algunas mínimas concesiones a la vanidad. Por eso mismo, quizá, no acaba de conocer su vocación. Para salir, pues, adelante de una vez, aconsejada por su director, hace este voto:

«En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y para pedir sobre todo la gracia de la vocación, hago voto de renovar todos los días los propósitos de esta regla de vida, que me ha dado mi director espiritual, hasta que él la cambie o la quite:
«Cada día: Misa, laudes y vísperas, rosario, media hora de oración, y un rato, si puedo, de lectura espiritual. Decidir cada detalle de mi arreglo personal, buscando agradar lo más posible a Jesús, mi Redentor, con absoluta modestia. Cada mes: confesión y medio día de retiro.
«8 de diciembre... Inmaculada Concepción de la Virgen María. Firma N. N.»

—Un padre de familia, devoto de los Corazones de Jesús y de María, pero que está algo dejado en la práctica sacramental, que discute a veces demasiado con su esposa, y que no está suficientemente cercano a sus hijos, se decide a lo siguiente:

«Por el Corazón Inmaculado de María, me consagro al Corazón de Jesús, ofreciendo al Padre celestial estos tres votos, que he de cumplir por un año con la gracia del Espíritu Santo:
«Iré a Misa todos los días, me confesaré mensualmente, y cumpliré los Primeros Viernes.
«En casos de conflicto con mi esposa, siendo materia dudosa, preferiré siempre seguir su voluntad, sin que ella lo sepa y sin hacer alarde de ello.
«Dedicaré un buen rato cada día, siempre que pueda, a la atención directa de mis hijos.
«Confío especialmente el fiel cumplimiento de estos votos a la intercesión de San José.
«15 de junio de... Inmaculado Corazón de María. Firma N. N.»

En notas aparte, puede ser conveniente añadir ciertas precisiones en cuanto a la interpretación, aplicación, y posible revocación o cambio de estos compromisos.


¿Fundadores?

En ocasiones, podrán ser unos novios, unos esposos, un grupo de amigos, posiblemente heterogéneo -varios laicos seglares, un sacerdote, algunos matrimonios-, los que se unan para comprometerse juntos ante Dios en algunos buenos propósitos. Quizá les conceda el Señor ponerse de acuerdo para sujetarse en común a una cierta norma de vida, o incluso para profesar algunos votos o compromisos. Es indudable que esta iniciativa será a veces muy de Dios, y por tanto, muy provechosa, con el favor de su gracia, pues entra en su Providencia santificadora que «dos o más» se junten en su nombre, para ayudarse mutuamente en el intento de la perfección.

No conviene, sin embargo, que en un caso así se piense fácilmente en fundar algo, recabando para ello -con todas las complicaciones propias del asunto- la aprobación canónica de la Iglesia. Sin tal aprobación, pueden perfectamente esos cristianos asociarse privadamente con un fin espiritual o apostólico (Código 298, 1). Ahora bien, en el caso de que ese grupo mínimo se multiplique considerablemente, será entonces el momento de buscar la aprobación o incluso la erección canónica de tal asociación (298, 2; 299-301).


Conviene hoy todo esto

Si los religiosos, habiendo dejado el mundo, se ayudan a buscar la perfección con tantas ayudas de reglas, votos y superiores, parece que los cristianos laicos, si de verdad pretenden la perfección, sin dejar el mundo, deben buscarla ayudándose también ellos, a su modo propio, de medios semejantes. Parece, al menos, que ésa será la voluntad de Dios sobre muchos laicos cristianos.

Pero además de ese argumento general, ha de añadirse otro circunstancial. En efecto, si siempre los laicos han debido crecer espiritualmente en lucha contra los escándalos del «mundo» en el que viven, ahora necesitan armarse más que nunca para esa lucha espiritual, pues hoy se ven además obligados a vencer los generalizados escándalos del «mundo cristiano descristianizado», cuyos malos ejemplos -en criterios y costumbres, en modos de vivir la propia identidad cristiana y de relacionarse con el mundo- constituyen para ellos un escándalo permanente, incomparablemente mayor y mucho más peligroso que el ocasionado por el «mundo abiertamente pagano».


Cristianos que sobreviven

Da mucha pena ver la desidia con la que muchos buenos cristianos llevan adelante su vida espiritual. Esta frase, ya me doy cuenta, es un tanto contradictoria, pues los cristianos buenos no llevan su vida espiritual con pereza. En todo caso, al decir «buenos cristianos» me refiero a cristianos practicantes y de fe sincera, que creen en el valor de la oración y de la mortificación, la frecuencia de los sacramentos, la lectura espiritual, el Rosario y todo lo que la tradición católica de la Iglesia enseña y recomienda; y que, en principio, querrían vivir todo eso, aunque su voluntad se muestre ineficaz. Muchos otros no creen, al menos claramente, en esos ideales; ni tienen intención, ni siquiera lejana, de vivirlos. Y éstos sí.

En algún sentido, pues, aunque imperfecto, se puede hablar de ellos como de buenos cristianos. Pero qué poquito hacen luego, en clara inconsecuencia con la fe que profesan. Muchos de ellos apenas tienen programa alguno para su vida espiritual. Y aquellos que tienen un cierto plan de vida, qué planteamientos hacen, tan medidos, recortados y tasaditos.

Un rato breve de oración, aunque no todos los días... Se confiesan... de vez en cuando, pero a veces pasa mucho tiempo. Recuerdan el bien tan grande que les ha proporcionado a veces la lectura espiritual, pero la hacen muy raras veces. Reconocen que convendría realizar esto y lo otro, y también aquello..., pero no hacen casi nada, al menos de forma regular. Y así van en todo. Son como personas que llevaran un régimen mínimo de alimentación, el suficiente para no morirse de hambre, y que se sintieran, como es natural, con achaques de salud y siempre débiles. Eso sí, sobreviven.

No se dan cuenta de que en la vida espiritual no hemos de alimentarnos solamente para no morirnos, sino para dejarle a Cristo tener en nosotros «vida y vida sobreabundante» (Jn 10, 10), de tal modo que crezcamos, estemos sanos y fuertes, e incluso comuniquemos a otros la abundancia de nuestra vitalidad en el Espíritu.


«Estáse el mundo ardiendo...»

No acaban tampoco de entender estos «buenos cristianos» que están llamados a colaborar decisivamente en la obra de la Redención del mundo. «Si tú no ardes, otros muchos morirán de frío», advierte François Mauriac. Y lo mismo enseña Pío XII:

«Misterio verdaderamente tremendo, y que jamás se meditará bastante, el que la salvación de muchos dependa de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, dirigidas a este objeto, y de la cooperación que Pastores y fieles -singularmente los padres y madres de familia- han de ofrecer a nuestro divino Salvador» (Mystici Corporis 1943, 19).

A estos cristianos les duelen los males que afligen al mundo y a la Iglesia; pero, de hecho, al menos, parecen estar aún más interesados en sus estudios, en sus negocios, en su propia salud, en una molestia muscular que les impide hacer su deporte, en el seguimiento del anecdotario político, deportivo, artístico, y en tantas y tantas otras cosas más.

Quizá, por ejemplo, invierten una o dos horas en diarios, telediarios y demás, pero confiesan luego «no hallar tiempo», al menos habitualmente, para el Rosario, o para el rezo de Laudes y Vísperas... ¡Una Hora litúrgica: poco más de cinco minutos! Dios les da veinticuatro horas cada día, y ellos «no pueden» dedicar con regularidad una a Dios, sólo a Él. Está la vida muy ajetreada...

Se diría que, en el fondo, no saben quiénes son, en cuanto cristianos; no saben a qué están llamados; ignoran que forman parte de una comunidad cristiana redentora, en cuyas manos está la llave de la salvación del mundo.

Y por eso mismo, atentos a sus propios asuntos personales, no acaban de entender tampoco la gravísima crisis espiritual del tiempo en que están viviendo. Consiguen ignorar en el mundo actual, mediante recursos inhibitorios eficacísimos, todos los datos negativos para el Evangelio y para la gloria de Cristo.

En Europa, concretamente, durante los últimos treinta años, el número de sacerdotes diocesanos se ha reducido en un tercio; y se prevé que en los próximos quince años el número actual se quede en la mitad. Junto a esto, que sucede en la Iglesia, «el número de los que aún no conocen a Cristo, ni forman parte de la Iglesia, aumenta constantemente; más aún, desde el final del Concilio [1965] casi se ha duplicado» (Juan Pablo II, Redemptoris missio 1990, 3).

En el siglo XVI Santa Teresa se enteraba de los daños que en Europa estaban causando los luteranos, y «lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal». Es muy de señalar en esta Santa cómo su impulso hacia la santidad personal y hacia la reforma del Carmelo, en buena medida, parte de la captación de cómo estaba en Europa la Iglesia, con ocasión de la gravísima crisis protestante.

«Paréceme que mil vidas pusiera yo para remedio de un alma de las muchas que veía perder. Y como me vi mujer y ruin, imposibilitada para aprovechar en nada en el servicio del Señor, toda mi ansia era que, pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que ésos fuesen buenos. Y así determiné hacer eso poquito que yo puedo, y es en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar que estas poquitas que están aquí [en los Carmelos renovados] hiciesen lo mismo». Y así «podría yo contentar al Señor en algo, para que todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden, ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío, que tan apretado le traen» (Camino Esc. 1,2).

Metida Teresa de corazón en estos empeños, y poniendo en ellos toda su vida, ella veía a los cristianos que seguían obsesionados en sus propios asuntillos personales como locos, extraviados entre las baraterías de este mundo. Y por ejemplo, se dolía mucho cuando éstos «buenos cristianos» se acercaban a los conventos para rogar a las monjas que pidiesen al Señor por sus intereses mundanos.

«Yo me acongojo de las cosas que aquí nos vienen a encargar, hasta que roguemos a Dios por negocios y pleitos por dineros, a los que querría yo suplicasen a Dios los repisasen todos. Ellos buena intención tienen, y allá lo encomiendo a Dios por decir verdad, mas tengo yo para mí que nunca me oye. Estáse ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo, pues le levantan mil testimonios, y quieren poner su Iglesia por el suelo, ¿y hemos de gastar tiempo en cosas que, por ventura, si Dios se las diese, tendríamos un alma menos en el cielo?. No, hermanas mías; no es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia» (ib. 1, 5).

Hoy los cristianos, los laicos concretamente, han de tender con toda su alma a la santidad no sólo por amor al Señor, que siempre es el motivo principal -Él nos ha amado cuanto es posible, Él ha dado su vida por nosotros, por nuestra salvación eterna-, sino también por amor a los hombres, es decir, por un amor verdadero a la Iglesia, un amor que es capaz de entender, y de sentir incluso, su situación en el siglo actual.

Estáse el mundo ardiendo, las fuerzas del diablo hacen estrago en la Iglesia, frenando trágicamente su acción misionera y sus posibilidades ecuménicas, ¿y será tolerable que los «buenos cristianos» sigan tan flojos, tan atentos a sus asuntos mundanos, tan dejados en su vida religiosa a la gana o al ambiente? Dios les ofrece agua abundante para apagar esos incendios que atormentan a los hombres y arruinan la Iglesia; Dios pone en su mano semillas capaces de convertir en jardines los desiertos, pues les ofrece oración y penitencia, misa y sacramentos. Pero ellos «no tienen tiempo», «se les pasa», «no se acuerdan», o incluso, a su juicio, «no pueden»... No se lo permiten las circunstancias. Las circunstancias que, muchas veces, ellos mismos se crean.


«El que pueda entender, que entienda»

Si quieres ser discípulo de Cristo, entra por el camino estrecho, y verás que es ancho, luminoso y florido. Entra en una asociación de fieles que estimule y ordene seriamente tu vida. Y si no encuentras una asociación que te venga bien, no sigas llevando una vida desarreglada; decídete a arreglarla, a regularla, a sujetarla a una regla personal, hecha a tu medida, a unos ciertos compromisos personales, incluso si es posible, a una dirección espiritual. No quieras estar abandonado, aunque sólo sea en parte, a los deseos cambiantes de tu corazón. No lo permitas.Ten piedad de Cristo bendito, que dio su vida por ti, no le dejes solo, y entrégate con Él para la salvación del mundo. Ten piedad de los hombres, aplastados bajo el peso de sus pecados, y necesitados de tu ofrenda total. En fin, cuando todavía es hora -que va pasando-, ten piedad de ti mismo.

Déjale vivir en ti a Jesucristo, abriéndole por completo tu mente, tu corazón y tus obras. No tengas miedo. Déjale entrar en tu vida, en toda tu vida, y procura todos los medios favorables para conseguirlo. Y así entrarás en la luz, en la vitalidad armoniosa, en la fecundidad radiante, en la paz y en la alegría de Dios.





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